martes, 17 de diciembre de 2013

PETER O´TOOLE: DEMASIADO EN UN SOLO HOMBRE


 


   ¡Cuántas veces habremos utilizado la conocida (e incluso manida) frase: “¡Líbreme Dios del día de las alabanzas!”! Y es que somos expertos en hablar a destiempo, en reconocer el talento cuando éste se ha extinguido (o, al menos, cuando la persona que lo desplegaba y demostraba no puede disfrutar de los elogios), en celebrar póstumamente lo que negamos, rebajamos, criticamos, denostamos, ignoramos, callamos cuando se podía hablar en presente de aquel/aquella que ahora provoca tanta atención; y lo peor es que algunos lo hacen como si no existiesen hemerotecas, archivos, memorias, pruebas de lo que se dijo en su día cuando se afirma ahora lo contrario sin despeinarse, sin recato, sin rubor, asegurando que ellos siempre aplaudieron, se congratularon, reconocieron a la figura fallecida. Uno, que siempre ha gustado de ser sincero en sus querencias, en sus fobias, en sus gustos (en parte como reflejo de la ética que se intenta aplicar en el ejercicio de la profesión), no va a rasgarse ahora las vestiduras ante el fallecimiento de Peter O´Toole, en el sentido de que jamás se contó entre mis actores preferidos, todo lo contrario: a pesar del predicamento del que gozó casi desde su debut (al menos en este caso, vivió muchos días de alabanzas), a pesar de los elogios que le aupaban a lo más alto de la excelencia en el arte interpretativo, a pesar de que expresar tu opinión te convertía casi en un apestado entre esos que (como tantas veces se ha señalado) no saben argumentar su gusto (el que en realidad no tienen: se limitan a cacarear lo que les haga quedar bien o sentirse parte de una élite), nunca conseguí ver en el actor irlandés más que un histrión sin sentido de la mesura, con un rostro excesivamente crispado aunque la escena en cuestión fuese de lo más calmada, apreciando el sobrecogimiento que podía transmitir con la voz cuando pude tener acceso a la versión original, con una tendencia muy acusada al pavoneo, al lucimiento e incluso el engreimiento, distorsionando su interpretación, mostrando el esfuerzo, es decir, dejando muy al descubierto que era Peter O´Toole encarnando a quien tocase, fagocitando al personaje, quedando por encima, demasiado por encima.

   En este caso, se me hace muy difícil encontrar ese primer momento en que fui espectador de alguna de sus películas, pero no puedo olvidar que Lawrence de Arabia (1962) fue una de esas reposiciones gloriosas (y esperadas cada verano como agua de mayo –paradojas que hacen que la vida valga la pena-), de esos reestrenos que se anunciaban a bombo y platillo y que excitaban enormemente a un adolescente para quien la mayor felicidad era abrir un libro o entrar a una sala de cine (y que llegó no mucho después de que hubiese tenido lugar la de El puente sobre el río Kwai (1957), uno de esos momentos que acuden a mi memoria periódicamente, una de esas evocaciones en que me veo flotando, sin tocar la butaca, casi abducido por la pantalla –el pantallón, como estaba mandado, no como ahora que abundan ridiculeces y miniaturas-, es decir, que ya era rendido admirador de David Lean). Del mismo modo, reproduzco como si estuviese sucediendo en este momento la decepción con la que salí del cine, asumiendo que me había perdido bastante, que no había entendido el entramado político, que me faltaba información (y he comprobado después que se dan demasiadas cosas por sabidas o, al menos, que no saben explicarse ni convertirse con facilidad en imágenes, que a veces hay diálogos espesos como los libros de Historia mal escritos, oscuros, embrollados): por un lado era consciente de llevar en mi retina algunas de las secuencias más vibrantes y brillantes jamás filmadas, por otro salía con la extraña sensación (comprensible a mis dieciséis años –de eso no tengo duda: era el verano de 1986-, ahora ya tengo callo y no me dejo amilanar ni pongo en duda mi criterio) de haber fallado, de no saber muy bien cómo decir ni qué cara poner para afirmar “pues no me parece para tanto”. Y eso mismo es lo que sentí contemplando a Peter O´Toole en el rol que le hizo inmortal cuando apenas era un recién llegado: tenía un rostro que hipnotizaba, unos ojos con múltiples significados, una apostura a la que ceñir la aureola mítica de su rol, pero teniendo cerca a Alec Guiness, Anthony Quinn, Jack Hawkins y otros señores cuyos nombres pronto memoricé no me pareció que descollase, más allá de ser el encargado de dar vida al personaje homónimo del filme.

