sábado, 28 de diciembre de 2013

"FROZEN: EL REINO DEL HIELO": UN TRIBUTO AL CREADOR


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Frozen DIRECCIÓN: Chris Buck, Jennifer Lee GUIÓN: Jennifer Lee (inspirado en el cuento La Reina de las Nieves de Hans Christian Andersen) MÚSICA: Christophe Beck (letra de las canciones: Kristen Anderson-Lopez) MONTAJE: Jeff Draheim DIRECCIÓN ARTÍSTICA: Michael Giaimo REPARTO (voces): Kristen Bell, Idina Menzel, Jonathan Groff, Josh Gad, Santino Fontana, Alan Tudyk, Ciarán Hinds

 

   Vivimos inmersos en una continua trivialización, en la casi permanente infantilización de los contenidos del mundo del espectáculo, se supone que para conseguir más público y haciendo creer al mismo tiempo que sólo de esta forma pueden ser comprendidas las historias narradas; así, por ejemplo, tropezamos con esa burda adaptación de El juego de Ender (2013) que transforma la apasionante novela de Orson Scott Card en un videojuego sin gracia ni contenido, que desperdicia el material pleno de acción del original, que reduce a la mínima expresión un contenido muy cercano al de El señor de las moscas de William Golding, dejando al descubierto la moralina y discurso reaccionario que las palabras camuflan y utilizan como elemento al que enfrentar al protagonista; del mismo modo, el innecesario remake del clásico de Stephen King (a su vez transformado en un filme de culto con todo merecimiento dirigido por Brian de Palma en 1976), la que para una generación puede pasar por la única Carrie (2013) escoge lo más irritante y manido del cine para y con adolescentes para ignorar el tormento personal del rol principal, quien parece más un a modo de Harry Potter o un remedo de Maléfica (ya que estamos con Disney) que una joven asustada y en parte víctima de su poder; y si atendemos a la pequeña pantalla (esa que de un tiempo a esta parte se ha convertido en el oasis de los espectadores de cine) aún están por emitirse los últimos capítulos de la decepcionante tercera temporada de American Horror Story (la titulada Coven), en los que se ha tendido más a hacer un Embrujadas para adultos (y sin exagerar) que una digna continuación de una serie que había roto todos los moldes (sobre todo gracias a Asylum) en lo que a osadía, terror, descaro y emoción se refería (y resulta una lástima que los niveles de audiencia estén confirmando que el público así lo prefiere o parecer haberse acostumbrado –volvemos al principio- a esta inanidad que le subestima y degrada). Y, sin embargo, dentro del aplauso generalizado que reciben este tipo de productos (hay muchos que parecen no atreverse a criticarlos porque quedan mal, fuera de la onda, si señalan con el dedo al Emperador desnudo y que aplauden su propio ingenio al encumbrar reiteraciones, faltas de imaginación, pretenciosidades hueras como La cabaña en el bosque (2012), máximo ejemplo de cómo vender humo plagiando descaradamente aquello que se supone va a ser superado y, para colmo, rematarlo con una explicación larga, redundante, queriendo descubrir la fórmula de cierta bebida con burbujas, considerándola necesaria, dejando a las claras sus carencias), siempre hay quien se revuelve contra el clásico, contra el maestro, contra nuestros primeros sueños, contra nuestras primeras experiencias como espectadores, contra una diversión pensada, diseñada, tributada a los niños, es decir, contra Walt Disney. Como si hubiesen nacido viendo (y comprendiendo y apreciando) a Fassbinder, Ophüls, Fellini o Berlanga (incluso dudo si los revisarán/conocerán), a la mínima ocasión recurren al discurso de lo que el creador de Mickey Mouse quería transmitir con sus filmes, instalar en las mentes de los pequeños, la forma en que reconvertía los textos que le inspiraban, negándole el pan y la sal y, sobre todo, haciendo la interpretación, la lectura, el análisis desde el ahora y con todos los intereses creados que eso conlleva.

