TÍTULO ORIGINAL: Frozen DIRECCIÓN:
Chris Buck, Jennifer Lee GUIÓN: Jennifer Lee (inspirado en el cuento La Reina de las Nieves de Hans Christian
Andersen) MÚSICA: Christophe Beck (letra de las canciones: Kristen Anderson-Lopez)
MONTAJE: Jeff Draheim DIRECCIÓN ARTÍSTICA: Michael Giaimo REPARTO (voces):
Kristen Bell, Idina Menzel, Jonathan Groff, Josh Gad, Santino Fontana, Alan
Tudyk, Ciarán Hinds
Vivimos inmersos en una continua trivialización, en la casi permanente
infantilización de los contenidos del mundo del espectáculo, se supone que para
conseguir más público y haciendo creer al mismo tiempo que sólo de esta forma
pueden ser comprendidas las historias narradas; así, por ejemplo, tropezamos
con esa burda adaptación de El juego de
Ender (2013) que transforma la apasionante novela de Orson Scott Card en un
videojuego sin gracia ni contenido, que desperdicia el material pleno de acción
del original, que reduce a la mínima expresión un contenido muy cercano al de El señor de las moscas de William
Golding, dejando al descubierto la moralina y discurso reaccionario que las
palabras camuflan y utilizan como elemento al que enfrentar al protagonista;
del mismo modo, el innecesario remake del clásico de Stephen King (a su vez
transformado en un filme de culto con todo merecimiento dirigido por Brian de
Palma en 1976), la que para una generación puede pasar por la única Carrie (2013) escoge lo más irritante y
manido del cine para y con adolescentes para ignorar el tormento personal del
rol principal, quien parece más un a modo de Harry Potter o un remedo de
Maléfica (ya que estamos con Disney) que una joven asustada y en parte víctima
de su poder; y si atendemos a la pequeña pantalla (esa que de un tiempo a esta
parte se ha convertido en el oasis de los espectadores de cine) aún están por
emitirse los últimos capítulos de la decepcionante tercera temporada de American Horror Story (la titulada Coven), en los que se ha tendido más a
hacer un Embrujadas para adultos (y
sin exagerar) que una digna continuación de una serie que había roto todos los
moldes (sobre todo gracias a Asylum)
en lo que a osadía, terror, descaro y emoción se refería (y resulta una lástima
que los niveles de audiencia estén confirmando que el público así lo prefiere o
parecer haberse acostumbrado –volvemos al principio- a esta inanidad que le
subestima y degrada). Y, sin embargo, dentro del aplauso generalizado que
reciben este tipo de productos (hay muchos que parecen no atreverse a
criticarlos porque quedan mal, fuera de la onda, si señalan con el dedo al
Emperador desnudo y que aplauden su propio ingenio al encumbrar reiteraciones,
faltas de imaginación, pretenciosidades hueras como La cabaña en el bosque (2012), máximo ejemplo de cómo vender humo
plagiando descaradamente aquello que se supone va a ser superado y, para colmo,
rematarlo con una explicación larga, redundante, queriendo descubrir la fórmula
de cierta bebida con burbujas, considerándola necesaria, dejando a las claras
sus carencias), siempre hay quien se revuelve contra el clásico, contra el
maestro, contra nuestros primeros sueños, contra nuestras primeras experiencias
como espectadores, contra una diversión pensada, diseñada, tributada a los
niños, es decir, contra Walt Disney. Como si hubiesen nacido viendo (y
comprendiendo y apreciando) a Fassbinder, Ophüls, Fellini o Berlanga (incluso
dudo si los revisarán/conocerán), a la mínima ocasión recurren al discurso de
lo que el creador de Mickey Mouse quería transmitir con sus filmes, instalar en
las mentes de los pequeños, la forma en que reconvertía los textos que le
inspiraban, negándole el pan y la sal y, sobre todo, haciendo la
interpretación, la lectura, el análisis desde el ahora y con todos los
intereses creados que eso conlleva.
