Dentro de mi preferencia por las películas de misterio, por las
intrigas, los crímenes y demás interrogantes, es lógico que sea admirador de
Alfred Hitchcock casi desde que tengo conciencia, si a eso le sumamos que Psicosis (1960) fue uno de esos Sábado
Cine de TVE que jamás podré olvidar y que, en contra de lo que algunos pueden
pensar, no me traumatizó (a pesar de que debía tener siete u ocho años) sino
que espoleó mi afición y me hizo más espectador de lo que ya era; para cerrar
el círculo, al margen de la emisión de otros de sus grandes títulos, aquel casi
único canal del momento (seamos sinceros, no veíamos mucho la segunda cadena e
incluso nos parecía que el programa no debía merecer mucho la pena si lo
condenaban –así lo sentíamos- a la misma –por fortuna, La Clave, Cine Club, los grandes ciclos, Si yo fuera presidente de Tola y otras poderosas razones nos
reconciliaron), la Primera (así, con mayúscula lo pronunciábamos) tuvo la
gentileza y el acierto de programar Alfred
Hitchcock presenta en la noche de los lunes, sin importar que fuese en
blanco y negro (y no conviene olvidar aquellos libros de Los Tres
Investigadores que aún hicieron más popular entre los chavales su figura
oronda, su humor cáustico, su gusto por lo insólito). Sin embargo, tardé
bastante en ver Rebeca (1940), no
apareció por televisión (al menos no pude echarle el ojo) hasta principios de
1987 (no viene al caso por qué puedo ser tan preciso), pero, como ya he contado
tantas veces, sabía mucho de ella gracias a la tía Carmen que me contaba el
argumento, reproducía escenas, hablaba sobre el ama de llaves, en definitiva,
mantenía el gusanillo de la emoción bien alimentado; pero, por supuesto, ya
conocía a Joan Fontaine cuando eso sucedió, es más, ya había tomado partido en
la histórica rivalidad que mantenía con su hermana Olivia de Havilland: después
de ver (gracias, de nuevo, al tío Miguel) en pantalla grande Lo que el viento se llevó (1939), tras
haber heredado de la tía la admiración por la película (muchos años antes de
verla), habiendo leído la novela de Margaret Mitchell en la que se inspira,
acabé totalmente rendido a la inteligencia, sabiduría, clase y comedimiento con
que Olivia se enfrentó al mucho más complejo personaje de lo que muchos quieren
ver llamado Melania Hamilton, a una interpretación de muchos quilates y que,
sin demérito para las estrellas (la maravillosa Vivien Leigh y el impresionante
Clark Gable), está a punto de merendarse la función (y en gran parte lo hace).
Pero, aunque siempre haya encontrado a Joan Fontaine una actriz
discreta, sin los matices de su hermana, en muchas ocasiones poco más que
correcta, sin la garra de tantas diosas con las que coincidió, no se me ocurre
intérprete que la sustituya en algunos de los filmes que más admiro, comenzando
por esa Rebeca en la que creó moda,
en la que estuvo a la altura de un personaje sin nombre (es la señora de
Winter, nada más), convirtiéndose en los ojos del espectador, siendo la
narradora que aún vive sobrecogida por lo vivido, adecuándose a la perfección a
lo que Daphne Du Maurier imaginó; del mismo modo, aunque deba competir con la
fascinación que siempre he sentido por Elizabeth Taylor, no puedo olvidarla en Ivanhoe (1952), que vi como complemento
a Chispita y sus gorilas (1982), uno
de esos insólitos y gratificantes programas dobles de los cines del barrio, con
una platea a rebosar en que se seguían las peripecias creadas por Walter Scott
con complicidad, aplausos e implicación. Y, por encima de todo, está
absolutamente gloriosa, etérea, risueña, provoca entusiasmo, enamora, cautiva,
duele, se nos mete muy dentro y no nos suelta, en una de las obras más maestras
e incontestables que ha dado el séptimo arte, un prodigio que sólo un alma sensible,
elegante, poseedora de un gusto exquisito, un director, un artista, un genio del
calibre de Max Ophüls podía orquestar con tanto mimo, un deleite llamado Carta de una desconocida (1948), una de
las muchas vergüenzas que debe asumir la Academia de Hollywood al haberla
ignorado en las candidaturas a los Oscar (podría haberse dado la circunstancia
de que Joan hubiese competido con Olivia, nominada por Nido de víboras (1948), aunque el gato al agua se lo llevó la Belinda (1948) de Jane Wyman –y las
otras tres opciones de voto eran Ingrid Bergman, Irene Dunne y Barbara
Stanwyck-).
