DIRECCIÓN: David Trueba GUIÓN: David
Trueba MÚSICA: Charlie Haden, Pat Metheny FOTOGRAFÍA: Daniel Vilar MONTAJE:
Marta Velasco REPARTO: Javier Cámara, Natalia de Molina, Francesc Colomer,
Ramón Fontseré, Rogelio Fernández Espinosa, Jorge Sanz, Ariadna Gil
Podríamos enredarnos en un debate sobre la educación que no viene al
caso, pero hemos optado por titular este texto en pasado ya que, por desgracia,
cada vez se encuentran menos docentes que viven su oficio como una vocación,
motivando, despertando, enseñando no como una obligación sino como una manera
de estar en la vida, de comportarse, consiguiendo que el alumnado sienta nacer
un verdadero deseo por aprender, que la curiosidad sea su motor, su acicate,
que, de alguna manera, sienta el placer por estudiar (de ahí el matiz, la
diferenciación entre profesor –aunque a muchos es una palabra que les viene
grande- y maestro, el que marca, el que deja huella, el que despeja el camino,
el que abre puertas, al que siempre se recuerda). Y se da la circunstancia de
que el protagonista de la película que nos ocupa es un profesor de inglés en un
colegio de Albacete, un personaje real que inscribió su nombre en la pequeña
historia de la música pop al conseguir hablar con John Lennon durante el rodaje
de Cómo gané la guerra (1967) que
tuvo lugar en Almería y convencerle de la importancia de que las letras de sus
canciones apareciesen en los discos, puesto que él las utilizaba como material
didáctico en sus clases; pero, además, en su camino hasta el encuentro con su
ídolo la película le hace tropezar con dos adolescentes para los que será un
maestro de vida, incluso con sus defectos, con sus tropiezos (necesariamente
con ellos para que el aprendizaje sea lo más completo posible), porque les
ayudará a dar importancia a lo que verdaderamente lo tiene y a no dejarse
envenenar por situaciones pasajeras, a sentirse adultos en la medida en que
pueden serlo, a no dejarse empequeñecer aceptando las reglas del juego, puesto
que la mayor rebelión es la que se fragua despacio y apenas es perceptible, es
la que pilla desprevenido al contrario.
El aliento del guión de David Trueba es una bocanada de aire fresco,
pero por desgracia se queda en lo más superficial, casi en lo etéreo, con un
par de sugerencias que el trío principal exprime hasta límites insospechados
conformando una de esas interpretaciones grupales que dan entidad y peso y que
resultan imposibles de parcelar; lo más acertado del tono que imprime el
cineasta es esa apariencia de juego, de “batallita del abuelo”, de anécdota, de
empeño, casi de sueño, de irrealidad (algo muy loable, puesto que lo habitual
en los Trueba –da igual que nos centremos en Fernando, en Jonás o en el propio
David- es tender al engolamiento, a lo pretencioso, a la palabrería con
intención trascendente), lo malo es que esa atmósfera acaba jugando en su
contra, sobre todo porque las primeras escenas nos han situado en la España de
los años 60 del siglo XX y resulta un tanto chocante que un chaval como el
encarnado por Francesc Moliner pueda llegar tan lejos en su huida del hogar
familiar y que una muchacha como a la que da vida Natalia de Molina se pasee
por ahí sin llamar la atención y haga y deshaga a su antojo (y no se trata de
utilizar el maniqueísmo, lo reduccionista, el escollo en que tropiezan tantos
cuando dibujan todo bajo el prisma político: se trata de no perder el realismo,
podría decirse el costumbrismo, en que Trueba comienza a narrar y en el que se
mantiene a pesar de estos agujeros por los que se escapa la credibilidad).
Javier Cámara consigue una de las creaciones más rotundas e
impresionantes de su carrera, en la que por desgracia abunda lo facilón, la
repetición de tipos, la comicidad desaforada (y sin gracia), los gestos
disparatados y los gritos a deshora (casi continuamente, en realidad –eso es lo
que muchos entienden por comedia: que todo el mundo se desgañite todo el
rato-): con comedimiento, con mesura, con esa aparente facilidad que sólo los
grandes consiguen, transforma a su personaje en un ser entrañable, querible más
allá de su apocamiento, de su ridiculez, de su obsesión (elementos que el actor
dosifica con mano maestra para que prime lo sensible, lo auténtico, lo vital),
manteniendo en todo momento un equilibrio casi imposible para no despeñarse por
lo caricaturesco, refrenando su campechanía y soniquete más habituales,
logrando una transformación plena para que su voz, su rostro, sus movimientos
sean los del profesor y no al revés –cualidades sólo alcanzadas en Torremlonios 73 (2003) y Hable con ella (2002), sin desdeñar su
talento cómico cuando no le obligan a forzarlo-. Después de sorprender en Pa negre (2010) y llevarse un Goya al
actor revelación, Francesc Colomer se gradúa con honores en este filme al saber
reflejar la ingenuidad, la bondad, el candor de su rol sin caer en lo ñoño o en
lo risible, manejando con soltura la voz y el cuerpo, adolescente a punto de
descollar y dar el paso a la edad adulta al que no se le permite semejante
transición: sus ojos llenándose de experiencia, descubriendo otra vida (tal vez
la auténtica, al menos una más rica en matices que la que encuentra en su
cotidianidad), explican páginas de guión. Y completando el trío protagonista,
el auténtico descubrimiento, puesto que hablamos de su primer largometraje:
Natalia de Molina sabe combinar una temprana madurez forjada a base de
tropiezos, equivocaciones, errores propios y ajenos, maltratos y encierros con
una sensibilidad lógica en una joven que quiere comerse la vida y que no se
deja amilanar; poseedora de una sonrisa que derrumba una muralla, la actriz
demuestra unos recursos que uno creería patrimonio de alguien más experimentado
en estas lides y la manera en que encaja con Cámara y Colomer provoca un
absoluto esplendor (no podemos olvidar la participación de Ramón Fontseré, al
que Trueba supo sacar un gran partido en Soldados
de Salamina (2003), aportando una vis cómica necesaria en algunos
momentos).
Aunque las posibilidades de la historia no se aprovechan como debieran
(sería más deseable no conocer de dónde vienen esos chavales, que su
pasado/presente quedase en off, fuese tan sólo sugerido –porque, como se dijo
antes, resulta bastante increíble que lo que se cuenta pudiera suceder en
aquella España-), el trabajo de estos tres actores invita al espectador a vivir
con ellos la peripecia que se convirtió en histórica, aunque llegado un punto
de la película John Lennon es casi lo de menos (aunque todos deseemos que el
peculiar héroe triunfe), ya que lo que despierta las simpatías y el interés de
la platea es el vínculo que los une, su reafirmación como personas, su
dignidad, su despertar vital y emocional, sus ojos abiertos, su mente y corazón
aplicando las buenas enseñanzas recibidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario