sábado, 23 de marzo de 2013

"UN ASUNTO REAL": EN TODAS LAS CORTES CUECEN HABAS


 
 
TÍTULO ORIGINAL: En kongelif affaere DIRECCIÓN: Nikolaj Arcel GUIÓN: Rasmus Heisterberg, Nikolaj Arcel (basado en la novela Prinsesse af blodet de Bodil Steensen-Leth) MÚSICA: Cyrille Aufort, Gabriel Yared FOTOGRAFÍA: Rasmus Videbaek MONTAJE: Kasper Leick, Mikkel E. G. Nielsen REPARTO: Alicia Vikander, Mads Mikkelsen, Mikkel Boe Folsgaard, Trine Dyrholm, David Dencik


   Cuando se anuncia una nueva película de época (esa extraña etiqueta que aglutina títulos muy dispares y que hablan de diferentes periodos históricos) hay una parte del público que arruga instintivamente la nariz, ya que asocia ese podríamos decir subgénero con el aburrimiento, el estatismo, obras sólo preocupadas del envoltorio, de la dirección artística, de la apariencia; como en tantas ocasiones, generalizar oculta la variedad de tonos que cada cineasta imprime a un filme de este tipo, ya que resulta obvio que muy poco tienen que ver entre sí (más allá del marco que les cobija) La inglesa y el duque (2001) de Eric Rohmer, Un hombre para la eternidad (1966) de Fred Zinnemann, Las amistades peligrosas (1988) de Stephen Frears e incluso Locura de amor (1948) de Juan de Orduña (que, por cierto, sigue dando baños a la hora de planificar y rodar a mucho que se jacta de no hacer “cine de cartón piedra” –y no va por Vicente Aranda, aunque su Juana la Loca (2011) no se desprenda en ningún momento de un anquilosamiento que la convierte en un producto intragable-. Precisamente pensando en esta reacción, son muchos los cineastas que cuando se acercan al cine histórico, incluso recreando una época reciente, intentan huir de todas las rémoras asociadas al mismo (en ocasiones injustamente o transformando en negativo lo que es seña de identidad) y para no ser menospreciados se empeñan a toda costa en pervertir el género, en evitar el preciosismo (y hacen bien porque es muy difícil ser Luchino Visconti –pero ya llegaremos en su momento a Anna Karenina (2012) para encontrarle heredero-), incluso en buscar ex profeso lo feo, lo antiestético, todo lo que no parezca un remedo de lo ya rodado antes, cualquier elemento susceptible de ser menospreciado como “antiguo”, “de otra época”, y, de este modo, tropezamos con Tom Hooper afeando El discurso del rey (2010) –y obteniendo por ello un Oscar-, como ya hiciese con algunas partes de la miniserie Elizabeth I (2005) –olvidando el ejemplo de su compatriota Stephen Frears- o con la muy aplaudida, reflejo de la grandeur francesa (dejemos la palabra original y pronunciémosla con gesto altivo y levantando el mentón –como la diría la siempre altiva Valerie Tasso, no en vano procede de aquel país- para comprender mejor lo que se intenta explicar), Adiós a la reina (2012), mareante y confusa narración que busca a toda costa un valor artístico e intelectual, diferenciarse de cintas anteriores y contemporáneas, sin darse cuenta (como admirablemente consiguió Sofia Coppola en su María Antonieta (2006)) de que el escenario es importante para definir a determinados personajes nacidos entre almohadones y que se pueden aportar nuevos bríos (e incluso música del siglo XXI) armonizando elementos dispares y a priori antitéticos –y ahí es donde se demuestra la personalidad y el talento artísticos-.

