TÍTULO ORIGINAL: Nebraska
DIRECCIÓN: Alexander Payne GUIÓN: Bob Nelson MÚSICA: Mark Orton FOTOGRAFÍA:
Phedon Papamichael MONTAJE: Kevin Tent REPARTO: Bruce Dern, Will Forte, June
Squibb, Bob Odenkirk, Stacy Keach, Mary Louise Wilson
Se habla mucho sobre la manera en que la ficción refleja la vida, sea una
realidad propia o ajena; suele utilizarse como adjetivo positivo –“¡Qué
realista!”- cuando nos sentimos reflejados en lo que vemos, bien porque la
comedia más desaforada saca el estereotipo que todos llevamos dentro y
reconocemos comportamientos más o menos cotidianos (nuestros o de gente de
alrededor), bien porque se refleja sin ambages ni exageraciones, edulcoraciones
o maniqueísmos, sin maquillajes y sin subrayados o invenciones, un suceso
conocido o que alguien saca a la luz (piénsese, sin ir más lejos, en el
perverso matiz que la estupenda 12 años
de esclavitud (2013) añade al infamante cuadro de una crueldad y amoralidad
que uno pensaría suficiente y abundantemente tratada). A la hora de alabar este
tipo de podríamos decir pinturas al fresco, tendemos a olvidar (benditamente
envenenados por el arte de narrar) que, en realidad, si se quisiera ser fiel al
día a día de cualquier persona (transformada en personaje), con el objeto de
ser absolutamente realista, de limitarse a trasladar lo que sucede a un papel o
una pantalla, no conseguiríamos un producto atractivo, interesante, inspirador,
antes al contrario seríamos presa del aburrimiento, lo repetitivo, lo mecánico,
lo anodino; incluso para reflejar el hastío existencial, el enclaustramiento
mental, el vacío anímico, la laxitud como forma de vida, autores como Mann,
Saramago, Hesse, fabularon, recrearon, trenzaron una historia, dibujaron una
personalidad, estudiaron un carácter (y sigue en cartel como ejemplo
cinematográfico próximo la muy interesante La
gran belleza (2013), con esos diletantes encantados de aburrirse mientras
se creen especiales). Pero en ocasiones un creador es capaz de desaparecer, de
mimetizarse con lo narrado, de camuflar toda la carpintería artística, y pudiera
decirse que su obra es sencillamente eso, es decir, un reflejo de la vida, que
se ha limitado a poner la cámara en determinados lugares y a ser testigo
fidedigno, a actuar como notario de lo que allí sucede y queda registrado; es
fácil olvidarse durante la proyección de Nebraska
de que se está viendo una película porque cada plano respira verdad (no
sólo verosimilitud, que es en realidad lo que aplaudimos en tantas ocasiones),
pudiera pensarse que estamos ante un documental en el que apenas ha intervenido
un montador, un director, que no ha necesitado de un guión para dotar de
comprensión a sus imágenes, que sencillamente alguien (la misma mano anónima
que la plantó allí) decidió un día apagar la cámara y pulsar el botón con la
palabra play para que todos
asistiésemos a una de las cintas más regocijantes y maravillosas de la
temporada.
Alexander Payne es un cineasta que escoge con cuidado sus trabajos (su
debut en el largometraje tuvo lugar en 1996 y desde entonces, a pesar de la
repercusión de sus trabajos y del prestigio acumulado, sólo ha dirigido otros
cinco títulos), participando activamente en los guiones (de hecho, tiene dos
Oscar por las adaptaciones llevadas a cabo en Entre copas (2004) y Los
descendientes (2011)), con predilección por la comedia o, al menos, por un
tono amable y claramente comprensivo hacia personajes al límite, con tendencia
al patetismo o a sentirse/presentarse/resultar perdedores, por inyectar
esperanza donde parece imposible que pueda echar raíces, por alentar cualquier
esfuerzo para seguir adelante por muy cuesta arriba que pueda presentarse el
camino, por muchos obstáculos que los demás pongan, por mucho que uno mismo sea
el mayor boicoteador del proyecto o no tenga muy claro por qué se pone en
marcha (es paradigmático en este sentido el personaje de Jack Nicholson en la
fabulosa A propósito de Schmidt (2002));
punto y aparte merece la excelente comedia negra Election (1999), plena de ironía, sarcasmo y causticidad,
combinación muy medida de tonos para sorprender continuamente. Aunque no
empañaba sus muchos méritos, al guión de Entre
copas se le notaba su afán por trascender, su anhelo metafórico, sus
pretensiones, su trabazón, su andamiaje, mientras que el de Los descendientes no era capaz de, como
sí sucedía en aquélla, dejar al menos fluir la historia, tropezando continuamente
en su engolamiento, en su aparente ingenio, en su fatuidad, en su negación de sí
misma para ofrecerse como la superación de un género; por todo ello, para ver
hacia dónde encaminaba su carrera, se esperaba con cierta curiosidad por unos,
con expectación por otros y con estupor y desconfianza por el resto la siguiente
entrega de Payne, quien optó por un guión ajeno por primera vez para demostrar
que no ha perdido el brío, el acierto, la sencillez narrativa, la mirada de
gran cineasta que se echaba de menos en ese despropósito sobrevalorado que
protagonizó George Clooney.
