martes, 26 de marzo de 2013

"OZ, UN MUNDO DE FANTASÍA": LA MAGIA EXISTE


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Oz the Great and Powerful DIRECCIÓN: Sam Raimi GUIÓN: Mitchell Kapner, David Lindsay-Abaire (basado en la obra de L. Frank Baum) MÚSICA: Danny Elfman FOTOGRAFÍA: Peter Deming MONTAJE: Bob Murawski REPARTO: James Franco, Mila Kunis, Rachel Weisz, Michelle Williams, Zach Braff


   La imaginación es ese territorio siempre por explorar, ese instinto que busca permanentemente estímulos, ese anhelo que nunca se sacia, ese impulso que se mantiene alerta incluso aunque lo aletarguemos o durmamos, esa comezón que tiene mucho que ver con el niño que fuimos, con la curiosidad por conocerlo todo, por el afán por seguir descubriendo, por la pasión por imaginar, por el deseo de que existan otros mundos, otras realidades, otras razas, otras maneras de vivir, por muy falsas que sepamos que son, por muy ficticias que resulten, necesitamos ampliar horizontes, saber que nuestra vida cotidiana puede albergar todas las posibles y las imposibles, que desde nuestra habitación, que en el salón de casa, en cualquier parte, podemos vislumbrar la estrella que indica la ruta hacia el País de Nunca Jamás, formar parte de la tripulación del Nautilus, compartir una merienda con un hobbit, fabular sobre lo que pasó hace mucho tiempo en una galaxia muy muy lejana, sentirnos partícipes de una historia interminable que precisa del lector dentro de sí para buscar su conclusión; y, además, vamos aprendiendo que precisamos de su concurso (o sea, del de la imaginación) también en el día a día, no en vano el DRAE sanciona como cuarta acepción de la palabra la “facilidad para formar nuevas ideas, nuevos proyectos, etc.”, es decir, que alguien que lo quiere todo masticado, todo tangible, que no es capaz de ver más allá de sus narices, que se define como “realista” como si el adjetivo supusiera una cualidad que lo diferencia y lo hace mejor, termina por parecernos una persona plana, previsible, con poca capacidad para el entusiasmo, la diversión o la aventura (claro que es malo estar todo el día en las nubes o imitar a Alonso Quijano y confundir las cosas, pero lo contrario, al menos para uno que nació cinéfilo y ratón de biblioteca, supone perderse demasiado, especialmente la propia y permanente sorpresa que es vivir y el cosquilleo cómplice que se experimenta cuando una nueva historia –un nuevo escenario, otro mundo- pasa a formar parte de tu imaginario).

   Uno, que al margen de lo reseñado antes, también tuvo la suerte de ser visitante asiduo de los cines de barrio que alternaban y mezclaban reposiciones de los títulos que habían sido éxito en el centro de la ciudad con la recuperación de clásicos en blanco y negro o con reestrenos de grandes clásicos, se dejó hipnotizar muy pronto por lo que cobraba vida cuando se apagaban las luces de la sala y se iluminaba la pantalla blanca, creyendo que la historia pasaba ante sus ojos por primera vez (y cuando comprendió el mecanismo, se engañó –y aún lo hace- más de una vez para revivir determinadas emociones en estado puro) y descubriendo que las fronteras no existen, que por muy lejos que se dibuje un horizonte siempre puede alcanzarse con la fuerza que imprime la ficción, que por mucho que sepas o conozcas nunca llegarás al final, que el reino más fabuloso está a tu alcance. Y en ese sentido, aunque sabía más de lo debido porque ya había leído y visto muchos documentales sobre el tema, un servidor visionó por primera vez El mago de Oz (1939) en uno de aquellos cines enormes de antaño, con un patio de butacas que diríase podía albergar a la barriada completa y, a pesar de ello, se llenaba tarde tras tarde y en más de una oportunidad sólo una larga cola y toneladas de paciencia (nada más lejos de la realidad: todo era un saltar, menearse, morderse las uñas, intentar atisbar el final de la espera) garantizaban una butaca, con lo que la apetencia, la necesidad de una buena dosis de disfrute se agudizaba y, acuciado por ese corazón a punto de abandonar la caja torácica, los ojos parecían salirse del rostro para anidar en los fotogramas que, en esta ocasión, narraban la historia de Dorothy, la niña que vive en Kansas, en blanco y negro, hasta que un tornado la lleva con casa y todo y la única compañía de su perro Totó hasta ese fabuloso lugar con los colores de la MGM más plenos y alegres que nunca en el que el mejor mago del mundo concede todos los deseos y resuelve todos los problemas. ¿Cómo no adorar ese reino salido de la imaginación (¡Gracias sean dadas a tantos adultos que siguen alimentando el niño que anida en nuestro corazón!) de L. Frank Baum?