   Sin miedo a que la película pueda ser catalogada como lo que en realidad es, sin temblarle el pulso por recoger el aliento y la manera de hacer de precursores en la materia, Nikolaj Arcel (a quien, según parece, han ofrecido dirigir la nueva versión de Rebeca (1940) –y uno se pregunta por qué, a pesar de los méritos demostrados-) nos ofrece en Un asunto real un catálogo de cómo dirigir cine histórico con elegancia y buen gusto, primando el dibujo de personajes, sin cargar las tintas, mimando el ritmo de la historia, midiendo los tintes melodramáticos para que aporten la tensión y emociones debidas. Ya sabemos que el cine siempre ha reinventado la Historia a su conveniencia, pero dejando fuera mentiras clamorosas, adjudicaciones de victorias, guiones claramente propagandísticos, uno se interesa por determinados personajes cuando los ve actuar en, por ejemplo, El león en invierno (1968) o Ana de los mil días (1969), es decir, cuando se sabe contar, dar entidad a los seres reales que fueron, insuflar verdad a los meros datos de un libro; eso sucede en este caso, puesto que, al menos en España (y a buen seguro en gran parte de los países a los que el filme ha llegado), el nombre de Christian VII de Dinamarca sólo suena a eso, a monarca de aquel país, y después del visionado de esta cinta, tenemos conocimiento de un suceso terrible que, por desgracia, era de lo más natural y cotidiano en el siglo XVIII (y antes y después), cuando las mujeres eran la moneda de cambio para mantener o conseguir tronos y que, sin tener que recurrir a cunas tan altas, tiene su correlación y continuidad en el mundo pretendidamente civilizado que habitamos.

   Y si el Festival de Berlín de 2012 (en el que, por cierto, también competía Adiós a la reina -¡Qué caprichoso es el destino!-) acertó al distinguir el guión escrito por el director y Rasmus Heisterberg y la estupenda interpretación de Mikkel Boe Folsgaard en uno de esos roles muy peligrosos porque, de no actuar con mesura, el actor puede quedarse en la caricatura, en el histrionismo, en la exhibición exagerada de supuestas facultades (y él hace lo contrario, llegando a dar pánico en determinados momentos ante lo imprevisible de sus reacciones y lo patente de su locura), aun sabiendo que los grandes festivales no quieren entregar más de dos galardones a un mismo filme, resulta un poco desalentador que no se reconociese la labor de los otros dos protagonistas. Alicia Vikander se mantiene en un difícil y muy plausible equilibrio para no caer en el victimismo, para convencer al espectador con su mirada, con su contención, con un dolor que poco a poco va impregnando el gesto más mínimo, sin dejarse arrastrar por lo fácil, buscando la comprensión y complicidad del que mira, lo que no es óbice para mostrar algunas de las aristas de su carácter (y, de nuevo enfrentados a esas bromas de quien sea, el premio a la mejor actriz se lo arrebató Rachel Mwanza, protagonista de una de las películas con las que Un asunto real compitió por el Oscar que, desde hacía ya mucho tiempo, llevaba el nombre de Amor (2012) grabado en su peana: Rebelle (2012), conocida como War Witch –ya veremos con qué título es estrenada en España el próximo mes de mayo-). Mads Mikkelsen, muy conocido gracias a sus intervenciones en El rey Arturo (2004), Casino Royale (2006) o Furia de titanes (2010) en las que asumió personajes muy planos sin recorrido dramático, deja muy clara su categoría actoral al interpretar desde el minimalismo, otorgando contenido e intención a un leve movimiento de la comisura de sus labios, manteniéndose en un segundo plano pero siendo el soporte de la historia y de su compañera de reparto; de nuevo por esas carambolas del destino, Mikkelsen obtuvo unos meses después del paso de Un asunto real por Berlín el premio al mejor actor en Cannes –precisamente en el mismo certamen en que Amor de Michael Haneke obtenía la Palma de Oro y empezaba a forjar su leyenda- por The Hunt (2012), tal vez el título que, junto a éste, le ayude a quitarse el sambenito de actor europeo que hace de malo en películas de acción hollywoodienses o, al mismo tiempo, consiga que la meca del cine le mire con otros ojos cuando, dentro de unos días, se estrene en televisión Hannibal, la serie en la que hereda el rol de doctor Lecter que el inmenso Anthony Hopkins convirtiese en legendario gracias a esa obra maestra titulada El silencio de los corderos (1991).  

   Se mire por donde se mire, no le faltan a Un asunto real razones y condiciones para convencer y cautivar a un amplio público, bien sea por su carácter de denuncia, por su historia de amor –trágica, intensa y honesta como las de las novelas que aún siguen gustando, como la de la inolvidable Elvira Madigan (1967)-, por sus espléndidas interpretaciones, por la fotografía plena de matices y creadora de atmósfera, por la sabiduría del uso de decorados y vestuario, por una dirección sobria y sin complejos, por no empeñarse en trazar paralelismos con la actualidad, por no remarcar lo obvio, por considerar al público con la suficiente inteligencia para extraer la conclusión que le parezca más oportuna, en definitiva, por una película a la vieja usanza que deja claro qué puede y debe seguir vigente a la hora de filmar y contar una historia, sobre todo si pertenece a la Historia.

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