TÍTULO ORIGINAL: Oz the Great and Powerful DIRECCIÓN: Sam Raimi GUIÓN:
Mitchell Kapner, David Lindsay-Abaire (basado en la obra de L. Frank Baum)
MÚSICA: Danny Elfman FOTOGRAFÍA: Peter Deming MONTAJE: Bob Murawski REPARTO:
James Franco, Mila Kunis, Rachel Weisz, Michelle Williams, Zach Braff
La imaginación es ese territorio siempre por explorar, ese instinto que busca
permanentemente estímulos, ese anhelo que nunca se sacia, ese impulso que se
mantiene alerta incluso aunque lo aletarguemos o durmamos, esa comezón que
tiene mucho que ver con el niño que fuimos, con la curiosidad por conocerlo
todo, por el afán por seguir descubriendo, por la pasión por imaginar, por el
deseo de que existan otros mundos, otras realidades, otras razas, otras maneras
de vivir, por muy falsas que sepamos que son, por muy ficticias que resulten, necesitamos
ampliar horizontes, saber que nuestra vida cotidiana puede albergar todas las
posibles y las imposibles, que desde nuestra habitación, que en el salón de
casa, en cualquier parte, podemos vislumbrar la estrella que indica la ruta
hacia el País de Nunca Jamás, formar parte de la tripulación del Nautilus, compartir una merienda con un
hobbit, fabular sobre lo que pasó hace mucho tiempo en una galaxia muy muy
lejana, sentirnos partícipes de una historia interminable que precisa del
lector dentro de sí para buscar su conclusión; y, además, vamos aprendiendo que
precisamos de su concurso (o sea, del de la imaginación) también en el día a
día, no en vano el DRAE sanciona como cuarta acepción de la palabra la
“facilidad para formar nuevas ideas, nuevos proyectos, etc.”, es decir, que
alguien que lo quiere todo masticado, todo tangible, que no es capaz de ver más
allá de sus narices, que se define como “realista” como si el adjetivo
supusiera una cualidad que lo diferencia y lo hace mejor, termina por
parecernos una persona plana, previsible, con poca capacidad para el
entusiasmo, la diversión o la aventura (claro que es malo estar todo el día en
las nubes o imitar a Alonso Quijano y confundir las cosas, pero lo contrario,
al menos para uno que nació cinéfilo y ratón de biblioteca, supone perderse
demasiado, especialmente la propia y permanente sorpresa que es vivir y el
cosquilleo cómplice que se experimenta cuando una nueva historia –un nuevo
escenario, otro mundo- pasa a formar parte de tu imaginario).
Uno, que al margen de lo reseñado antes, también tuvo la suerte de ser
visitante asiduo de los cines de barrio que alternaban y mezclaban reposiciones
de los títulos que habían sido éxito en el centro de la ciudad con la
recuperación de clásicos en blanco y negro o con reestrenos de grandes
clásicos, se dejó hipnotizar muy pronto por lo que cobraba vida cuando se
apagaban las luces de la sala y se iluminaba la pantalla blanca, creyendo que
la historia pasaba ante sus ojos por primera vez (y cuando comprendió el
mecanismo, se engañó –y aún lo hace- más de una vez para revivir determinadas
emociones en estado puro) y descubriendo que las fronteras no existen, que por
muy lejos que se dibuje un horizonte siempre puede alcanzarse con la fuerza que
imprime la ficción, que por mucho que sepas o conozcas nunca llegarás al final,
que el reino más fabuloso está a tu alcance. Y en ese sentido, aunque sabía más
de lo debido porque ya había leído y visto muchos documentales sobre el tema,
un servidor visionó por primera vez El
mago de Oz (1939) en uno de aquellos cines enormes de antaño, con un patio
de butacas que diríase podía albergar a la barriada completa y, a pesar de
ello, se llenaba tarde tras tarde y en más de una oportunidad sólo una larga
cola y toneladas de paciencia (nada más lejos de la realidad: todo era un
saltar, menearse, morderse las uñas, intentar atisbar el final de la espera)
garantizaban una butaca, con lo que la apetencia, la necesidad de una buena
dosis de disfrute se agudizaba y, acuciado por ese corazón a punto de abandonar
la caja torácica, los ojos parecían salirse del rostro para anidar en los
fotogramas que, en esta ocasión, narraban la historia de Dorothy, la niña que
vive en Kansas, en blanco y negro, hasta que un tornado la lleva con casa y
todo y la única compañía de su perro Totó
hasta ese fabuloso lugar con los colores de la MGM más plenos y alegres que
nunca en el que el mejor mago del mundo concede todos los deseos y resuelve
todos los problemas. ¿Cómo no adorar ese reino salido de la imaginación
(¡Gracias sean dadas a tantos adultos que siguen alimentando el niño que anida
en nuestro corazón!) de L. Frank Baum?
