domingo, 16 de febrero de 2014

"NEBRASKA": ASÍ ES LA VIDA (Y ASÍ NOS LA HAN CONTADO)




TÍTULO ORIGINAL: Nebraska DIRECCIÓN: Alexander Payne GUIÓN: Bob Nelson MÚSICA: Mark Orton FOTOGRAFÍA: Phedon Papamichael MONTAJE: Kevin Tent REPARTO: Bruce Dern, Will Forte, June Squibb, Bob Odenkirk, Stacy Keach, Mary Louise Wilson

   Se habla mucho sobre la manera en que la ficción refleja la vida, sea una realidad propia o ajena; suele utilizarse como adjetivo positivo –“¡Qué realista!”- cuando nos sentimos reflejados en lo que vemos, bien porque la comedia más desaforada saca el estereotipo que todos llevamos dentro y reconocemos comportamientos más o menos cotidianos (nuestros o de gente de alrededor), bien porque se refleja sin ambages ni exageraciones, edulcoraciones o maniqueísmos, sin maquillajes y sin subrayados o invenciones, un suceso conocido o que alguien saca a la luz (piénsese, sin ir más lejos, en el perverso matiz que la estupenda 12 años de esclavitud (2013) añade al infamante cuadro de una crueldad y amoralidad que uno pensaría suficiente y abundantemente tratada). A la hora de alabar este tipo de podríamos decir pinturas al fresco, tendemos a olvidar (benditamente envenenados por el arte de narrar) que, en realidad, si se quisiera ser fiel al día a día de cualquier persona (transformada en personaje), con el objeto de ser absolutamente realista, de limitarse a trasladar lo que sucede a un papel o una pantalla, no conseguiríamos un producto atractivo, interesante, inspirador, antes al contrario seríamos presa del aburrimiento, lo repetitivo, lo mecánico, lo anodino; incluso para reflejar el hastío existencial, el enclaustramiento mental, el vacío anímico, la laxitud como forma de vida, autores como Mann, Saramago, Hesse, fabularon, recrearon, trenzaron una historia, dibujaron una personalidad, estudiaron un carácter (y sigue en cartel como ejemplo cinematográfico próximo la muy interesante La gran belleza (2013), con esos diletantes encantados de aburrirse mientras se creen especiales). Pero en ocasiones un creador es capaz de desaparecer, de mimetizarse con lo narrado, de camuflar toda la carpintería artística, y pudiera decirse que su obra es sencillamente eso, es decir, un reflejo de la vida, que se ha limitado a poner la cámara en determinados lugares y a ser testigo fidedigno, a actuar como notario de lo que allí sucede y queda registrado; es fácil olvidarse durante la proyección de Nebraska de que se está viendo una película porque cada plano respira verdad (no sólo verosimilitud, que es en realidad lo que aplaudimos en tantas ocasiones), pudiera pensarse que estamos ante un documental en el que apenas ha intervenido un montador, un director, que no ha necesitado de un guión para dotar de comprensión a sus imágenes, que sencillamente alguien (la misma mano anónima que la plantó allí) decidió un día apagar la cámara y pulsar el botón con la palabra play para que todos asistiésemos a una de las cintas más regocijantes y maravillosas de la temporada.
   Alexander Payne es un cineasta que escoge con cuidado sus trabajos (su debut en el largometraje tuvo lugar en 1996 y desde entonces, a pesar de la repercusión de sus trabajos y del prestigio acumulado, sólo ha dirigido otros cinco títulos), participando activamente en los guiones (de hecho, tiene dos Oscar por las adaptaciones llevadas a cabo en Entre copas (2004) y Los descendientes (2011)), con predilección por la comedia o, al menos, por un tono amable y claramente comprensivo hacia personajes al límite, con tendencia al patetismo o a sentirse/presentarse/resultar perdedores, por inyectar esperanza donde parece imposible que pueda echar raíces, por alentar cualquier esfuerzo para seguir adelante por muy cuesta arriba que pueda presentarse el camino, por muchos obstáculos que los demás pongan, por mucho que uno mismo sea el mayor boicoteador del proyecto o no tenga muy claro por qué se pone en marcha (es paradigmático en este sentido el personaje de Jack Nicholson en la fabulosa A propósito de Schmidt (2002)); punto y aparte merece la excelente comedia negra Election (1999), plena de ironía, sarcasmo y causticidad, combinación muy medida de tonos para sorprender continuamente. Aunque no empañaba sus muchos méritos, al guión de Entre copas se le notaba su afán por trascender, su anhelo metafórico, sus pretensiones, su trabazón, su andamiaje, mientras que el de Los descendientes no era capaz de, como sí sucedía en aquélla, dejar al menos fluir la historia, tropezando continuamente en su engolamiento, en su aparente ingenio, en su fatuidad, en su negación de sí misma para ofrecerse como la superación de un género; por todo ello, para ver hacia dónde encaminaba su carrera, se esperaba con cierta curiosidad por unos, con expectación por otros y con estupor y desconfianza por el resto la siguiente entrega de Payne, quien optó por un guión ajeno por primera vez para demostrar que no ha perdido el brío, el acierto, la sencillez narrativa, la mirada de gran cineasta que se echaba de menos en ese despropósito sobrevalorado que protagonizó George Clooney.
   No es una elección sorprendente, ya que el personaje interpretado por Bruce Dern tiene muchos puntos en común con el Schmidt de Jack Nicholson y también con el rol que asumía Paul Giamatti en Entre copas, aunque éste aporta una fe irredenta en su sueño, en el premio que cree haber conseguido, manteniéndose más por decisión propia que por verdadera incapacidad en una nebulosa en la que no siempre es consciente de lo que sucede, instalándose cómodamente en la incomprensión de los comportamientos de los demás, utilizando su desvalimiento en beneficio propio, manteniendo la dignidad por mucho que otros (o él mismo) le hagan agachar la cerviz. La escritura de Bob Nelson posee muchas capas y la cámara de Payne (gracias en parte a una esplendorosa fotografía de Phedon Papamichael) las penetra con inteligencia y mesura, dejando que los paisajes cuenten la realidad de esos personajes que quedan retratados con una sola pincelada gracias a la sutileza con que están dosificados los diálogos, los silencios, las miradas, consiguiendo que seamos uno en más en esa reunión familiar, haciéndonos sentir otro viajero en el interior del coche que lleva a los dos protagonistas hasta Nebraska: no puede decirse más (ni mejor) de la forma en que el tiempo decidió detenerse en ese lugar como cuando esas personas derrumban sus humanidades en sillones, mecedoras o sillas contemplando la televisión como si mirasen el vacío, más atentos a cuántas horas ha tardado alguien en llegar o a discutir las diferencias entre un modelo de coche y otro. Es un absoluto deleite asistir al modo en que los actores del filme no interpretan, se limitan a ser, como si no fuesen profesionales (precisamente demostrándolo en su aparente desapego, en su facilidad para transmitir), como si en realidad fuesen esas personas a las que vemos en pantalla que han abierto amablemente su casa, que se han paseado por la zona con el equipo que ha grabado esos instantes de vida; ese mimo, esa sensibilidad tanto en lo escrito como en lo filmado, esa capacidad para contar sin que se sienta, para dotar de contenido cada respiración, es especialmente reseñable en las escenas de conjunto, con varios o muchos personajes, en las que el espectador reconoce, escudriña, aprehende pequeños detalles que definen, mínimos gestos que explican toda una existencia (inolvidable la mujer del periódico local como ejemplo más acabado de minimalismo narrativo, de la manera en que los ecos se agrandan en nuestro interior). Bruce Dern ofrece un recital, precisamente en su ausencia de recursos, en su abandono a la hora de hablar y moverse, en cómo se ajusta las costuras de un personaje que le viene como anillo al dedo, en su despojamiento de cualquier artificio o tentación grandilocuente; pero, a pesar de su muy merecido premio como actor en Cannes y de su candidatura al Oscar (premio que debería ganar de no existir un señor llamado Chiwetel Ejiofor), y en parte gracias a su generosidad como intérprete, Dern topa con dos rivales de altura a la hora de adueñarse de la película y poco puede hacer ante la contundencia, grandeza y sabiduría (no porque él no las tenga, sino por cómo las aprovechan para lograr la atención del público) de Will Forte y June Squibb. El primero es uno de los varios perjudicados en las nominaciones de este año, un cómico muy conocido en el disparate, quien tal vez es pagado con la incomprensión precisamente por ello: con un personaje muy desagradecido, es tan sólo una sombra, un apoyo, ese al que no se presta atención porque el que importa es el protagonista, Forte se impone por la humanidad que destila, por el triste encanto que despliega, por el desconocimiento de sí mismo y de sus posibilidades, por cómo se ha anulado para vivir como a otros les conviene para brillar ellos; una mirada de orgullo hacia su padre, un gesto cómplice con su hermano para vengar el honor familiar, una media sonrisa hacia su madre, son auténticas lecciones en el rostro del que se revela como enorme actor.
   Lo de June Squibb merece párrafo propio: veterana actriz con una carrera forjada en Broadway, amiga íntima de la no menos grande Margo Martindale (quien hubiese merecido ser candidata al Oscar por Agosto (2013), antes que Julia Roberts), fue ésta la que le advirtió sobre el guión, tras haberlo leído y considerado pero resultar demasiado joven para el rol. Squibb, quien ya había trabajado con Payne en A propósito de Schmidt (una breve aparición, puesto que era la mujer del protagonista, cuya muerte propicia toda la historia posterior), venció las reticencias del director y se apoderó del personaje, convirtiéndose en una roba escenas desde su total asunción de esta mujer que se impone por derecho propio, porque la vida que tanto la ha maltratado así se lo consiente ahora, una mujer con un fino sentido del humor que viene para cobrar cualquier tipo de cuenta pendiente, escéptica como pocas, quien no necesita alterarse para decir verdades como puños, colocando cada frase con maestría, diciendo las palabras justas, dosificando la ternura, conmoviendo con un mero movimiento de manos, con una mirada empañada de nostalgia, de amor, de lo que se perdió, de lo que no volverá, con un regocijo ante lo que para muchos podría ser una victoria pírrica o tardía pero que ella vive como el triunfo más absoluto; son múltiples e inacabables los muchos momentos que regala y que se graban para siempre en la memoria del espectador, del mismo modo que lo hace todo el filme, un prodigio de equilibrio, de síntesis, de economía narrativa, de profundidad, de estudio del ser humano, de apabullante sencillez, en definitiva, una lección cinematográfica, una lección de vida.    

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