¡Cuántas veces habremos utilizado la conocida (e incluso manida) frase:
“¡Líbreme Dios del día de las alabanzas!”! Y es que somos expertos en hablar a
destiempo, en reconocer el talento cuando éste se ha extinguido (o, al menos,
cuando la persona que lo desplegaba y demostraba no puede disfrutar de los
elogios), en celebrar póstumamente lo que negamos, rebajamos, criticamos,
denostamos, ignoramos, callamos cuando se podía hablar en presente de
aquel/aquella que ahora provoca tanta atención; y lo peor es que algunos lo
hacen como si no existiesen hemerotecas, archivos, memorias, pruebas de lo que
se dijo en su día cuando se afirma ahora lo contrario sin despeinarse, sin
recato, sin rubor, asegurando que ellos siempre aplaudieron, se congratularon,
reconocieron a la figura fallecida. Uno, que siempre ha gustado de ser sincero
en sus querencias, en sus fobias, en sus gustos (en parte como reflejo de la
ética que se intenta aplicar en el ejercicio de la profesión), no va a rasgarse
ahora las vestiduras ante el fallecimiento de Peter O´Toole, en el sentido de
que jamás se contó entre mis actores preferidos, todo lo contrario: a pesar del
predicamento del que gozó casi desde su debut (al menos en este caso, vivió
muchos días de alabanzas), a pesar de los elogios que le aupaban a lo más alto
de la excelencia en el arte interpretativo, a pesar de que expresar tu opinión
te convertía casi en un apestado entre esos que (como tantas veces se ha
señalado) no saben argumentar su gusto (el que en realidad no tienen: se
limitan a cacarear lo que les haga quedar bien o sentirse parte de una élite), nunca
conseguí ver en el actor irlandés más que un histrión sin sentido de la mesura,
con un rostro excesivamente crispado aunque la escena en cuestión fuese de lo
más calmada, apreciando el sobrecogimiento que podía transmitir con la voz
cuando pude tener acceso a la versión original, con una tendencia muy acusada
al pavoneo, al lucimiento e incluso el engreimiento, distorsionando su
interpretación, mostrando el esfuerzo, es decir, dejando muy al descubierto que
era Peter O´Toole encarnando a quien tocase, fagocitando al personaje, quedando
por encima, demasiado por encima.
En este caso, se me hace muy difícil encontrar ese primer momento en que
fui espectador de alguna de sus películas, pero no puedo olvidar que Lawrence de Arabia (1962) fue una de
esas reposiciones gloriosas (y esperadas cada verano como agua de mayo
–paradojas que hacen que la vida valga la pena-), de esos reestrenos que se
anunciaban a bombo y platillo y que excitaban enormemente a un adolescente para
quien la mayor felicidad era abrir un libro o entrar a una sala de cine (y que
llegó no mucho después de que hubiese tenido lugar la de El puente sobre el río Kwai (1957), uno de esos momentos que acuden
a mi memoria periódicamente, una de esas evocaciones en que me veo flotando,
sin tocar la butaca, casi abducido por la pantalla –el pantallón, como estaba
mandado, no como ahora que abundan ridiculeces y miniaturas-, es decir, que ya
era rendido admirador de David Lean). Del mismo modo, reproduzco como si
estuviese sucediendo en este momento la decepción con la que salí del cine,
asumiendo que me había perdido bastante, que no había entendido el entramado
político, que me faltaba información (y he comprobado después que se dan
demasiadas cosas por sabidas o, al menos, que no saben explicarse ni
convertirse con facilidad en imágenes, que a veces hay diálogos espesos como
los libros de Historia mal escritos, oscuros, embrollados): por un lado era
consciente de llevar en mi retina algunas de las secuencias más vibrantes y
brillantes jamás filmadas, por otro salía con la extraña sensación
(comprensible a mis dieciséis años –de eso no tengo duda: era el verano de
1986-, ahora ya tengo callo y no me dejo amilanar ni pongo en duda mi criterio)
de haber fallado, de no saber muy bien cómo decir ni qué cara poner para
afirmar “pues no me parece para tanto”. Y eso mismo es lo que sentí
contemplando a Peter O´Toole en el rol que le hizo inmortal cuando apenas era
un recién llegado: tenía un rostro que hipnotizaba, unos ojos con múltiples
significados, una apostura a la que ceñir la aureola mítica de su rol, pero
teniendo cerca a Alec Guiness, Anthony Quinn, Jack Hawkins y otros señores
cuyos nombres pronto memoricé no me pareció que descollase, más allá de ser el
encargado de dar vida al personaje homónimo del filme.
