domingo, 9 de febrero de 2014

"ISMAEL": ¡CUIDADO CON LOS NIÑOS!









DIRECCIÓN: Marcelo Piñeyro GUIÓN: Verónica Fernández, Marcelo Figueras, Marcelo Piñeyro FOTOGRAFÍA: Xavi Giménez MONTAJE: Irene Blecua REPARTO: Mario Casas, Belén Rueda, Larsson Do Amaral, Ella Kweku, Juan Diego Botto, Mikel Iglesias

   Siempre se recuerda la advertencia del maestro Hitchcock de no rodar con niños ni con animales (también incluía en la enumeración a Charles Laughton por razones que desviarían el objeto de este texto), aunque él se la saltó más de una vez y, al margen de esa maravilla llamada Los pájaros (1963) y de algún otro ejemplo posible, no conviene olvidar uno de los episodios que dirigió para su siempre gratificante Alfred Hitchcock presenta (1955-1961), el escalofriante ¡Bang, estás muerto! (1961), en el que en apariencia inocente juego de un niño con una pistola que él cree de mentira se convierte en una ruleta rusa de imprevisible final; lo cierto es que conviene tener mucho cuidado con lo de colocar una historia sobre los hombros de un chaval porque a las primeras de cambio ésta se puede despeñar por el barranco de lo edulcorado, de lo infantilizado en exceso, de esa ñoñería con que muchos adultos hablan a los críos, como si no comprendiesen las cosas, como si no las fueran a entender nunca o cargar las tintas en huir de este extremo y llegar al contrario, es decir, a que no resulte creíble un jovencito que hable, piense, actúe de cierta manera. Sin embargo, han sido muchos los cineastas que han sabido acercarse con inteligencia, veracidad, honestidad y sensibilidad al mundo infantil, que han desarrollado guiones con enorme peso dramático o una comicidad tan desopilante como los razonamientos sencillos y certeros de esos pequeños observadores que aprehenden lo más insólito o ajeno con la facilidad de una esponja, y una enumeración sería demasiado prolija e innecesaria, porque en realidad queríamos llegar a otro punto, ese en el que surgen las dudas sobre premiar, aplaudir, encomiar a los jóvenes intérpretes, ya que suele afirmarse que se lo toman como parte de un juego, demostrando su capacidad para fabular, imaginar, pensarse otros, soñar, y se tiende a minusvalorar o no encontrar mérito, hay una resistencia a considerar actores a los muy pequeños, como si los demás no hubiesen sido novatos, debutantes, haya sucedido esto a la edad en que haya sucedido, parece que cuesta reconocer el talento natural, disfrazándolo de facilidad, espontaneidad, adecuación al personaje (lo cual, en sí mismo, ya es plausible en un actor tenga la edad que tenga); al igual que antes, podríamos hacer una lista muy abultada con niños a los que se consiente todas sus muecas, mal dirigidos, peor integrados en el conjunto y, de la misma manera, una columna paralela en la que destacar a todos aquellos que han dejado impresos sus valores, su capacidad cómica, su hondura dramática, su desparpajo puesto al servicio del guión, algunos para iniciar una carrera imparable, otros para continuar en el negocio pero no alcanzar jamás aquella altura, muchos para no superar el reto de crecer, de cambiar la voz, de alterar su físico, ciertos de ellos para no repetir la experiencia de ponerse delante de las cámaras, pero nadie puede negarles su hueco en la memoria de los espectadores y su derecho a ser llamados actores.
   Todo este exordio viene a cuento porque, tal vez intentando evitar determinadas comparaciones o no queriendo apreciar lo que puede haber de bueno en una interpretación infantil (o no soportado la competición), desde hace un par de ediciones los Goya decidieron poner una edad mínima para competir, para optar al galardón de mejor actor/actriz revelación, el mismo para el que, desde la primera ocasión en que lo entregaron, no tenían en cuenta sus propias bases, en las que se indicaba que estaba dirigido a aquellos/as que ofreciesen su primera interpretación (por otro lado, exigencia un tanto absurda ya que no es fácil destacar si debutas en un personaje episódico); no se sabe muy bien a quién le sobrevino esta picazón, pero si echamos una mirada a los premiados en estas categorías el porcentaje de, digámoslo así, tiernos infantes es mucho menor de lo que pudiera pensarse (o temerse por algunos) y nadie puede discutir la dignidad herida pero no abatida de Juan José Ballesta en El Bola (2000), el encanto de Ivana Baquero en El laberinto del fauno (2006), transformando su mirada para mirar la realidad y distinguirla/mezclarla con el mundo imaginario, o el dolor y la emoción que imprimían a sus roles Francesc Colomer y Marina Comas en Pa negre (2010) –por no hablar de clamorosos errores como fue el hecho de preferir a José Luis Torrijos por La soledad (2007) en lugar de a Roger Príncep por El orfanato (2007). Y, así, de este modo, llegamos a la edición que en unas horas entronizará a los considerados mejores de la (pobre) cosecha de 2013 