Y tiempo después llegó Gregory Maguire, pero sobre todo la adaptación
musical del primer volumen de su saga sobre el mundo de OZ (es decir, Wicked), para sentirse más partícipe que nunca de ese reino, puesto que hubiese
podido tocarse con alargar el brazo a lo Mr. Fantástico, ya que la acción
sucedía en tiempo real, delante del público, puesto que hablamos de teatro. Aunque
más de uno utilizará el argumento contrario (es decir, falta de creatividad,
poco o ningún ingenio), la nueva película de Sam Raimi viene a demostrar que Oz
aún puede reportar muchas satisfacciones y que sigue siendo posible sentir que
una varita mágica toca nuestras cabezas y el polvo de hadas (como aprendimos
gracias a Peter Pan) nos posibilita volar, elevarnos, olvidar quiénes somos y
dónde estamos sentados y, al mismo tiempo, viene a dejar claro que el director
no ha perdido su capacidad de fabulación ni su facilidad para la comicidad, sin
adocenarse, repetirse o convertirse en su propia caricatura. Convertido en un
nombre de culto gracias a Posesión
infernal (1981) –título al que, sin duda, el paso del tiempo ha hecho un
flaquísimo favor, pero que a pesar de todo conserva secuencias escalofriantes y
un cierto encanto por su falta de pretensiones y su carácter casi experimental,
por no decir de experimento-, Raimi fue añadiendo toques de humor combinados
con truculencias, sin atender a la mesura, desbarrando sin posibilidad de
frenada ante el clamor de sus fans, hasta conformar una trilogía con Terroríficamente muertos (1987) y El ejército de las tinieblas (1992),
dando muestras totales de su falta de inspiración y repitiendo viejos chistes
en Arrástrame al infierno (2009);
entre medias, al margen de algún filme que mejor no citar, queda otra trilogía,
la centrada en Spiderman, el hombre araña, cuya mejor entrega es la segunda (la
más divertida, la más rápida, la más fiel al cómic sin necesidad de
histrionismos visuales ni afán de contentar a todos y, al mismo tiempo, la más
personal –algo de lo que sólo pudo ofrecer un boceto durante la presentación
del personaje en la primera película-), aunque ya vendría The Amazing Spider-Man (2012) para que, incluso, echásemos de menos
a Tobey Maguire (¡Ese Andrew Garfield que va a repetir en el rol del
superhéroe!). Pero en este somero repaso por la filmografía de Sam Raimi, hemos
de detenernos en una joya que muchos han olvidado, otros no conocen y la
mayoría menosprecia porque no respondía al esquema que ellos tienen sobre su
cine: Un plan sencillo (1998), un
prodigio de creación de atmósfera, de graduación de tensión, de atrapar a
público y personajes, de cómo resultar agobiante y claustrofóbico sin ser
irritante o caer en la redundancia, un absoluto hito que, aunque pueda sonar
extraño, emparenta muy bien con este Oz,
un mundo de fantasía.
Es cierto que juega con la baza del conocimiento previo, de la
complicidad, de lo reconocible, pero Raimi no pierde de vista a las nuevas
generaciones, a los que apenas saben que hubo una niña que se empeñó en
encontrar la tierra más allá del arco iris de la que tuvo noticia por una nana,
a los más pequeños, pero sabe contentar a todos, sin tratar a los niños como
simples (el error de tanto producto prefabricado, la infantilización absurda
que incluso a ellos espanta), sin recurrir a la nostalgia, ahora bien,
despertándola, avivando nuestros recuerdos, dejándonos llevar por una de esas
películas de siempre (no “de antes”, como dicen algunos en tono peyorativo),
sin edad, sin época, una manera de narrar que funcionará siempre, siempre y
cuando se haga con honestidad, con mimo, con la misma ilusión que sabe instalar
en el ánimo del espectador. James Franco, que ya ha demostrado en varias
ocasiones que es mucho mejor actor de lo que se le reconoce (sobre todo tras su
nada afortunada presentación de los Oscar, que es lo único que algunos
recuerdan cuando se le nombra), ofrece todo su carisma, su sonrisa picarona, su
permanente coqueteo con la cámara, para dar vida al mago de Oz antes de serlo,
consiguiendo una interpretación muy controlada precisamente porque tiene que
estar en pose, lleno de aspavientos, casi todo el metraje y logra que esa sea
la forma natural de comportarse que tiene su personaje. Junto a él, tres muy
buenas actrices (Rachel Weisz, Michelle Williams y Mila Kunis) al total
servicio del conjunto, sin excederse ni preocuparse de la imagen que ofrezcan,
coadyuvando a que la fantasía sea real.
Aunque se le puede achacar que no haga algún guiño claro al clásico de
Victor Fleming, o sea, a aquella Dorothy a la que aún queda mucho para llegar a
Oz (tan sólo dos o tres atisbos y hay que hilar muy fino o andar muy espabilado
para captarlos), Raimi orquesta la película con gran precisión, utilizando con sabiduría
las tres dimensiones, haciendo palpable, auténtico, el mundo mágico en que
transcurre la historia, manejando con soltura los efectos especiales (muy
especialmente los relativos a Finley, el mono, y a la muñeca de porcelana) para
que, precisamente, el truco no sea evidente y no se meriende lo que le rodea,
integrando los actores con las creaciones por ordenador para que conformen un
todo. Es, sin duda, toda una experiencia, una alegría continua, un disfrute,
una tranquilidad, saber que aún nos quedan lugares con un cielo muy azul en el
que pueden hacerse realidad todos aquellos sueños que nos atrevamos a soñar.
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