Sin embargo, desde que tuve ocasión de verla en televisión he reconocido
una deuda pendiente con Becket (1964),
uno de sus títulos más recordados, una de sus interpretaciones más aplaudidas,
puesto que la vi demasiado joven, conociendo poco o nada los sucesos reales en
los que bebe el texto original de Anouilh que le sirvió como base, resultándome
una historia casi impenetrable, agobiándome y cargándome un tanto, sumándose a
mi desgana el hecho de que tampoco Richard Burton se cuenta entre los
intérpretes a los que venero (más allá de ¿Quién
teme a Virgina Woolf? (1966), casi por las mismas razones que O´Toole);
pero he de revisarla (en realidad, podría decirse que voy a verla por primera
vez) porque siempre he tenido la impresión de que no está nada bien darle la
espalda de esa manera, por mucho que mi adoración por Rex Harrison (ganador ese
año del Oscar por su histórico profesor Higgins de My Fair Lady (1964) a buen seguro seguirá inclinando la balanza
hacia su lado, pero así podré hablar con verdadero conocimiento de causa del
duelo entre O´Toole-Burton y señalar cuál sale victorioso (y, además, Pablo y
conocimos Canterbury y, por lo tanto, tengo esas esencias por ahí atesoradas –al
margen de que allí perdimos a una turista australiana, pero eso deberá contarse
en ocasión más propicia-). Por otro lado, no conocer los hechos reales, no
saber quiénes eran los personajes, no fue óbice para que El león en invierno (1967) pasase desde el primer visionado (en
unas de esas gloriosas sesiones televisivas) a ser una de mis favoritas: tal
vez fuese la poderosa influencia de Katharine Hepburn, en la interpretación más
acabada, señorial y prodigiosa de las cuatro que la convirtieron en la actriz
más galardonada en la historia de los Oscar, el caso es que esa pieza de cámara
opresiva, llena de tensión, rica en matices, esa partida de ajedrez casi a
muerte en la que se juega el destino de Europa, me impidió apartar los ojos de
la pantalla y ha ido aumentando mi reconocimiento y encomio tras varios
visionados; sin duda, Peter O´Toole debió haber alzado el premio de la Academia
en esta ocasión: de las ocho veces en que fue candidato era en ésta en la que
no tenía rival posible y en la que el ganador estaba muy por debajo (Cliff
Robertson por Charly (1968)) de lo
que el irlandés ofrecía en pantalla, un absoluto prodigio, alternando estados
de calma, gestos de amor, sonrisas sinceras con estallidos de furia, momentos
de dolor con exhibiciones de fuerza y poder, un auténtico recital que al
juntarse con el de Katharine Hepburn incendia el celuloide como muy pocas veces
se ha visto.
Y en esas decisiones de la Academia (de los actores, que son los que
votan) en las que parece que actúa como persona individual quedó fuera del
listado de interpretaciones candidatas la que lleva a cabo en El último emperador (1987) –que sí fue
premiada en los David de Donatello, galardón que le fue muy propicio puesto que
lo obtuvo en cuatro ocasiones-, a priori uno de esos roles que parece llevar
adosado el honor de alzar la estatuilla: dentro del acartonamiento con que
Bertolucci hace naufragar la película, O´Toole es casi el único elemento que le
insufla vida, verdad, sensibilidad, humanidad, olvidándose de engolamientos o
demostrando el afán por destacar, trabajando desde uno de esos secundarios a los
que se echa de menos cuando no están, proyectando su sombra por cada fotograma,
adueñándose del filme. Y es que, aunque no pueda compartir ni rubricar el
entusiasmo casi generalizado, no cabe duda que se ha marchado un actor
legendario, con leyenda, un nombre que perdurará por encima de modas o del
implacable paso del tiempo, una presencia constante para el espectador impenitente
y fiel.
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