TÍTULO ORIGINAL: Anna Karenina
DIRECCIÓN: Joe Wright GUIÓN: Tom Stoppard (basado en la novela homónima de León
Tolstói) MÚSICA: Dario Marianelli FOTOGRAFÍA: Seamus McGarvey MONTAJE: Melanie
Oliver REPARTO: Keira Knightley, Aaron Taylor-Johnson, Jude Law, Domhnall
Gleeson, Kelly Macdonald, Olivia Williams, Alicia Vikander, Matthew Macfayden,
Emily Watson
No es extraño que alguien presuma de conocer un clásico sólo porque
puede citar una frase más o menos literal procedente del mismo, porque se cree
capaz de sintetizar su argumento en dos o tres frases consensuadas o aceptadas
como una especie de canon o porque utiliza el nombre de alguno de sus
personajes como ejemplo para explicar algo; y, sin embargo, la mayoría de las
veces ese pretendido conocimiento no pasa de ser un cacareo que da carta de
naturaleza a un comentario poco afortunado, ya que el punto de partida, la
fuente en la que se ha bebido, está muy adulterado o completamente alterado con
respecto al original al que se supone representa. Son muchos los que, tras
colocar con más o menos acierto en una conversación una referencia a Don Quijote de la Mancha, La Regenta o Cien años de soledad (normalmente las primeras líneas –o frase en
el caso de Clarín-), enmudecen, trastabillan, se acaloran, si su interlocutor
agarra ese cabo para continuar el coloquio y dejan muy patente su total
desconocimiento sobre la obra convocada; también puede suceder que uno conozca
un resumen, una refundición, una versión para jóvenes, pero no el texto
completo, por no hablar de cuando se pontifica sobre tal o cual autor
conociendo tan sólo alguna de las adaptaciones que sus escritos hayan
propiciado –todo por no recordar a aquellos que no se atreven a decir lo que
verdaderamente opinan porque prefieren esconderse dentro de la corriente general
e incluso impuesta y, considerados como referentes o voces autorizadas, en
realidad venden como su gusto lo que dictan otros y dejando igualmente a un
lado a aquellos que sólo aceptan su propia interpretación como válida, hecho
que abunda sobre todo en las aulas-.
Anna Karenina es un buen
ejemplo de lo anterior, puesto que casi todo el mundo reconoce e incluso
utiliza la sentencia “todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo
son cada una a su modo”, pero muy pocos conocen verdaderamente lo que sucede en
las mil páginas que siguen a esta primera línea o sólo son capaces de contar la
historia al modo en que se ha hecho en sus diferentes adaptaciones
cinematográficas, siendo las más famosas la protagonizada por Greta Garbo en
1935 y la que en 1948 sirvió para que Vivien Leigh le diese el que, hasta el
momento, sigue siendo el mejor rostro que nunca pudo soñar Tolstói para la mujer
que dio título a su obra magna cuando es, tan sólo, una de las piezas del
soberbio puzle que el autor ruso fue uniendo para retratar –sin piedad, sin
recato, sin miedo, sin maquillajes- a la sociedad de su época. Y es que, aunque
la gran (y la pequeña) pantalla ha puesto el foco en el adulterio (uno de los
grandes temas de la literatura del XIX) y sin duda todo lo relativo al mismo
conforma una de las columnas vertebrales de la novela, el también autor de Guerra y paz pensaba llamar a su obra Dos familias y utiliza a Anna tan sólo
como un personaje más, compartiendo protagonismo e importancia con Levin,
Oblonsky y, por supuesto, Vronski y Karenin, no presentándola hasta la página
94, reservándole, eso sí, unas líneas que revelan la importancia que Tolstói quería
dar a su creación ya desde esa primera toma de contacto y que uno no se resiste
a reproducir: “Vronski subió al vagón detrás del revisor y se detuvo a la
entrada del compartimento para dejar salir a una señora. Gracias a esa
intuición de los hombres de mundo, le bastó una sola mirada para determinar
que, por su aspecto, esa mujer tenía que pertenecer a la mejor sociedad.
