DIRECCIÓN: Marcelo Piñeyro GUIÓN:
Verónica Fernández, Marcelo Figueras, Marcelo Piñeyro FOTOGRAFÍA: Xavi Giménez
MONTAJE: Irene Blecua REPARTO: Mario Casas, Belén Rueda, Larsson Do Amaral, Ella
Kweku, Juan Diego Botto, Mikel Iglesias
Siempre se recuerda la advertencia del maestro Hitchcock de no rodar con
niños ni con animales (también incluía en la enumeración a Charles Laughton por
razones que desviarían el objeto de este texto), aunque él se la saltó más de
una vez y, al margen de esa maravilla llamada Los pájaros (1963) y de algún otro ejemplo posible, no conviene
olvidar uno de los episodios que dirigió para su siempre gratificante Alfred Hitchcock presenta (1955-1961),
el escalofriante ¡Bang, estás muerto! (1961),
en el que en apariencia inocente juego de un niño con una pistola que él cree
de mentira se convierte en una ruleta rusa de imprevisible final; lo cierto es
que conviene tener mucho cuidado con lo de colocar una historia sobre los
hombros de un chaval porque a las primeras de cambio ésta se puede despeñar por
el barranco de lo edulcorado, de lo infantilizado en exceso, de esa ñoñería con
que muchos adultos hablan a los críos, como si no comprendiesen las cosas, como
si no las fueran a entender nunca o cargar las tintas en huir de este extremo y
llegar al contrario, es decir, a que no resulte creíble un jovencito que hable,
piense, actúe de cierta manera. Sin embargo, han sido muchos los cineastas que
han sabido acercarse con inteligencia, veracidad, honestidad y sensibilidad al
mundo infantil, que han desarrollado guiones con enorme peso dramático o una
comicidad tan desopilante como los razonamientos sencillos y certeros de esos
pequeños observadores que aprehenden lo más insólito o ajeno con la facilidad
de una esponja, y una enumeración sería demasiado prolija e innecesaria, porque
en realidad queríamos llegar a otro punto, ese en el que surgen las dudas sobre
premiar, aplaudir, encomiar a los jóvenes intérpretes, ya que suele afirmarse
que se lo toman como parte de un juego, demostrando su capacidad para fabular,
imaginar, pensarse otros, soñar, y se tiende a minusvalorar o no encontrar
mérito, hay una resistencia a considerar actores a los muy pequeños, como si
los demás no hubiesen sido novatos, debutantes, haya sucedido esto a la edad en
que haya sucedido, parece que cuesta reconocer el talento natural,
disfrazándolo de facilidad, espontaneidad, adecuación al personaje (lo cual, en
sí mismo, ya es plausible en un actor tenga la edad que tenga); al igual que
antes, podríamos hacer una lista muy abultada con niños a los que se consiente
todas sus muecas, mal dirigidos, peor integrados en el conjunto y, de la misma
manera, una columna paralela en la que destacar a todos aquellos que han dejado
impresos sus valores, su capacidad cómica, su hondura dramática, su desparpajo
puesto al servicio del guión, algunos para iniciar una carrera imparable, otros
para continuar en el negocio pero no alcanzar jamás aquella altura, muchos para
no superar el reto de crecer, de cambiar la voz, de alterar su físico, ciertos
de ellos para no repetir la experiencia de ponerse delante de las cámaras, pero
nadie puede negarles su hueco en la memoria de los espectadores y su derecho a
ser llamados actores.
Todo este exordio viene a cuento porque, tal vez intentando evitar
determinadas comparaciones o no queriendo apreciar lo que puede haber de bueno
en una interpretación infantil (o no soportado la competición), desde hace un
par de ediciones los Goya decidieron poner una edad mínima para competir, para
optar al galardón de mejor actor/actriz revelación, el mismo para el que, desde
la primera ocasión en que lo entregaron, no tenían en cuenta sus propias bases,
en las que se indicaba que estaba dirigido a aquellos/as que ofreciesen su
primera interpretación (por otro lado, exigencia un tanto absurda ya que no es
fácil destacar si debutas en un personaje episódico); no se sabe muy bien a
quién le sobrevino esta picazón, pero si echamos una mirada a los premiados en
estas categorías el porcentaje de, digámoslo así, tiernos infantes es mucho
menor de lo que pudiera pensarse (o temerse por algunos) y nadie puede discutir
la dignidad herida pero no abatida de Juan José Ballesta en El Bola (2000), el encanto de Ivana
Baquero en El laberinto del fauno (2006),
transformando su mirada para mirar la realidad y distinguirla/mezclarla con el
mundo imaginario, o el dolor y la emoción que imprimían a sus roles Francesc
Colomer y Marina Comas en Pa negre (2010)
–por no hablar de clamorosos errores como fue el hecho de preferir a José Luis
Torrijos por La soledad (2007) en
lugar de a Roger Príncep por El orfanato (2007).