   Sin embargo, desde que tuve ocasión de verla en televisión he reconocido una deuda pendiente con Becket (1964), uno de sus títulos más recordados, una de sus interpretaciones más aplaudidas, puesto que la vi demasiado joven, conociendo poco o nada los sucesos reales en los que bebe el texto original de Anouilh que le sirvió como base, resultándome una historia casi impenetrable, agobiándome y cargándome un tanto, sumándose a mi desgana el hecho de que tampoco Richard Burton se cuenta entre los intérpretes a los que venero (más allá de ¿Quién teme a Virgina Woolf? (1966), casi por las mismas razones que O´Toole); pero he de revisarla (en realidad, podría decirse que voy a verla por primera vez) porque siempre he tenido la impresión de que no está nada bien darle la espalda de esa manera, por mucho que mi adoración por Rex Harrison (ganador ese año del Oscar por su histórico profesor Higgins de My Fair Lady (1964) a buen seguro seguirá inclinando la balanza hacia su lado, pero así podré hablar con verdadero conocimiento de causa del duelo entre O´Toole-Burton y señalar cuál sale victorioso (y, además, Pablo y conocimos Canterbury y, por lo tanto, tengo esas esencias por ahí atesoradas –al margen de que allí perdimos a una turista australiana, pero eso deberá contarse en ocasión más propicia-). Por otro lado, no conocer los hechos reales, no saber quiénes eran los personajes, no fue óbice para que El león en invierno (1967) pasase desde el primer visionado (en unas de esas gloriosas sesiones televisivas) a ser una de mis favoritas: tal vez fuese la poderosa influencia de Katharine Hepburn, en la interpretación más acabada, señorial y prodigiosa de las cuatro que la convirtieron en la actriz más galardonada en la historia de los Oscar, el caso es que esa pieza de cámara opresiva, llena de tensión, rica en matices, esa partida de ajedrez casi a muerte en la que se juega el destino de Europa, me impidió apartar los ojos de la pantalla y ha ido aumentando mi reconocimiento y encomio tras varios visionados; sin duda, Peter O´Toole debió haber alzado el premio de la Academia en esta ocasión: de las ocho veces en que fue candidato era en ésta en la que no tenía rival posible y en la que el ganador estaba muy por debajo (Cliff Robertson por Charly (1968)) de lo que el irlandés ofrecía en pantalla, un absoluto prodigio, alternando estados de calma, gestos de amor, sonrisas sinceras con estallidos de furia, momentos de dolor con exhibiciones de fuerza y poder, un auténtico recital que al juntarse con el de Katharine Hepburn incendia el celuloide como muy pocas veces se ha visto.

   Y en esas decisiones de la Academia (de los actores, que son los que votan) en las que parece que actúa como persona individual quedó fuera del listado de interpretaciones candidatas la que lleva a cabo en El último emperador (1987) –que sí fue premiada en los David de Donatello, galardón que le fue muy propicio puesto que lo obtuvo en cuatro ocasiones-, a priori uno de esos roles que parece llevar adosado el honor de alzar la estatuilla: dentro del acartonamiento con que Bertolucci hace naufragar la película, O´Toole es casi el único elemento que le insufla vida, verdad, sensibilidad, humanidad, olvidándose de engolamientos o demostrando el afán por destacar, trabajando desde uno de esos secundarios a los que se echa de menos cuando no están, proyectando su sombra por cada fotograma, adueñándose del filme. Y es que, aunque no pueda compartir ni rubricar el entusiasmo casi generalizado, no cabe duda que se ha marchado un actor legendario, con leyenda, un nombre que perdurará por encima de modas o del implacable paso del tiempo, una presencia constante para el espectador impenitente y fiel.

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