   Y tiempo después llegó Gregory Maguire, pero sobre todo la adaptación musical del primer volumen de su saga sobre el mundo de OZ (es decir, Wicked), para sentirse más partícipe que nunca de ese reino, puesto que hubiese podido tocarse con alargar el brazo a lo Mr. Fantástico, ya que la acción sucedía en tiempo real, delante del público, puesto que hablamos de teatro. Aunque más de uno utilizará el argumento contrario (es decir, falta de creatividad, poco o ningún ingenio), la nueva película de Sam Raimi viene a demostrar que Oz aún puede reportar muchas satisfacciones y que sigue siendo posible sentir que una varita mágica toca nuestras cabezas y el polvo de hadas (como aprendimos gracias a Peter Pan) nos posibilita volar, elevarnos, olvidar quiénes somos y dónde estamos sentados y, al mismo tiempo, viene a dejar claro que el director no ha perdido su capacidad de fabulación ni su facilidad para la comicidad, sin adocenarse, repetirse o convertirse en su propia caricatura. Convertido en un nombre de culto gracias a Posesión infernal (1981) –título al que, sin duda, el paso del tiempo ha hecho un flaquísimo favor, pero que a pesar de todo conserva secuencias escalofriantes y un cierto encanto por su falta de pretensiones y su carácter casi experimental, por no decir de experimento-, Raimi fue añadiendo toques de humor combinados con truculencias, sin atender a la mesura, desbarrando sin posibilidad de frenada ante el clamor de sus fans, hasta conformar una trilogía con Terroríficamente muertos (1987) y El ejército de las tinieblas (1992), dando muestras totales de su falta de inspiración y repitiendo viejos chistes en Arrástrame al infierno (2009); entre medias, al margen de algún filme que mejor no citar, queda otra trilogía, la centrada en Spiderman, el hombre araña, cuya mejor entrega es la segunda (la más divertida, la más rápida, la más fiel al cómic sin necesidad de histrionismos visuales ni afán de contentar a todos y, al mismo tiempo, la más personal –algo de lo que sólo pudo ofrecer un boceto durante la presentación del personaje en la primera película-), aunque ya vendría The Amazing Spider-Man (2012) para que, incluso, echásemos de menos a Tobey Maguire (¡Ese Andrew Garfield que va a repetir en el rol del superhéroe!). Pero en este somero repaso por la filmografía de Sam Raimi, hemos de detenernos en una joya que muchos han olvidado, otros no conocen y la mayoría menosprecia porque no respondía al esquema que ellos tienen sobre su cine: Un plan sencillo (1998), un prodigio de creación de atmósfera, de graduación de tensión, de atrapar a público y personajes, de cómo resultar agobiante y claustrofóbico sin ser irritante o caer en la redundancia, un absoluto hito que, aunque pueda sonar extraño, emparenta muy bien con este Oz, un mundo de fantasía.

   Es cierto que juega con la baza del conocimiento previo, de la complicidad, de lo reconocible, pero Raimi no pierde de vista a las nuevas generaciones, a los que apenas saben que hubo una niña que se empeñó en encontrar la tierra más allá del arco iris de la que tuvo noticia por una nana, a los más pequeños, pero sabe contentar a todos, sin tratar a los niños como simples (el error de tanto producto prefabricado, la infantilización absurda que incluso a ellos espanta), sin recurrir a la nostalgia, ahora bien, despertándola, avivando nuestros recuerdos, dejándonos llevar por una de esas películas de siempre (no “de antes”, como dicen algunos en tono peyorativo), sin edad, sin época, una manera de narrar que funcionará siempre, siempre y cuando se haga con honestidad, con mimo, con la misma ilusión que sabe instalar en el ánimo del espectador. James Franco, que ya ha demostrado en varias ocasiones que es mucho mejor actor de lo que se le reconoce (sobre todo tras su nada afortunada presentación de los Oscar, que es lo único que algunos recuerdan cuando se le nombra), ofrece todo su carisma, su sonrisa picarona, su permanente coqueteo con la cámara, para dar vida al mago de Oz antes de serlo, consiguiendo una interpretación muy controlada precisamente porque tiene que estar en pose, lleno de aspavientos, casi todo el metraje y logra que esa sea la forma natural de comportarse que tiene su personaje. Junto a él, tres muy buenas actrices (Rachel Weisz, Michelle Williams y Mila Kunis) al total servicio del conjunto, sin excederse ni preocuparse de la imagen que ofrezcan, coadyuvando a que la fantasía sea real.

   Aunque se le puede achacar que no haga algún guiño claro al clásico de Victor Fleming, o sea, a aquella Dorothy a la que aún queda mucho para llegar a Oz (tan sólo dos o tres atisbos y hay que hilar muy fino o andar muy espabilado para captarlos), Raimi orquesta la película con gran precisión, utilizando con sabiduría las tres dimensiones, haciendo palpable, auténtico, el mundo mágico en que transcurre la historia, manejando con soltura los efectos especiales (muy especialmente los relativos a Finley, el mono, y a la muñeca de porcelana) para que, precisamente, el truco no sea evidente y no se meriende lo que le rodea, integrando los actores con las creaciones por ordenador para que conformen un todo. Es, sin duda, toda una experiencia, una alegría continua, un disfrute, una tranquilidad, saber que aún nos quedan lugares con un cielo muy azul en el que pueden hacerse realidad todos aquellos sueños que nos atrevamos a soñar.   

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