miércoles, 13 de marzo de 2013

"LA JUNGLA: UN BUEN DÍA PARA MORIR": HAY QUINTA MALA


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: A Good Day to Die Hard DIRECCIÓN: John Moore GUIÓN: Skip Woods (inspirado en los personajes creados por Roderick Thorp) MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Jonathan Sela MONTAJE: Dan Zimmerman REPARTO: Bruce Willis, Jai Courtney, Sebastian Koch, Mary Elizabeth Winstead, Yuliya Snigir


   En primer lugar, uno debe pedir disculpas por el chiste fácil que encabeza esta crítica, sobre todo porque recurrir a calificar una película de “buena” o “mala” es no decir nada sobre ella y pretender convertir en calificativo general lo que es una apreciación muy personal, prescindiendo de una argumentación que lleve al que nos escucha o lee a sacar una clara conclusión de cuál es nuestro parecer; pero, como suele decirse, así se las ponían a Fernando VII, teniendo en cuenta que estamos ante la quinta entrega de una saga que, tras un tiempo adormecida, parece haber regresado con nuevos bríos, lo que hace temer que no estamos ante el deseado último capítulo de la misma.

   Cuando algunos marean la perdiz, se rompen la cabeza y desconciertan al público intentando revitalizar o reinventar un género, olvidan lo fundamental, es decir, el personaje principal, el protagonista, el que da sentido a la historia. En el caso que nos ocupa, el cine de acción, poco se puede aportar en las historias (aunque podría exigirse algo más que repetir esquemas o no preocuparse de dar cierta continuidad o relación de causalidad entre unas secuencias y otras) puesto que los parámetros que gustan y se esperan del mismo están muy claro y, por otro lado, si ciertas convenciones están aceptadas sólo alguien con verdadero talento puede cambiarlas o alterarlas y que se le reconozca el esfuerzo; en lo tocante a lo visual, y con la continua experimentación e innovación en el campo de los efectos, este tipo de filmes suelen constituir un alarde de abracadabrantes movimientos de cámara, persecuciones larguísimas, explosiones a diestro y siniestro y demás parafernalia que, por desgracia, deviene la mayoría de las veces en un espectáculo vacuo, reiterativo, que agota nuestras pupilas y capacidad de discernimiento, cortina de humo perfecta para intentar camuflar fallos, carencias, trucos que saltan a la vista incluso del menos experto en la materia (por fortuna, aún quedan sorpresas como la excitante Misión imposible: Protocolo fantasma (2011) con la secuencia más vertiginosa, en el sentido más literal del término, rodada en los últimos años); por lo tanto, como decíamos antes y ha demostrado –especialmente en lo literario- el género negro, detectivesco, policiaco, difícil de englobar en una sola acepción, los aportes, la evolución, han de venir a través del investigador: más allá de piruetas sorpresivas y tramposas, de resoluciones con aristas, de planos finales que varíen la conclusión primigenia o que directamente traicionen lo narrado, de golpes de efecto más o menos afortunados que la mayoría de las veces suenan a vistos cuando no son plagios descarados, lo que dota de nervio e interés a cada nuevo título, lo que despierta la empatía del público, lo que da entidad a una serie, lo que realmente permite que ésta puede crearse, es, perdón de nuevo por la repetición, el personaje central.

   De este modo, aprovechando el carisma y momento exitoso que vivía Burce Willis gracias a la serie Luz de luna (1985-1989) y a protagonizar dos películas del maestro Blake Edwards (muy alejadas de su brillantez, pero conservando destellos y capacidad para arrasar en taquilla) –Cita a ciegas (1987) y Asesinato en Beverly Hills (1988)-, Jungla de cristal (1988) le convirtió en John McClane, el policía que está en el lugar menos adecuado, donde no tendría que estar, donde no se le espera, y que se convierte en héroe a su pesar, actuando torpemente pero logrando una serie de carambolas que le llevan a solucionar el conflicto planteado. Presentándose como parodia de las cintas con las que triunfaban en esos años Silvester Stallone, Arnold Schwarzenegger o Chuck Norris, el filme de John McTiernan se convirtió en el que recomendaban y glosaban todos aquellos que renegaban de las películas de acción y su recaudación iba subiendo como la espuma según sumaba adeptos, combinando los seguidores de la serie antes citada con los fieles del género y con los que encontraban en Jungla de cristal algo diferente a las historias que protagonizaban héroes mucho más musculados y hieráticos que Willis. No fue difícil vaticinar lo que sucedería poco después: un segundo título con el mismo actor en el mismo rol y respetando la estructura del primero (aunque sin la sorpresa ni espontaneidad del precedente)y un tercero unos años después, alcanzando las cotas más bajas de lo que se presentaba como una fórmula arterioesclerótica que, para colmo, ofrecía la interpretación más nefasta del gran Jeremy Irons. Y cuando nadie lo esperaba, doce años después, llegó La jungla 4.0 (2007) para crear nuevos fans, para reverdecer laureles, para fatigar a los que habían tenido suficiente con la prístina aparición de McClane, para tirar por tierra los hallazgos originales, para engrosar la cuenta del estudio, para demostrar que la resurrección había sido efectiva.

  Y llegamos a La jungla: Un buen día para morir en la que, una vez más, el personaje encarnado por Bruce Willis (único acierto de la película, nos pongamos como nos pongamos: no tiene sentido buscar un sustituto –en ese caso, mejor abandonar la saga, y bien que lo agradecería más de uno-) ha de salvar del peligro a un miembro de su familia; y, también como en tantos títulos anteriores, el meollo se basa en cómo las relaciones familiares –rotas, olvidadas, nulas- se verán reforzadas mientras padre e hijo huyen, disparan, saltan, culebrean y discuten. Jai Courtney recibe el dudoso honor de compartir cabecera de cartel con la estrella, más hierática y autómata (con el piloto automático) que nunca, y se muestra incapaz de mostrar o traslucir la más mínima emoción, si bien es cierto que tiene poco a lo que agarrarse más allá de su físico. Para colmo de males, John Moore (un señor experto en remakes o en cintas que lo parecen, calcos de otras a las que no llega ni a la altura del tobillo –El vuelo del Fénix  (2004), La profecía (2006)-) vuelve a demostrar su incompetencia para filmar con personalidad, con entrega, confiando todo a la permanente pirotecnia que agota la paciencia del más pintado y eso que, por fortuna, esta nueva jungla sólo dura hora y media (lo que no es óbice para que se pose en el ánimo del espectador como una mole que aplasta y agota). Pensar en la posibilidad de que las aventuras de los McClane tenga continuidad hace recordar, por volver a las frases hechas, aquello que decían las abuelas: “Siempre se puede caer más bajo” (lo que no resulta insólito viniendo de Bruce Willis –sólo hay que repasar su filmografía someramente-). 

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