   Este hábito por olvidar o rebajar joyas imprescindibles como Blancanieves y los siete enanitos (1937) o Pinocho (1940), por minusvalorar hallazgos como Fantasía (1940) o El libro de la selva (1967), por restar los aciertos de 101 dálmatas (1961) o Peter Pan (1953) se agudizó desde la entrada en escena de Pixar (estudio que hoy en día pertenece a Disney, precisamente), aparición que no puede negarse supuso una revitalización en el género de la animación, atendiendo a los guiones, sabiendo narrar para interesar a la vez a pequeños y mayores (algo que nadie puede negar a los grandes títulos del tío Walt), hablando a la vez dos lenguajes, combinándolos a la perfección como quedó claro en Toy Story (1995). A partir de ahí, alternaron creaciones en las que revalidaron sus aciertos y bondades (e incluso los aumentaron: Toy Story 2 (1999), Buscando a Nemo (2003), Wall.E (2008), una de las películas más emocionantes que se han filmado en mucho tiempo) con otras en las que se dejaban llevar demasiado por lo conseguido (muy especialmente el aplauso crítico) y forzaban la maquinaria hasta agotar a su verdadero público potencial (los niños que se removían ante el extenso metraje de Los increíbles (2004), el cortometraje estirado en demasía que llamaron Up (2009) y que adolecía de una clamorosa falta de ritmo, la ñoñería que invadía casi cada plano de Cars (2006) -¡Y por mucho menos algunos llegaron a insultar a Disney!-). Y en ese ínterin, la factoría que dio a luz a Donald, Pluto, Pepito Grillo, Cruella de Ville y tantos personajes inolvidables siguió siendo fiel a sí misma (no podía esperarse otra cosa), alternando gratísimas sorpresas (al margen de su fastuoso renacer en la década de los 90 al que en seguida haremos mención, Lilo & Stitch (2002), Tiana y el sapo (2010), El planeta del tesoro (2002)) con profundas decepciones (El jorobado de Notre Dame (1996), Tarzán (1999)) y la producción de títulos meramente alimenticios, continuadores de éxitos pasados o destinados al consumo doméstico.

   Frozen se inscribe en la línea más clásica (y convencional si se quiere: el adjetivo no supone ningún demérito, puesto que no se engaña a nadie ni se quiere dar gato por liebre): un cuento de hadas como inspiración, una estructura de musical, un reino lejano, la magia como elemento primordial, una heroína (dos en este caso) con redaños y capaz de saltarse a la torera lo establecido (mucho más revolucionario de lo que se quiere reconocer el viejo Disney –al margen de que él no está al frente del estudio desde 1966, pero es cierto que seguimos reconociendo su sello, su impronta, su manera de hacer y entender el negocio del espectáculo-). Es una lástima que la partitura (a pesar de contar con Idina Menzel para interpretarla, con los ecos de Wicked que eso implica -y que están buscados con toda la intención-) no esté a la altura de lo esperado, de lo necesario, de lo conseguido con obras maestras como La bella y la bestia (1991), el hito que –después del triunfo de La sirenita (1989)- reverdeció laurales y alcanzó cotas inesperadas (única cinta de animación candidata al Oscar a la mejor película, la que de alguna manera abrió el camino para que años después –demasiado tarde, todo hay que decirlo- se crease una categoría específica –como hubiese sido lógico mucho antes: la acción real y la animación no pueden competir, son géneros, opciones, formas de arte muy diferentes (por mucho que algunos sigan creyendo y pontificando que el hecho de que ahora vuelvan a nominarse entre ocho y diez títulos para el máximo galardón responde a la necesidad de que aparezcan entre los candidatos algún filme de dibujos –como sigue denominándolos una gran parte del público); Frozen posee un ritmo perfecto, trepidante cuando es necesario, con unos secundarios (sobre todo, Olaf, el muñeco de nieve) a la altura de lo que Disney exige (secundarios son los enanitos, Pepito Grillo –en Pinocho-, Timoteo –en Dumbo (1941)-, Gus y Jack –en La cenicienta (1950)-, la propia Cruella de Ville –en 101 dálmatas-, Amelia y Abigail –en Los aristogatos (1970), Baloo, Bagheera, Shere Khan, Kaa y el rey Louie –en El libro de la selva-) y, por encima de todo, unos escenarios impresionantes, una animación asombrosa, con atención al mínimo detalle, creando un mundo propio (el palacio de hielo en que se encierra Elsa), recreando uno reconocible (el palacio, el pueblo), haciendo real lo dibujado (esos copos que caen, los animales, los cabellos), ganando por goleada a cualquiera de sus contrincantes en la carrera por el Oscar: puede que algunos sean más creativos (en el sentido que algunos dan a esta palabra, situándose en un escalón superior, considerando pasados de moda a los demás, a los que en realidad permanecen), más sorprendentes, hagan más arabescos, vayan de prepotentes, pero pocas cintas podremos encontrar que hagan sencillo lo complejo, que parezcan haber hecho en un minuto lo que es fruto de muchas horas de trabajo, que olviden cualquier tentación pretenciosa para recuperar el brío, tono, alegría y concepto que nunca deberían perderse de vista, los elementos que parecen nuevos porque no han perdido ni un ápice de frescura, los que vuelven a dejar claro por qué Disney fue quién es y por qué su nombre está grabado con letras muy doradas en la historia del cine y en el corazón de espectadores de todas las edades (que se sienten tratados con respeto e inteligencia).

P.D.: Y si alguien quiere sacar a relucir el asunto de la criogenización en este momento, la ironía está servida.  

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