La cita se va acercando, el tiempo, implacable como siempre, no da
cuartel, los títulos a comentar se acumulan y los Oscar se entregan en menos de
quince días; por lo tanto, para intentar trazar un panorama lo más amplio
posible, vamos a dedicar unas cuantas entradas a glosar lo positivo o negativo
que encontramos en los candidatos a los premios más golosos, a los que más se
destacan, a los que despiertan mayor interés (lo que no será óbice para que
algunos títulos tengan en su momento su crítica más extensa y personalizada –de
hecho, ahí está muy reciente la de Nebraska,
por ejemplo-), esos galardones presentados como “los importantes”. Comencemos,
por lo tanto, por los directores:
ALFONSO
CUARÓN POR GRAVITY:
Una de las experiencias más abracadabrantes y al mismo tiempo
emocionantes jamás contempladas en una pantalla, ganando por goleada tanto como
gran espectáculo como en el tramo corto, en lo íntimo, en lo pequeño,
combinando a la perfección la urdimbre que proporciona un género reconocible a
las primeras de cambio, con una estética muy particular, con una visión muy
particular del mismo, con una mirada propia, sólo es posible cuando sucede eso,
es decir, cuando un director con personalidad planifica hasta el más mínimo
detalle y consigue que el resultado sea gozoso, hipnótico, absorbente, sin
pretender demostrar lo listo que es, lo bien que filma, creando una coreografía
apabullante en la que todo sucede con la aparente facilidad, la estilización,
la exquisitez con la que se mueve un gran ballet. Alfonso Cuarón se gradúa con
todos los honores, creando un antes y un después, una página que ya queda
grabada en letras muy doradas y que hace historia, un precedente que muchos
querrán imitar y que pocos (o ninguno) alcanzarán: nunca la tercera dimensión
cobró tanto sentido dramático ni fue utilizada con tanta inteligencia y en
beneficio del producto final, como aporte no como tributo que pagar o elemento
molesto e incluso innecesario, pocas veces se oyó a una sala de cine contener
el aliento de esa forma, nunca una lágrima nos inundó el alma de esa manera. En
esta temporada, resulta complicado (por no decir imposible, en esa capacidad de
sorpresa reside gran parte de la magia del arte) alcanzar las cotas a las que
se encumbra Cuarón, quien no debería tener miedo a que en el sobre esté escrito
como ganador del Oscar otro nombre que no sea el suyo.
STEVE
MCQUEEN POR 12 AÑOS DE ESCLAVITUD:
Con una dirección de mimbres y tintes clásicos, muy alejada por fortuna
del manierismo que le otorgó fama y prestigio –aquella Shame (2011) de infausto recuerdo-, Steve McQueen da una vuelta de
tuerca al en tantas ocasiones manido tema de la esclavitud (en el sentido de lo
convencional de su tratamiento, en su obviedad plagiando lo ya hecho, en su
excesiva edulcoración, en su maniqueísmo burdo que oculta la crudeza, la triste
realidad, los porqués) y no da tregua al espectador con un tono seco, distante,
tan frío que congela la sangre en las venas, consiguiendo momentos
absolutamente terroríficos por su contención, por la naturalidad con que los
filma, por su manera de implicarse/-nos sin que lo parezca, por mantenerse
inmutable ante la tragedia, retratándola con toda su crudeza. Un prodigio de
equilibrio que trabaja por acumulación y entrega una lección de buen cine, del
que se queda dentro, del que escarba, del que acusa sin tapujos pero sin
necesitar grandilocuencias porque muestra hechos, del que no se olvida.
ALEXANDER
PAYNE POR NEBRASKA:
Un estilo desnudo, cercano al documental pero concebido éste como un
mero ejercicio de recoger lo grabado y exhibirlo (sin postproducción, montaje o
cualquier otro tipo de manipulación), la vida captada con toda su hondura, con
todas sus miserias, con las derrotas que van llenando el equipaje que cada uno
arrastra lo mejor que puede, con su capacidad para seguir adelante, con su paso
lento, con todo lo que va quedando atrás, en definitiva, una película que
vivifica, que reconcilia, que emociona con honestidad, con sencillez, con
sentido del humor. Alexander Payne desaparece detrás de la cámara (ese saber
hacer que sólo algunos clásicos poseen) pero se percibe su control, el modo en
que amasa con tiento y parsimonia el material entregado para conseguir ese
milagro tan complejo y al alcance de unos cuantos dotados de que la vida pase,
se asiente, exprese su verdad en la pantalla.
DAVID
O. RUSSELL POR LA GRAN ESTAFA AMERICANA:
El borrón dentro de esta candidatura (y de cualquiera –y son diez nada
menos- en que aparece este globo demasiado hinchado de aire que al explotar
sólo deja a su alrededor lo que contiene, es decir, el vacío), el niño mimado
de Hollywood, un director que busca su lugar imitando a otros a los que no
alcanza ni de lejos, aunque al menos, comparando con su candidatura del año
pasado, aquella de ese espantajo titulada El
lado bueno de las cosas (2012), en esta ocasión filma con algo más de
gracia, de tino, de visión cinematográfica. Veremos si la Academia le compensa
como guionista –aunque los libretos de Nebraska
y Her deberían ser los únicos que
se disputasen ese galardón y pudiera decirse que el segundo, esa estupenda
historia trenzada por Spike Jonze, tiene todas las papeletas para llevarse el
gato al agua- o, por el momento, sigue siendo el eterno nominado, considerando
que con ese logro por cada filme que rueda ya tiene bastante, mientras que
ocupa el hueco que debiera ser para otros de mayor talento (Jonze, sin ir más
lejos, o el Stephen Frears de Philomena).
En esta ocasión, demuestra su incapacidad para mover con agilidad una historia
desmesurada, poniendo todo el acento en los disfraces, en las caracterizaciones
de los actores, en su histrionismo sin tregua, en su permanente tono grotesco
(con excepción de la siempre maravillosa Amy Adams, aunque no pueda demostrar
todo su potencial).
MARTIN SCORSESE POR EL LOBO DE WALL STREET:
Precisamente es a este señor, a este maestro, a este genio, al que más
pretende acercarse Russell, al Scorsese desmadrado, incontenible, al de filmes
de largo metraje y aliento como Toro
salvaje (1980), Uno de los nuestros (1990),
Casino (1995) O El aviador (2004), al Scorsese de esta película por la que es
candidato, casi como si fuera un trasunto del personaje protagonista. Pero el
querido Martin no se limita a copiarse, siempre busca nuevos caminos, siempre
encuentra motivos para regocijar al espectador, demuestra que tiene su vena
creativa llena y que mantiene intacta su capacidad para narrar, puesto que
aunque El lobo de Wall Street adolece
de secuencias innecesarias, de entretenerse en nimiedades, de no haber sabido
sintetizar, su energía, su capacidad para hacer malabares con la cámara, su
precisión en cada plano, hace que el espectáculo continúe, que la historia
fluya, que el transatlántico no encalle y, aunque seamos conscientes de que le
sobran minutos, no despeguemos los ojos de la pantalla.
No hay comentarios:
Publicar un comentario