Este hábito por olvidar o rebajar joyas imprescindibles como Blancanieves y los siete enanitos (1937)
o Pinocho (1940), por minusvalorar
hallazgos como Fantasía (1940) o El libro de la selva (1967), por restar
los aciertos de 101 dálmatas (1961) o
Peter Pan (1953) se agudizó desde la
entrada en escena de Pixar (estudio que hoy en día pertenece a Disney,
precisamente), aparición que no puede negarse supuso una revitalización en el
género de la animación, atendiendo a los guiones, sabiendo narrar para
interesar a la vez a pequeños y mayores (algo que nadie puede negar a los
grandes títulos del tío Walt), hablando a la vez dos lenguajes, combinándolos a
la perfección como quedó claro en Toy
Story (1995). A partir de ahí, alternaron creaciones en las que revalidaron
sus aciertos y bondades (e incluso los aumentaron: Toy Story 2 (1999), Buscando
a Nemo (2003), Wall.E (2008), una
de las películas más emocionantes que se han filmado en mucho tiempo) con otras
en las que se dejaban llevar demasiado por lo conseguido (muy especialmente el
aplauso crítico) y forzaban la maquinaria hasta agotar a su verdadero público
potencial (los niños que se removían ante el extenso metraje de Los increíbles (2004), el cortometraje
estirado en demasía que llamaron Up (2009)
y que adolecía de una clamorosa falta de ritmo, la ñoñería que invadía casi
cada plano de Cars (2006) -¡Y por
mucho menos algunos llegaron a insultar a Disney!-). Y en ese ínterin, la
factoría que dio a luz a Donald, Pluto, Pepito Grillo, Cruella de Ville y
tantos personajes inolvidables siguió siendo fiel a sí misma (no podía
esperarse otra cosa), alternando gratísimas sorpresas (al margen de su fastuoso
renacer en la década de los 90 al que en seguida haremos mención, Lilo & Stitch (2002), Tiana y el sapo (2010), El planeta del tesoro (2002)) con
profundas decepciones (El jorobado de
Notre Dame (1996), Tarzán (1999))
y la producción de títulos meramente alimenticios, continuadores de éxitos
pasados o destinados al consumo doméstico.
Frozen se inscribe en la línea
más clásica (y convencional si se quiere: el adjetivo no supone ningún
demérito, puesto que no se engaña a nadie ni se quiere dar gato por liebre): un
cuento de hadas como inspiración, una estructura de musical, un reino lejano,
la magia como elemento primordial, una heroína (dos en este caso) con redaños y
capaz de saltarse a la torera lo establecido (mucho más revolucionario de lo
que se quiere reconocer el viejo Disney –al margen de que él no está al frente
del estudio desde 1966, pero es cierto que seguimos reconociendo su sello, su
impronta, su manera de hacer y entender el negocio del espectáculo-). Es una
lástima que la partitura (a pesar de contar con Idina Menzel para interpretarla, con los ecos de Wicked que eso implica -y que están buscados con toda la intención-) no esté a la altura de lo esperado, de lo necesario, de
lo conseguido con obras maestras como La
bella y la bestia (1991), el hito que –después del triunfo de La sirenita (1989)- reverdeció laurales
y alcanzó cotas inesperadas (única cinta de animación candidata al Oscar a la
mejor película, la que de alguna manera abrió el camino para que años después –demasiado
tarde, todo hay que decirlo- se crease una categoría específica –como hubiese
sido lógico mucho antes: la acción real y la animación no pueden competir, son géneros,
opciones, formas de arte muy diferentes (por mucho que algunos sigan creyendo y
pontificando que el hecho de que ahora vuelvan a nominarse entre ocho y diez
títulos para el máximo galardón responde a la necesidad de que aparezcan entre
los candidatos algún filme de dibujos –como sigue denominándolos una gran parte
del público); Frozen posee un ritmo
perfecto, trepidante cuando es necesario, con unos secundarios (sobre todo, Olaf,
el muñeco de nieve) a la altura de lo que Disney exige (secundarios son los
enanitos, Pepito Grillo –en Pinocho-,
Timoteo –en Dumbo (1941)-, Gus y Jack
–en La cenicienta (1950)-, la propia
Cruella de Ville –en 101 dálmatas-,
Amelia y Abigail –en Los aristogatos (1970),
Baloo, Bagheera, Shere Khan, Kaa y el rey Louie –en El libro de la selva-) y, por encima de todo, unos escenarios
impresionantes, una animación asombrosa, con atención al mínimo detalle,
creando un mundo propio (el palacio de hielo en que se encierra Elsa),
recreando uno reconocible (el palacio, el pueblo), haciendo real lo dibujado
(esos copos que caen, los animales, los cabellos), ganando por goleada a
cualquiera de sus contrincantes en la carrera por el Oscar: puede que algunos
sean más creativos (en el sentido que algunos dan a esta palabra, situándose en
un escalón superior, considerando pasados de moda a los demás, a los que en
realidad permanecen), más sorprendentes, hagan más arabescos, vayan de
prepotentes, pero pocas cintas podremos encontrar que hagan sencillo lo
complejo, que parezcan haber hecho en un minuto lo que es fruto de muchas horas
de trabajo, que olviden cualquier tentación pretenciosa para recuperar el brío,
tono, alegría y concepto que nunca deberían perderse de vista, los elementos
que parecen nuevos porque no han perdido ni un ápice de frescura, los que
vuelven a dejar claro por qué Disney fue quién es y por qué su nombre está
grabado con letras muy doradas en la historia del cine y en el corazón de
espectadores de todas las edades (que se sienten tratados con respeto e
inteligencia).
P.D.: Y si alguien quiere sacar a
relucir el asunto de la criogenización en este momento, la ironía está servida.
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