No hubiese sido la única ocasión en que ambas hermanas sometieran su
enfrentamiento a la consideración de la meca del cine, puesto que Joan Fontaine
obtuvo una estatuilla por Sospecha (1941),
su segunda y última interpretación a las órdenes de Hitchcock, en una edición
en la que Olivia de Havilland competía con Si
no amaneciera (1941) –aunque, haciendo un histórico, la triunfadora sea
ésta con dos Oscar: La vida íntima de
Julia Norris (1946) y La heredera (1949),
dos de las interpretaciones más portentosas de todos los tiempos pasados y
futuros-; en realidad, el galardón de la Fontaine respondía más a la deuda
contraída el año anterior en que, a pesar de ser considerada la mejor cinta de
1940, ella cedió el puesto que le correspondía por Rebeca a la Ginger Rogers de Espejismo
de amor (1940). Pero, esas paradojas que tiene el mundo del arte, Joan
Fontaine hubiese debido ser la triunfadora con su fantástica creación en La ninfa constante (1943), uno de sus
grandes éxitos, una absoluta transformación (resulta creíble como una
jovencita, casi una niña, sin trucos de maquillaje ni aspavientos), despojada
de cualquier afectación, sin recurrir a lo fácil, con una sutileza que sólo
Ophüls sabría aprovechar después (una película difícil de ver, una rareza
opacada por títulos de menos calidad que, por fortuna, ha terminado apareciendo
en DVD y que Pablo y yo gozamos no hace mucho en una de esas veladas para
nosotros en las que el cine nos salva de todos los males), un tipo de
interpretación que acentúa más por comparación la tendencia a las morisquetas
de Jennifer Jones, premiada por La
canción de Bernadette (1943).
Se
pensaba que la rivalidad con su hermana era una exageración, un mito, una
estrategia publicitaria, pero el caso es que Joan Fontaine fue una de las invitadas
a Más estrellas que en el cielo, el
añorado programa del inolvidado Terenci Moix, y el escritor, con su pudor
habitual, con su elegante sorna, casi como por casualidad, habló sobre el
asunto, quitándole importancia, hablando de que tal vez era una leyenda, y ella
le interrumpió muerta de la risa, pletórica, diciendo “no, no, claro que es
verdad: ¡Nos odiamos! ¡No podemos ni vernos!” y mientras Terenci intentaba
salir del estupor ante una declaración tan contundente y sin paños calientes,
ella continuaba regodeándose y asintiendo con fruición. Se cuenta que, al
margen de que Olivia comenzó primero y por lo tanto utilizó el apellido
familiar obligando a Joan a elegir otro para distinguirse, el antagonismo se
agudizó o cimentó cuando Lo que el viento
se llevó era tan sólo un proyecto y ofrecieron a la Fontaine el personaje
de Melania; ella, como la práctica totalidad de las actrices del momento,
anhelaba ser elegida para encarnar a Escarlata y se cuenta que, al rechazar la
propuesta, insinuó que tal vez su hermana lo haría bien. ¡Qué gran directora de
casting perdimos! Ya sólo por esto merece un lugar en el olimpo de los dioses
de la pantalla.
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