Después de disculparse, se dispuso a seguir su camino, pero sintió la necesidad
de mirarla una vez más, no porque fuera especialmente bella o por la elegancia
y la discreta donosura que desprendía su figura, sino por la expresión delicada
y tierna que tenía su rostro encantador al pasar. En ese preciso instante,
también ella se volvió. Sus brillantes ojos grises, que parecían oscuros por
las espesas pestañas, se detuvieron amables y atentos en el rostro de Vronski,
como si lo hubiera reconocido; luego se volvieron hacia la muchedumbre que se
aproximaba, como buscando a alguien. En esa breve mirada Vronski tuvo tiempo de
apreciar la animación contenida que irradiaba su semblante y revoloteaba entre
los ojos resplandecientes, así como la sonrisa apenas perceptible que curvaba
sus labios de grana. Era como si todo su ser acumulara un exceso de energía que
se manifestaba en contra de su voluntad, ya en forma de sonrisa o de vivas
miradas. Aunque procuraba velar el resplandor de sus ojos, no podía oscurecer
la luz que envolvía la tímida sonrisa de sus labios”. Como puede comprobarse,
incluso antes de ser nombrada, Anna Karenina aparece como personaje legendario,
impone su presencia y resulta imposible resistirse a su magnetismo (porque el
lector lo experimenta del mismo modo que el que será su amante no muchas
páginas después).
El prestigioso dramaturgo Tom Stoppard, quien también tiene un pasado importante
como guionista, bien adaptando a otros autores –recuérdense Una inglesa romántica (1975) o La casa Rusia (1990)-, bien escribiendo
directamente para la pantalla –Brazil (1985),
Shakespeare in love (1998) por la que
obtuvo un Oscar junto a Marc Norman- e incluso incursionando detrás de las
cámaras para adaptar una obra propia –Rosencrantz
y Guildenstern han muerto (1990)-, no pierde de vista que el público llega
a esta nueva versión del clásico sabiendo que narra un adulterio, una pasión,
un triángulo amoroso, que aunque sólo conozca tres o cuatro tópicos o una mala
refundición de lo que la novela narra casi nadie llega incólume a esta historia,
y tal vez por eso se dedica a dar cabida al microcosmos tolstoiano, no quiere dejar
fuera a personajes que suelen considerarse casi prescindibles, secundarios,
rémoras que no dejan avanzar la trama, logrando que por primera vez queden
reflejadas en pantalla las auténticas intenciones del autor, su discurso y,
sobre todo, su ausencia de juicio, su falta de toma de partido, su comprensión
para con todos, su limpia exposición ante el lector para que sea él quien
califique, quien saque conclusiones, quien aplique su moral, sus prejuicios,
sus gustos, su preferencia por una manera de entender y vivir el amor y la
pasión u otra, puesto que lo que hace Tolstói es contraponer tres parejas (o
cuatro, teniendo en cuenta la que forma Anna con su marido), tres experiencias
amatorias, tres peripecias muy diferentes entre sí pero con nexos comunes (los
amantes de unas interactúan con los de las otras e incluso caen en contradicciones
según en qué lado se encuentren) y viéndose todas muy influenciadas por el
escenario en el que ocurren y, sobre todo, por la sociedad que las juzga e
intenta (y a veces consigue) influir en su desarrollo. Para ello, sin mermar
relevancia ni aliento legendario al huracán pasional que envuelve a Anna y
Vronski, Stoppard amplía horizontes con respecto a sus antecesores y respeta la
estructura y forma de imbricar los diferentes asuntos tratados del original,
teniendo muy cuenta el a modo de representación permanente en que vivía la
sociedad rusa del momento (una de las tantas cosas que Tolstói retrata con mano
maestra cuando narra una función de
ópera), haciendo que la mayor parte del metraje transcurra en el interior de un
teatro, con cambios de decorado, movimientos entre cajas, acción en los palcos,
mutis y apariciones, creando juegos visuales sorprendentes, agilizando el
relato, mostrando todo al espectador, permitiendo a Joe Wright mil y una
virguerías, una dirección necesariamente barroca pero al mismo tiempo muy
fluida, coreografiada al milímetro, llena de matices e intenciones, toda una
obra maestra en concepción y ejecución.
