martes, 19 de marzo de 2013

"UN PLAN PERFECTO": ¡MENOS LOBOS!


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Gambit DIRECCIÓN: Michael Hoffman GUIÓN: Ethan Coen, Joel Coen MÚSICA: Rolfe Kent FOTOGRAFÍA: Florian Ballhaus MONTAJE: Paul Tothill REPARTO: Colin Firth, Cameron Diaz, Alan Rickman, Tom Courtenay, Stanley Tucci, Cloris Leachman


   Siempre que se quiere señalar la falta de ideas u originalidad de Hollywood se recurre al asunto de los remakes, es decir, las nuevas versiones de títulos que dieron buen rédito, de clásicos incontestables, de géneros que se quieren reinventar, hay ejemplos de todos los tipos y para todos los gustos (dejaremos fuera las continuaciones, sagas, franquicias, series, ya que no es exactamente lo mismo, y prescindiremos de un análisis histórico porque excedería en mucho el objeto de este escrito, pero no conviene perder de vista que, sin recurrir a ello con tanta asiduidad como en los últimos tiempos, el cine se siempre se ha alimentado de sí mismo, es decir, que incluso Howard Hawks filmaba dos versiones de la misma película); resulta difícil una breve introducción al tema, puesto que cada proyecto tiene unos condicionantes, una gestación, unos antecedentes propios, aunque sí querríamos dejar claro que, hablando en general (con lo injusto que resulta), se habla de reverdecer laureles sirviendo al público actual las historias que triunfaron antes, de permitirle acceder y conocer películas que no buscaría en formato doméstico o por las que pasaría con rapidez si se las topase haciendo zapping. Es decir, que se desconfía de la herencia recibida, de lo que ya queda como historia imperecedera del arte, se puede llegar a renegar de obras maestras considerándolas antiguallas, menospreciando a los espectadores porque no se les considera preparados para apreciar las excelencias de lo que gustó a sus padres y abuelos (y más); los mandamases, los que tienen el dinero, deberían replantearse muchas de sus reflexiones (en realidad, deberían hacérselas), puesto que si fuese así no seguirían recurriendo a Shakespeare, a los autores del XIX, a Kerouac, a Scott Fitzgerald (si algo ha pasado de moda, si algo tiene ese sambenito, esa mala fama, no se va a revitalizar por mucho que lo rueden usando las ultimísimas innovaciones tecnológicas o a los actores más deseados), sea para volver a filmar algo ya rodado en su día o ampliando el conocimiento de la obra de un autor al que se considera una buena carta de presentación y no tendríamos que sufrir aberraciones como Psicosis (1998) –Gus Van Sant debió sentirse muy creativo mientras plagiaba todos los planos de Alfred Hitchcock-, ladrillazos intragables como Poseidón (2006) –Wolfgang Petersen decidió anegarnos en bostezos, en lugar de ahogarnos con el sufrimiento de sus personajes- o sufrimientos innecesarios (al menos para el espectador con memoria y con capacidad para mirar hacia atrás y hacia delante) como The Ladykillers (2004). Y aquí debemos detenernos, puesto que llegamos a lo que importa: los hermanos Coen.

