lunes, 10 de febrero de 2014

GOYAS 2013: FUENTE SIN AGUA







   Pensaba que hoy andaría mejor de la gripe, pero resulta que no; confié en un supuesto bálsamo de Fierabrás y me topé con la peor purga de Benito, aunque en realidad ni siquiera noté sus efectos perniciosos, ya estoy inmunizado, aunque el mal sabor de boca es inevitable. Uno, que sigue siendo ingenuo para muchas cosas, creía que anoche sudaría con profusión y sin poder evitarlo -y así eliminaría toxinas y virus-, porque me reiría hasta desencajarme, aplaudiría con fervor, se me dispararían los niveles de adrenalina ante la emoción de asistir a un espectáculo que te agrada, y como mucho sentí un tenue rubor cubrir mis mejillas (no era la fiebre, por fortuna) en algunos momentos, aunque ya ni siquiera me asalta la vergüenza ajena, la propia, de que al lado de muchos de los que pisaron el escenario aparecerá la palabra “español” para identificarlos (total, menos a cuatro, nadie los conoce fuera de aquí y los que son identificados, por suerte para ellos, no lo son por la gala de los Goya). Lo peor es la sensación de hastío, de día de la marmota, de eterno retorno, de volver cada año a lo mismo; ¿la prueba? Que, con ligeros retoques (premiados y películas), podría publicar mi entrada de hace casi un año y, entre que no tengo muy buen día y que lo contemplado anoche me ha sumido en el desaliento, por mucho que algunos piensen lo contrario (que me regodeo e incluso deseo que todo salga mal para sacar la zapatilla a airearse) y otros me cataloguen (como a cualquiera que lo critica) de amigo de Federico (Jiménez Losantos, por supuesto –y, mira, no sería nada malo, ¿no?, al fin y al cabo eso lo espetan los mismos que gustan de que Alaska participe –o participase, que no tengo el dato preciso- en su programa), eso es precisamente lo que voy a hacer: recuperar aquellos párrafos que, prácticamente, pueden reproducirse íntegros aunque sean del año pasado (y lo peor es que me temo que podré entrar en este bucle durante muchas ediciones); por lo tanto, cuando vean comillas ya saben que me estoy plagiando y, por lo demás, iré rapidito que tampoco tengo humor para perder demasiado el tiempo (ya lo hice frente al televisor).
   Empezaremos, pues, por lo diferente, por la mayor decepción de la noche, o sea, el presentador: sinceramente, esperaba mucha más chispa de Manel Fuentes, mayor presencia e implicación (exceptuando los cansinos vídeos en que era un intruso en las cintas que competían por el máximo galardón, ¿cuánto tiempo estuvo en pantalla? ¿A cuántos minutos se redujo su participación?), mayor gracejo, una muestra, por lo menos un atisbo, de su rapidez verbal, sentido del ritmo, manejo del directo. Lo único que es de agradecer es que no se enredase demasiado en la ausencia del ministro de Cultura, eje vertebrador de los discursos de gran parte de los entregadores y de muchos de los ganadores, reivindicativos a destiempo, viviendo permanentemente enfrentados, enfadados, aupados a su propio pedestal (actitud que el toro bravo que Wert afirma ser les pone en bandeja y propicia al crecerse con el castigo y echar leña al fuego), viendo la vida bajo el prisma de la dicotomía y la separación por bandos, sólo consensuando con los suyos, con los de siempre, cayendo en lo que se supone denuncian (no hay más que ver cómo, de repente, Daniel Sánchez Arévalo, a pesar de haber hecho uno de los pocos títulos que han logrado espectadores para el cine patrio, es arrinconado o cómo la película más galardonada de la ceremonia, Las brujas de Zugarramurdi, otra que tal baila en lo relativo a la taquilla, no competía por los premios más destacados, debe ser que Álex de la Iglesia –que no es santo de mi devoción- aún tiene mucho que penar por su gestión –algo hay que llamarlo- al frente de la Academia). Ya que, para mal, aunque luego se les va la vida en hablar con displicencia y por encima del hombro, tanto miran lo que pasa en Hollywood, deberían caer en la cuenta de que allí no hay ministros ni secretarios de estado ni nadie por el estilo –como mucho, la primera dama entrega un Oscar y ese gesto en sí mismo despierta muchas suspicacias-, porque los invitados, los involucrados, los presentes son la gente del cine, los que se la juegan día a día, los que creen en el concepto/sentido de industria, los que demuestran su valor sin ayudas exógenas a la propia creación o recibidas de otros como ellos, o sea, empresarios que, obviamente, buscan beneficios en lo que, por mucho que a algunos les pique, sigue siendo el séptimo arte que llega desde un lugar que, con todo merecimiento, ha de ser considerado como la meca del cine (y aquí se reconoce lo justo a guerreros numantinos como los que sacan adelante La herida o Stockholm para rendirse ante un apellido de tronío con productora propia). Y el señor presidente de la Academia, Enrique González Macho, el mismo que se ve obligado a cerrar su empresa de producción y distribución, uno de los escasos baluartes del cine español (aunque en sus salas, en las que aún mantiene abiertas como en las que cerró, ya hace mucho tiempo que las grandes producciones, las que se supone no son para el público objetivo al que él se dirige, copan la programación, desterrando a títulos pequeños y supuestamente artísticos y/o elitistas), entona un discurso plañidero, pésimamente argumentado incluso en lo incontestable, aferrándose una vez más a la piratería como madre de todas las batallas perdidas (y resulta que uno tiene interés en ver determinada película que sólo dura una semana en cartel, que es candidata a premios, que piensa “bueno, la descargaré y así puedo juzgar, ya que no hay otra opción”, y se topa con la cruda realidad: la mayoría de las pirateadas, por eso lo son, están en lo más alto de las recaudaciones, son las que interesan a mucha gente).
