TÍTULO ORIGINAL: A Good Day to Die Hard
DIRECCIÓN: John Moore GUIÓN: Skip Woods (inspirado en los personajes creados por
Roderick Thorp) MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Jonathan Sela MONTAJE: Dan
Zimmerman REPARTO: Bruce Willis, Jai Courtney, Sebastian Koch, Mary Elizabeth
Winstead, Yuliya Snigir
En primer lugar, uno debe pedir disculpas por el chiste fácil que encabeza
esta crítica, sobre todo porque recurrir a calificar una película de “buena” o “mala”
es no decir nada sobre ella y pretender convertir en calificativo general lo
que es una apreciación muy personal, prescindiendo de una argumentación que
lleve al que nos escucha o lee a sacar una clara conclusión de cuál es nuestro
parecer; pero, como suele decirse, así se las ponían a Fernando VII, teniendo
en cuenta que estamos ante la quinta entrega de una saga que, tras un tiempo
adormecida, parece haber regresado con nuevos bríos, lo que hace temer que no
estamos ante el deseado último capítulo de la misma.
Cuando algunos marean la perdiz, se rompen la cabeza y desconciertan al
público intentando revitalizar o reinventar un género, olvidan lo fundamental,
es decir, el personaje principal, el protagonista, el que da sentido a la
historia. En el caso que nos ocupa, el cine de acción, poco se puede aportar en
las historias (aunque podría exigirse algo más que repetir esquemas o no
preocuparse de dar cierta continuidad o relación de causalidad entre unas
secuencias y otras) puesto que los parámetros que gustan y se esperan del mismo
están muy claro y, por otro lado, si ciertas convenciones están aceptadas sólo
alguien con verdadero talento puede cambiarlas o alterarlas y que se le reconozca
el esfuerzo; en lo tocante a lo visual, y con la continua experimentación e
innovación en el campo de los efectos, este tipo de filmes suelen constituir un
alarde de abracadabrantes movimientos de cámara, persecuciones larguísimas,
explosiones a diestro y siniestro y demás parafernalia que, por desgracia,
deviene la mayoría de las veces en un espectáculo vacuo, reiterativo, que agota
nuestras pupilas y capacidad de discernimiento, cortina de humo perfecta para
intentar camuflar fallos, carencias, trucos que saltan a la vista incluso del
menos experto en la materia (por fortuna, aún quedan sorpresas como la
excitante Misión imposible: Protocolo
fantasma (2011) con la secuencia más vertiginosa, en el sentido más literal
del término, rodada en los últimos años); por lo tanto, como decíamos antes y ha
demostrado –especialmente en lo literario- el género negro, detectivesco,
policiaco, difícil de englobar en una sola acepción, los aportes, la evolución,
han de venir a través del investigador: más allá de piruetas sorpresivas y
tramposas, de resoluciones con aristas, de planos finales que varíen la
conclusión primigenia o que directamente traicionen lo narrado, de golpes de
efecto más o menos afortunados que la mayoría de las veces suenan a vistos
cuando no son plagios descarados, lo que dota de nervio e interés a cada nuevo
título, lo que despierta la empatía del público, lo que da entidad a una serie,
lo que realmente permite que ésta puede crearse, es, perdón de nuevo por la
repetición, el personaje central.
De este modo, aprovechando el carisma y momento exitoso que vivía Burce
Willis gracias a la serie Luz de luna (1985-1989)
y a protagonizar dos películas del maestro Blake Edwards (muy alejadas de su
brillantez, pero conservando destellos y capacidad para arrasar en taquilla) –Cita a ciegas (1987) y Asesinato en Beverly Hills (1988)-, Jungla de cristal (1988) le convirtió en
John McClane, el policía que está en el lugar menos adecuado, donde no tendría
que estar, donde no se le espera, y que se convierte en héroe a su pesar,
actuando torpemente pero logrando una serie de carambolas que le llevan a
solucionar el conflicto planteado. Presentándose como parodia de las cintas con
las que triunfaban en esos años Silvester Stallone, Arnold Schwarzenegger o
Chuck Norris, el filme de John McTiernan se convirtió en el que recomendaban y
glosaban todos aquellos que renegaban de las películas de acción y su
recaudación iba subiendo como la espuma según sumaba adeptos, combinando los
seguidores de la serie antes citada con los fieles del género y con los que
encontraban en Jungla de cristal algo
diferente a las historias que protagonizaban héroes mucho más musculados y
hieráticos que Willis. No fue difícil vaticinar lo que sucedería poco después:
un segundo título con el mismo actor en el mismo rol y respetando la estructura
del primero (aunque sin la sorpresa ni espontaneidad del precedente)y un
tercero unos años después, alcanzando las cotas más bajas de lo que se
presentaba como una fórmula arterioesclerótica que, para colmo, ofrecía la
interpretación más nefasta del gran Jeremy Irons. Y cuando nadie lo esperaba,
doce años después, llegó La jungla 4.0 (2007)
para crear nuevos fans, para reverdecer laureles, para fatigar a los que habían
tenido suficiente con la prístina aparición de McClane, para tirar por tierra
los hallazgos originales, para engrosar la cuenta del estudio, para demostrar
que la resurrección había sido efectiva.
Y llegamos a La jungla: Un buen
día para morir en la que, una vez más, el personaje encarnado por Bruce
Willis (único acierto de la película, nos pongamos como nos pongamos: no tiene
sentido buscar un sustituto –en ese caso, mejor abandonar la saga, y bien que
lo agradecería más de uno-) ha de salvar del peligro a un miembro de su
familia; y, también como en tantos títulos anteriores, el meollo se basa en
cómo las relaciones familiares –rotas, olvidadas, nulas- se verán reforzadas
mientras padre e hijo huyen, disparan, saltan, culebrean y discuten. Jai
Courtney recibe el dudoso honor de compartir cabecera de cartel con la
estrella, más hierática y autómata (con el piloto automático) que nunca, y se
muestra incapaz de mostrar o traslucir la más mínima emoción, si bien es cierto
que tiene poco a lo que agarrarse más allá de su físico. Para colmo de males,
John Moore (un señor experto en remakes o en cintas que lo parecen, calcos de
otras a las que no llega ni a la altura del tobillo –El vuelo del Fénix (2004), La profecía (2006)-) vuelve a demostrar
su incompetencia para filmar con personalidad, con entrega, confiando todo a la
permanente pirotecnia que agota la paciencia del más pintado y eso que, por
fortuna, esta nueva jungla sólo dura
hora y media (lo que no es óbice para que se pose en el ánimo del espectador
como una mole que aplasta y agota). Pensar en la posibilidad de que las
aventuras de los McClane tenga continuidad hace recordar, por volver a las
frases hechas, aquello que decían las abuelas: “Siempre se puede caer más bajo”
(lo que no resulta insólito viniendo de Bruce Willis –sólo hay que repasar su
filmografía someramente-).
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