Y, así, de este modo, llegamos a la edición que en unas horas entronizará a los
considerados mejores de la (pobre) cosecha de 2013 en la que esas
consideraciones, esas indicaciones o reglas que ahora sí se respetan (porque lo
de la primera película, que sea un debut, lo seguimos ignorando), han impedido
que el protagonista de Ismael, el actor que da vida al personaje que titula el
filme, es decir, Larsson Do Amaral pueda ser candidato a un premio que merece
mucho más que cualquiera de los nominados, a saber, Javier Pereira por Stockholm (2013) –casi con toda
seguridad el ganador, a pesar de tener el mismo gesto y esa perenne sonrisilla
en todas sus películas-, Hovik Keuchkerian por Alacrán enamorado (2013) –borrado de la mente de uno, como todo lo
relacionado con una cinta olvidable-, Berto Romero por Tres bodas de más (2013) –mejor pasar página- y Patrick Criado por La gran familia española (2013) –el único
que merece distinción de ese reparto, el que sería triunfador más justo aunque
tampoco haya que tirar cohetes-.
Y lo cierto es que Larsson no lo tiene fácil porque Marcelo Piñeyro
sigue demostrando el mismo envaramiento, el mismo anquilosamiento, el mismo
esquematismo de que adolecieron sus últimos títulos, especialmente El método (2005), adaptación ramplona y
sin fuelle de la estupenda obra de Jordi Galceran, sorprendente y un tanto
incomprensible involución de un cineasta que supo imprimir fuerza a cada
fotograma de Plata quemada (2000) y,
muy especialmente, que supo plasmar con un verismo escalofriante y
claustrofóbico los primeros momentos de la dictadura que asolaría Argentina
desde 1976 hasta 1983, mezclando el desconocimiento y angustia de los adultos
que no sabían qué estaba pasando con la obligada y temprana madurez de un niño
que aun desconociendo el significado debe ampliar su vocabulario con términos
extraños y debe buscar en su interior sentimientos para los que no posee
referentes. Ismael presenta
estereotipos, personajes con apenas dos trazos, recurre sin rubor a tópicos y
lugares comunes para que el espectador pueda sentirse identificado, interpelado,
y el ritmo se hace moroso, sin fuelle, coadyuvado por una fotografía demasiado
perfecta en el sentido de que parece irreal, como retocada, como embellecida y
por un sonido en el que los diálogos resultan huecos, con eco incluso en
exteriores o en el interior de un coche, como si hubiesen sido doblados en
estudio. Es en este sentido como destaca la naturalidad de Larsson Do Amaral,
un chaval que quiere respuestas porque tiene derecho a ellas y que apabulla a
los adultos con su capacidad para analizar los hechos sin dramas ni reproches,
sólo queriendo comprender y saber; junto a él, Juan Diego Botto aporta aire
fresco, es el único que dice sus frases (en general, como las del resto,
sacadas de uno de esos libros de autoayuda sonrojantes y éxitos de ventas)
imprimiéndoles verdad, impregnándolas de emociones, provocando que el
espectador se pregunte cómo reaccionaría él en una situación parecida, permitiendo
constatar la solidez alcanzada por el actor, la misma que ya quedó clara en
aquel despropósito llamado Todo lo que tú
quieras (2010) en el que tan sólo su dignidad, su empaque, su manera de
interpretar, quedaban fuera del ridículo en que Achero Mañas sumía el resto. También
es justo destacar la frescura de Mikel Iglesias, su acierto a la hora de
colocar cada frase, una manera de actuar sin que lo parezca, en el extremo
contrario de una Belén Rueda que no encuentra su sitio en un rol pensado para
Victoria Abril al que rehacer, maquillar, adecuar a ella ha hecho perder
entidad y sentido y un Mario Casas que, conforme con haber encontrado una forma
de hablar que camufla en gran parte su mala dicción, habla mecánicamente, sin
tonos, monocorde, desperdiciando las posibilidades de su personaje, dejándolo todo al hecho de caminar con la ayuda de un bastón; Sergi López
vuelve a hacer de sí mismo, resultando previsible antes de que hable, antes de
que actúe, antes casi de que aparezca, teniendo para colmo que lidiar con
alguna de las escenas más ridículas e innecesarias que ofrece la película.
Si uno piensa en lo que el creador de Kamchatka podría haber hecho con el mismo material en aquel momento
de esplendor, apenas puede dar crédito a lo que ve en pantalla; es mérito de
algunos de sus intérpretes, como queda señalado, que el sin duda excesivo
metraje pese un poco menos y proporcione algunos destellos de interés. Confiemos
en que Marcelo Piñeyro salga pronto del pozo en que parece sumido y en que, a
pesar de que el Goya ha servido para poco en otros casos y la revelación quedo
en poco más que eso, Larsson Do Amaral pueda encontrar un vehículo que le
merezca más o en el que, al menos, podamos comprobar si tiene más recorrido o
es tan sólo Ismael (por el momento, también está en Aquel no era yo, su carta de presentación, el cortometraje de Esteban Crespo que, tras ganar un Goya, opta a un Oscar el próximo 2 de marzo).
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