No es una elección sorprendente, ya que el personaje interpretado por
Bruce Dern tiene muchos puntos en común con el Schmidt de Jack Nicholson y
también con el rol que asumía Paul Giamatti en Entre copas, aunque éste aporta una fe irredenta en su sueño, en el
premio que cree haber conseguido, manteniéndose más por decisión propia que por
verdadera incapacidad en una nebulosa en la que no siempre es consciente de lo
que sucede, instalándose cómodamente en la incomprensión de los comportamientos
de los demás, utilizando su desvalimiento en beneficio propio, manteniendo la
dignidad por mucho que otros (o él mismo) le hagan agachar la cerviz. La escritura
de Bob Nelson posee muchas capas y la cámara de Payne (gracias en parte a una
esplendorosa fotografía de Phedon Papamichael) las penetra con inteligencia y
mesura, dejando que los paisajes cuenten la realidad de esos personajes que
quedan retratados con una sola pincelada gracias a la sutileza con que están
dosificados los diálogos, los silencios, las miradas, consiguiendo que seamos
uno en más en esa reunión familiar, haciéndonos sentir otro viajero en el
interior del coche que lleva a los dos protagonistas hasta Nebraska: no puede
decirse más (ni mejor) de la forma en que el tiempo decidió detenerse en ese
lugar como cuando esas personas derrumban sus humanidades en sillones,
mecedoras o sillas contemplando la televisión como si mirasen el vacío, más
atentos a cuántas horas ha tardado alguien en llegar o a discutir las
diferencias entre un modelo de coche y otro. Es un absoluto deleite asistir al
modo en que los actores del filme no interpretan, se limitan a ser, como si no
fuesen profesionales (precisamente demostrándolo en su aparente desapego, en su
facilidad para transmitir), como si en realidad fuesen esas personas a las que
vemos en pantalla que han abierto amablemente su casa, que se han paseado por
la zona con el equipo que ha grabado esos instantes de vida; ese mimo, esa
sensibilidad tanto en lo escrito como en lo filmado, esa capacidad para contar
sin que se sienta, para dotar de contenido cada respiración, es especialmente
reseñable en las escenas de conjunto, con varios o muchos personajes, en las
que el espectador reconoce, escudriña, aprehende pequeños detalles que definen,
mínimos gestos que explican toda una existencia (inolvidable la mujer del
periódico local como ejemplo más acabado de minimalismo narrativo, de la manera
en que los ecos se agrandan en nuestro interior). Bruce Dern ofrece un recital,
precisamente en su ausencia de recursos, en su abandono a la hora de hablar y
moverse, en cómo se ajusta las costuras de un personaje que le viene como
anillo al dedo, en su despojamiento de cualquier artificio o tentación
grandilocuente; pero, a pesar de su muy merecido premio como actor en Cannes y
de su candidatura al Oscar (premio que debería ganar de no existir un señor
llamado Chiwetel Ejiofor), y en parte gracias a su generosidad como intérprete,
Dern topa con dos rivales de altura a la hora de adueñarse de la película y
poco puede hacer ante la contundencia, grandeza y sabiduría (no porque él no
las tenga, sino por cómo las aprovechan para lograr la atención del público) de
Will Forte y June Squibb. El primero es uno de los varios perjudicados en las
nominaciones de este año, un cómico muy conocido en el disparate, quien tal vez
es pagado con la incomprensión precisamente por ello: con un personaje muy
desagradecido, es tan sólo una sombra, un apoyo, ese al que no se presta
atención porque el que importa es el protagonista, Forte se impone por la
humanidad que destila, por el triste encanto que despliega, por el
desconocimiento de sí mismo y de sus posibilidades, por cómo se ha anulado para
vivir como a otros les conviene para brillar ellos; una mirada de orgullo hacia
su padre, un gesto cómplice con su hermano para vengar el honor familiar, una
media sonrisa hacia su madre, son auténticas lecciones en el rostro del que se
revela como enorme actor.
Lo de June Squibb merece párrafo propio: veterana actriz con una carrera
forjada en Broadway, amiga íntima de la no menos grande Margo Martindale (quien
hubiese merecido ser candidata al Oscar por Agosto
(2013), antes que Julia Roberts), fue ésta la que le advirtió sobre el guión,
tras haberlo leído y considerado pero resultar demasiado joven para el rol.
Squibb, quien ya había trabajado con Payne en A propósito de Schmidt (una breve aparición, puesto que era la
mujer del protagonista, cuya muerte propicia toda la historia posterior),
venció las reticencias del director y se apoderó del personaje, convirtiéndose
en una roba escenas desde su total asunción de esta mujer que se impone por
derecho propio, porque la vida que tanto la ha maltratado así se lo consiente
ahora, una mujer con un fino sentido del humor que viene para cobrar cualquier
tipo de cuenta pendiente, escéptica como pocas, quien no necesita alterarse
para decir verdades como puños, colocando cada frase con maestría, diciendo las
palabras justas, dosificando la ternura, conmoviendo con un mero movimiento de
manos, con una mirada empañada de nostalgia, de amor, de lo que se perdió, de
lo que no volverá, con un regocijo ante lo que para muchos podría ser una victoria
pírrica o tardía pero que ella vive como el triunfo más absoluto; son múltiples
e inacabables los muchos momentos que regala y que se graban para siempre en la
memoria del espectador, del mismo modo que lo hace todo el filme, un prodigio
de equilibrio, de síntesis, de economía narrativa, de profundidad, de estudio
del ser humano, de apabullante sencillez, en definitiva, una lección
cinematográfica, una lección de vida.
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