   Esta película fue, precisamente, la primera que firmaron los dos como directores (hasta ese momento, sólo Joel aparecía como tal, figurnado Ethan como único productor y compartiendo ambos los créditos como guionistas), aunque desde su debut se habló de ellos como de un autor bicéfalo, sin distinguir las tareas que cada uno asumía o reconocía; aunque despertaron interés muy tempranamente, fue su tercer título, Muerte entre las flores (1990), el que les granjeó prestigio y aplauso generalizado y el que demostró que, siendo muy fieles a una estética, a una tradición, a una manera de hacer –la del cine negro en este caso-, eran capaces de aportar una visión propia, un nervio muy personal, una relectura apasionante con recompensa para el conocedor pero comprensible para el neófito, que no escondía sus referentes pero no se limitaba a tomar prestado. Tras ese logro, empezaron a cristalizar y depurar el estilo y el tono que les habían hecho populares con Sangre fácil (1984) y, especialmente, Arizona Baby (1987) -una comedia desenfrenada, disparatada, excesiva, rocambolesca, repleta de tipos estrambóticos, violenta, chusca, con una perfecta planificación dentro de su apariencia de mero divertimiento rodado entre amigos y como disfrute personal, con una estética descuidada pero sin dejar nada al azar (al menos en lo visual y/o estético)-, aunque cimentaron su mito y aureola de grandes autores con Barton Fink (1991), clásico ejemplo de filme elevado a los altares por aquellos que gustan de creerse más inteligentes y exquisitos que el resto de los mortales (y que obtuvo tres premios en Cannes, incluyendo la Palma de Oro, cuando luego hay jurados que se ponen cicateros para no reconocer las excelencias de determinadas películas. Fargo (1996), con la que consiguieron el Oscar al mejor guión, y sobre todo El gran Lebowski (1998) –infinitamente inferior a la anterior, limitándose a repetir los mejores hallazgos de aquella que se transformaron en chistes privados, imbuidos de complacencia propia con altas dosis de ombliguismo y un humor restringido a sus cofrades- fueron los cimientos definitivos de lo que puede definirse como “el estilo Coen” o, al menos, aquel que goza del beneplácito de muchos fieles, tanto entre la crítica como entre el público, aquel al que recurren una y otra vez cuando les falla la inspiración o el gusto por explorar otros territorios y que nos ha dado cintas tan cansinas e irritantes como Crueldad intolerable (2003) o Quemar después de leer (2008); podría afirmarse que los mejores Coen son aquellos que no pretenden demostrar nada, que no van de nada, y que son capaces de desaparecer en aras de una buena narración y de una película sin aspavientos –de ahí que su glorificación por parte de la Academia de Hollywood fuese con No es país para viejos (2007), modélica traslación a imágenes de la prosa lacónica, certera y raedora del gran Cormac McCarthy-. Y en medio de su producción, va notándose una querencia por regresar a películas de hace años, intentando no se sabe muy bien qué, ya que mejorar El quinteto de la muerte (1955) se antoja tarea imposible y no hay que remitirse de nuevo al despropósito que ellos filmaron con Tom Hanks al frente; con Valor de ley (2010) tuvieron más fortuna, aunque fue alabada en exceso, pero no resultaba demasiado complicado soltar los muchos lastres de la rodada por Henry Hathaway en 1969 –y que valió a John Wayne el Oscar que durante tantos años le negaron, menospreciándole incluso en las nominaciones-. Ahora, aunque sólo como guionistas, han decidido volver sus ojos hacia un título muy menor de los años 60 en el que compartían cabecera de cartel Shirley MacLaine y Michael Caine, conocido en España como Ladrona por amor (1966), para convertirlo en la enésima repetición de sus chanzas más burdas y gruesas.

   Un director tan anodino y al mismo tiempo grandilocuente como Michael Hoffman (consciente de sus limitaciones trata de superarlas inflando cada plano como si fuese trascendental, barroquizando y exagerando sin freno –y por eso estuvo a punto de cargarse la que a día de hoy es, y con mucho, su mejor película gracias al concurso de los intérpretes y el guión: La última estación (2009)-) se limita a ser un vulgar trasunto de los Coen detrás las cámaras, heredando todos sus vicios, sus gracietas visuales, el ritmo tomado de una narración sincopada, sólo preocupada de ir salpicando sin orden ni concierto los gags (o los así pensados, otra cosa es la reacción que obtienen), de subrayar y repetir lo más obvio, lo más básico, de recurrir a dobles sentidos burdos que ya eran cándidos cuando se inventaron, de utilizar sin recato ventosidades y demás escatologías, guasas que no hacen gracia ni a un niño de cinco años. Si a todo ello le sumamos que Cameron Diaz puede hacer todo su repertorio de muecas y gansadas con el que tan feliz es (resulta una lástima que ella misma no se considere mejor comedianta porque lo es o que no se valore más como actriz, porque a la vista están La boda de mi mejor amigo (1997) o Un domingo cualquiera (1999) para demostrarlo), que Alan Rickman saca el peor histrión que lleva dentro, que Tom Courtenay no tiene personaje o que Colin Firth –ese actor capaz de seguir resultando elegante sentado en un retrete al comienzo de Un hombre soltero (2009)- parece haber olvidado lo mucho que sabe sobre interpretación, poco más puede decirse del título más superfluo que encontramos en la cartelera actual, ya que podría ser capaz por sí solo de hundir las brillantes carreras de algunos de sus actores y, a juicio del que escribe, es otra muesca en el alma del espectador que comprueba cómo los Coen llevan demasiado tiempo viviendo de las rentas en lo que al género cómico se refiere.  

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