en la que esas consideraciones, esas indicaciones o reglas que ahora sí se respetan (porque lo de la primera película, que sea un debut, lo seguimos ignorando), han impedido que el protagonista de Ismael, el actor que da vida al personaje que titula el filme, es decir, Larsson Do Amaral pueda ser candidato a un premio que merece mucho más que cualquiera de los nominados, a saber, Javier Pereira por Stockholm (2013) –casi con toda seguridad el ganador, a pesar de tener el mismo gesto y esa perenne sonrisilla en todas sus películas-, Hovik Keuchkerian por Alacrán enamorado (2013) –borrado de la mente de uno, como todo lo relacionado con una cinta olvidable-, Berto Romero por Tres bodas de más (2013) –mejor pasar página- y Patrick Criado por La gran familia española (2013) –el único que merece distinción de ese reparto, el que sería triunfador más justo aunque tampoco haya que tirar cohetes-.
   Y lo cierto es que Larsson no lo tiene fácil porque Marcelo Piñeyro sigue demostrando el mismo envaramiento, el mismo anquilosamiento, el mismo esquematismo de que adolecieron sus últimos títulos, especialmente El método (2005), adaptación ramplona y sin fuelle de la estupenda obra de Jordi Galceran, sorprendente y un tanto incomprensible involución de un cineasta que supo imprimir fuerza a cada fotograma de Plata quemada (2000) y, muy especialmente, que supo plasmar con un verismo escalofriante y claustrofóbico los primeros momentos de la dictadura que asolaría Argentina desde 1976 hasta 1983, mezclando el desconocimiento y angustia de los adultos que no sabían qué estaba pasando con la obligada y temprana madurez de un niño que aun desconociendo el significado debe ampliar su vocabulario con términos extraños y debe buscar en su interior sentimientos para los que no posee referentes. Ismael presenta estereotipos, personajes con apenas dos trazos, recurre sin rubor a tópicos y lugares comunes para que el espectador pueda sentirse identificado, interpelado, y el ritmo se hace moroso, sin fuelle, coadyuvado por una fotografía demasiado perfecta en el sentido de que parece irreal, como retocada, como embellecida y por un sonido en el que los diálogos resultan huecos, con eco incluso en exteriores o en el interior de un coche, como si hubiesen sido doblados en estudio. Es en este sentido como destaca la naturalidad de Larsson Do Amaral, un chaval que quiere respuestas porque tiene derecho a ellas y que apabulla a los adultos con su capacidad para analizar los hechos sin dramas ni reproches, sólo queriendo comprender y saber; junto a él, Juan Diego Botto aporta aire fresco, es el único que dice sus frases (en general, como las del resto, sacadas de uno de esos libros de autoayuda sonrojantes y éxitos de ventas) imprimiéndoles verdad, impregnándolas de emociones, provocando que el espectador se pregunte cómo reaccionaría él en una situación parecida, permitiendo constatar la solidez alcanzada por el actor, la misma que ya quedó clara en aquel despropósito llamado Todo lo que tú quieras (2010) en el que tan sólo su dignidad, su empaque, su manera de interpretar, quedaban fuera del ridículo en que Achero Mañas sumía el resto. También es justo destacar la frescura de Mikel Iglesias, su acierto a la hora de colocar cada frase, una manera de actuar sin que lo parezca, en el extremo contrario de una Belén Rueda que no encuentra su sitio en un rol pensado para Victoria Abril al que rehacer, maquillar, adecuar a ella ha hecho perder entidad y sentido y un Mario Casas que, conforme con haber encontrado una forma de hablar que camufla en gran parte su mala dicción, habla mecánicamente, sin tonos, monocorde, desperdiciando las posibilidades de su personaje, dejándolo todo al hecho de caminar con la ayuda de un bastón; Sergi López vuelve a hacer de sí mismo, resultando previsible antes de que hable, antes de que actúe, antes casi de que aparezca, teniendo para colmo que lidiar con alguna de las escenas más ridículas e innecesarias que ofrece la película.
   Si uno piensa en lo que el creador de Kamchatka podría haber hecho con el mismo material en aquel momento de esplendor, apenas puede dar crédito a lo que ve en pantalla; es mérito de algunos de sus intérpretes, como queda señalado, que el sin duda excesivo metraje pese un poco menos y proporcione algunos destellos de interés. Confiemos en que Marcelo Piñeyro salga pronto del pozo en que parece sumido y en que, a pesar de que el Goya ha servido para poco en otros casos y la revelación quedo en poco más que eso, Larsson Do Amaral pueda encontrar un vehículo que le merezca más o en el que, al menos, podamos comprobar si tiene más recorrido o es tan sólo Ismael (por el momento, también está en Aquel no era yo, su carta de presentación, el cortometraje de Esteban Crespo que, tras ganar un Goya, opta a un Oscar el próximo 2 de marzo).

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