martes, 10 de diciembre de 2013

ELEANOR PARKER: CON TÍTULO PROPIO


 


   No resulta ningún esfuerzo recordar la primera vez que tuve conciencia de que existía una actriz llamada Eleanor Parker, el momento en que decidí rendirle pleitesía sin remisión (nunca mejor empleada esta expresión, ya que supone una de sus cimas interpretativas; luego llegaremos a ello): habíamos ido en plan excursión hasta el Palacio del Progreso (en la actualidad Teatro Nuevo Apolo -¡Qué gran noticia no tener que decir que lo cerraron y/o demolieron!-) para asistir al reestreno de Sonrisas y lágrimas (1965), todo un acontecimiento, una noticia que provocó un éxtasis en casa, una gran conmoción, una alegría, y que supuso que mi abuela y la tía Carmen comandasen a aquel grupo de chavales inquietos ante la aventura de bajar al centro a ver una película (mis hermanos, mis primos Luis y Nieves y creo recordar que también los hijos de Margarita, una señora cubana en cuya casa limpiaba mi tía –puede que me deje a alguien y añada otros: el caso es que éramos unos cuantos). Ya sólo entrar a esa sala enorme con ese pantallón cubierto por un gran telón provocaba un cosquilleo especial, el de alguien que nació espectador, auspiciado y aumentado por las cosas que nos iban adelantando en el metro sobre lo que íbamos a ver; de repente, las luces se apagaron y comenzó la ansiada, bendita y emocionante ceremonia de ver cómo la luz del proyector estallaba en la pantalla y cobraba vida la realidad de un filme que, desde ese momento, se iba a convertir en uno de mis favoritos, en uno de los motivos por los que amé, amo y amaré el cine. Tras ver cómo Julie Andrews triscaba por los montes, pletórica, entusiasmada, olvidada de todo al son de la canción que en inglés da título al original (es decir, The Sound of Music), mientras ella emprendía una alocada carrera hasta la abadía en la que debía estar, se iniciaron los créditos y, de repente, como anticipo, como anuncio, como presentación, llegó aquel que me hizo soñar, fascinarme, enamorarme sin haber conocido aún al objeto de todas esas sensaciones: “Y Eleanor Parker como la baronesa”; no puedo explicar con precisión qué experimenté, pero tengo muy vívido el suspiró que exhalé ante algo que me superaba, ante toda una revolución en mi interior, ante lo bien que sonaba esa leyenda, ante el regusto que sentí al repetirla en mi interior, casi como un mantra cuando ni sabía qué era eso (“Y Eleanor Parker como la baronesa”). Poco después (bueno, en realidad un buen trecho, pero como no hay fotograma que no sea fascinante en Sonrisas y lágrimas me pareció un suspiro), la promesa se cumplía, aparecía la baronesa y la elegancia, la mordacidad, la belleza, el talento de la actriz hicieron el resto: en el musical original, a pesar de interpretar dos canciones que fueron suprimidas en la pantalla, la baronesa es casi un elemento de decoración, una antagonista tópica, un personaje poco y mal diseñado; en el filme, es un regalo para los ojos, una fascinación continua, una malvada que cautiva, que divierte, a la que se comprende, y todo gracias a que Eleanor Parker le otorga entidad, mesura, coqueteo con el espectador, aureola mítica.

   A partir de ahí, gracias como tantas veces se ha dicho a esa impresionante programación de TVE (y a la tía Carmen de la que he aprendido más sobre cine que leyendo a algunos de los considerados popes, solemnes tostones que no transmiten ni un ápice de pasión y motivan a todo lo contrario –o sea, a huir en dirección contraria-), la fastuosa pelirroja fue transformándose en una de mis favoritas en títulos que no pierden vigencia, que son de y para siempre, como Cuando ruge la marabunta (1954), Fort Bravo (1953) y, por encima de todo, uno de los favoritos de la tía, una joya que no hace mucho revisamos Pablo y yo y que parece filmada ayer: Scaramouche (1953), cinta en la que, a pesar de competir con la belleza de Janet Leigh, se erige como gran protagonista, gana la partida por goleada, resulta fresca, vivaz, divertida, rompe la cámara con su rostro, su sonrisa, sus ojos, su impresionante carcajada. Y llegó, en uno de esos añorados ciclos dedicados al cine negro, Sin remisión (1950), su primera candidatura al Oscar, su galardón como mejor actriz en el Festival de Venecia (el único que, para vergüenza de propios y extraños, logró en su fructífera carrera), uno de esos clásicos que dejan sin aliento, que impactan e hipnotizan, que remueven y entusiasman (y en el que estaba acompañada por, nada menos, que Agnes Moorehead y Hope Emerson) y me la encontré en esos maravillosos melodramas que tan buenos ratos hacen pasar (Melodía interrumpida (1955) –su tercera opción al premio que nunca le dieron- y ese espléndido Minnelli –como tantos- llamado Con él llegó el escándalo (1960)); y por fin disfruté otra de esas películas que la tía no se cansaba de evocar: Brigada 21 (1951), su segunda opción a ser reconocida por la Academia (por sus compañeros), en un rol que en realidad es secundario pero que sobrevuela durante todo el metraje, imponiéndose incluso a Kirk Douglas; y apareció en mi vida El hombre del brazo de oro (1956) para dejar clara su versatilidad, su dosificación de recursos, su cuidado para no excederse, su prudencia interpretativa, el porqué de su grandeza.

   Y, sin embargo, a pesar de sus poderes, abandonó la gran pantalla muy pronto (a finales de la década de los 60) y sólo se dejó ver en televisión, si exceptuamos su intervención en Sol ardiente (1979), filme a mayor gloria de Farrah Fawcett (aún con el Majors) que, por otro lado, parece que no alcanzó ninguna (gloria, quiero decir). Pero su rostro, su sabiduría, su belleza, su hondura, su nervio cuando era necesario, su elegancia en formas y modos, su perfecta adecuación al género que fuese, su categoría siempre tendrá un hueco en el olimpo de las diosas de la pantalla, en el recuerdo de los amantes del cine, en la admiración de los que no pueden (podemos) resistirse a una mujer que literalmente se sale de la pantalla; y, por encima de todo, será la baronesa que sabe lo que quiere y va a por ello pero sabe reconocer su derrota y se retira de escena tal y como llegó: destilando glamour del de verdad, es decir, del que se tiene, con el que se nace. Hubiese sido una excelente ocasión para que la Academia rindiese cuentas, no sólo porque el saldo le era favorable, sino por la excelente interpretación que llevó a cabo en Sonrisas y lágrimas, pero sus compañeros decidieron nominar a Peggy Wood, estupenda actriz que fue doblada en su mejor secuencia (Climb every mountain, lo que supone en escena ese impresionante final de primer acto) y, una vez más, menospreciar ese algo indefinible, casi inaprensible, que distingue a las auténticas estrellas, a las rutilantes cuya luz no se apagará jamás.

No hay comentarios:

Publicar un comentario