   Jaime de Armiñán, a quien sólo por Mi querida señorita (1972) habría que rendir pleitesía –pero es que, además, por no salirnos de la gran pantalla, le debemos El nido (1980), Stico (1985) o El amor del capitán Brando (1974), hizo un discurso muy a lo Blake Edwards cuando alzó un Oscar honorífico, pero estuvo deliciosamente despistado (y sin duda muy emocionado), con ese punto de abuelete simpático que cuenta alguna batallita (es lo que siempre ha hecho de manera fantástica: narrar historias) y se llevó un Goya de Honor justo y necesario (y recordó a su gran amigo y cómplice José Luis Borau, cuyo nombre despertó un aplauso que, por cierto, un tal Antonio de la Torre tardó en secundar –y pudiera ser que lo hiciese al advertir que las cámaras apuntaban hacia la platea-). Y ya va resultando tristemente habitual que debamos aguantar la intervención de “Ernesto Sevilla, otro de esos llamados cómicos aureolados por el prestigio y la etiqueta de “humor inteligente”, (..) torpe (…) sobre el escenario, sin gracia ni garra, dando paso casi entre tartamudeos” a las gracietas de Raúl Arévalo, Carlos Areces o Julián López, este grupete de cómicos que repite el chiste o la ausencia del mismo hasta límites irritantes, salidos de museos Coconut, horas chanante y demás muchachadas. “Y para colmo se empeña(n) en cantar y bailar al más puro estilo “fiesta de fin de curso” (…) junto a unos cuantos que, como en el caso de” Secun de la Rosa, “ni siquiera se preocupan de dar bien alguna nota” o de saberse mínimamente la coreografía, momento en que fue clamorosa la torpe y nada ensayada realización, vistas las veces que las cámaras autónomas manchaban el plano pinchado.
   Sólo La herida me parece una película digna de recuerdo y encomio, pero al menos Vivir es fácil con los ojos cerrados es el mal menor para lo que podían haber premiado; y por mucho que no sea su mejor trabajo, duele que una vez más se ignore de esa manera a Gracia Querejeta quien supera a David Trueba con sus 15 años y un día en los dos apartados en los que éste fue premiado (especialmente en el de guión original pero, claro, la hija de Elías no siquiera era candidata). Por fin Javier Cámara, y por un papel que ya es legendario en su trayectoria, se lleva el Goya a casa, al igual que la fabulosa Natalia de Molina (quien, con sólo una frase, enarboló el mejor discurso de la noche y, además, representando a una chica que, en la película, decide ser madre –aunque imagino los gestos de gallardones, roucos o juanas samanes ante la afirmación de la actriz y la tranquilidad con que la hizo-); lástima que no optase a premio el tercer vértice del impresionante triángulo actoral sobre el que Trueba centra su historia, Francesc Colomer, quien hubiera sido un plausible triunfador como actor de reparto, no como Roberto Álamo, otro de “los actores españoles a los que consideran suyos, parte de la familia, pertenecientes a la tribu, galardonad por un rol arquetípico, llenos de tópicos y brocha gorda, y (…) por repetir hasta la saciedad tonos, voz, composición, gestos y decires”. La inmensa Terele Pávez recibe un Goya que se ha hecho esperar demasiado, otra más en la larga nómina “de nombres olvidados a los que de repente se vuelve la cabeza y se homenajea por el título más olvidable de su carrera” (muchos de los que se pusieron en pie formaban parte de la Academia cuando la ignoraron por La Celestina (1996) o le negaron el galardón por La comunidad (2000)), pero teniendo en cuenta que aún no tiene un Fotogramas (así, por ejemplo), al menos recibe el cariño y respeto del público, que ha vivido este momento como algo propio.
   Lo de Marian Álvarez en La herida ya ha sido suficientemente glosado por éste que escribe (y sufrido e interiorizado), esa manera de actuar sin que se note, esa naturalidad que no se aprende, que se perfila, se acentúa, se aumenta, pero que hay que tener de fábrica, ese dominio y control, esa permanente interpelación por las zonas más oscuras de cada espectador (entre ellas y las otras tres candidatas había un abismo imposible de salvar y que, excepto Nora Navas, ninguna va a lograr saltar jamás –ojalá el tiempo me quite la razón-) y lo de Javier Pereira en Stockholm también, precisamente por todo lo contrario (y ya vieron que mantuvo su sonrisa, ¿verdad?, tal y como señalábamos en la crítica de Ismael, su gesto característico, tal vez el único).  En fin, perdón por el chiste fácil, pero, como suele suceder todos los años (¿Dónde estás, Rosa María Sardá?), se esté más o menos de acuerdo con el palmarés, lo que sobra es la gala”.    

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