Sólo la secuencia del baile merecería todos los galardones posibles por
hablar en varios niveles (al modo de aquel espectacular travelling de Expiación (2007), en el que sólo se
necesitaban unos minutos para sintetizar el horror de la guerra que reflejaba
de manera escalofriante el original de Ian McEwan): los corazones de los
amantes se desbocan, los que se consideran mejores por el hecho de negarse
sentimientos (e impedir a los demás que los expresen) escudriñan y emiten
veredictos de culpabilidad, las máscaras detrás de las que ocultarse, las
personas que sólo son lo que deben ser, lo que se espera de ellas, lo que la
buena sociedad demanda (ya se dice bien claro en alguna ocasión: lo peor que
hace Anna es romper las normas –eso es lo que le censuran y lo que conforma su
culpa, su pecado, su sentencia-), todo eso y más va desfilando ante nuestros
ojos mientras la música suena y los danzantes ejecutan su número; sin imitar a
nadie, pero demostrando que los conoce y venera, Wright conjura a Visconti, a
Ophüls, a Minnelli, por su riqueza expresiva, por un preciosismo bien entendido
y lleno de significados, por el gusto en la combinación de colores, por saber
utilizar las partes más realistas de la novela (las relativas a Levin) para
romper las paredes de ese teatro en que transcurre el resto de la acción, para
comprender las diferencias entre los que viven con el ojo público sobre ellos y
los que se alejan de él (aunque lleven lastres, tal vez los mismos, tal vez
otros).
Como decíamos antes, al igual que la mayoría de los grandes novelistas
del XIX, Tolstói no juzga a sus personajes: todos son imperfectos, todos son
verdaderamente humanos, le sirven para exponer su pensamiento, su manera de ver
las cosas, para tratar sobre determinados temas candentes del momento en que
escribe, pero es muy pulcro y cuidadoso, no quiere dejar nada fuera, y se
preocupa de que todas las voces tengan cabida, de que sus creaciones sean
poliédricas y a veces las comprendamos, a veces las rechacemos y otras no
tengamos claro qué pensamos sobre ellas. En este sentido, hay que aplaudir
especialmente el retrato que se hace de Karenin, la espléndida interpretación
de Jude Law que explora sus diferentes facetas (no tan víctima como pueda
pensarse, no tan verdugo como le han dibujado algunos), haciendo especial
incidencia en el furor que siente más porque el adulterio de su mujer es
público que por la ofensa personal en sí; Aaron Taylor-Johnson sigue revelándose,
película tras película, como un asombroso camaleón, aportando su hechizo, su
carisma, su atractivo para que Vronski gane en prestancia y hondura; la que sin
duda puede presentarse como musa del director, Keira Knightley (sin duda el
mayor error de Orgullo y prejuicio (2005),
ópera prima de Wright), olvida su afectación y tendencia a la gesticulación sin
freno (muy cercana en ocasiones –sin su aureola de divismo ni su hieratismo
misterioso- a la de la Garbo) para ser un elemento más de esta fastuosa cinta,
sin llegar a la humanidad y carnalidad que entregó Vivien Leigh al mismo rol,
pero manteniéndose en el lugar que le han dado, sin tentaciones de estrella.
Tras la decepción que supuso aquel Orgullo
y prejuicio que tan poco parecía haber entendido lo que Jane Austen quería
contar (a pesar del concurso de un puñado de muy buenos actores), Joe Wright
dejó claro, gracias a Expiación, que
era un director a tener muy en cuenta, sabiendo narrar al modo clásico (es
decir, dando prioridad a los acontecimientos) pero imprimiendo su sello, su
ritmo, respetando la partitura y ajustándose a lo que la historia reclamase.
Ahora, con Anna Karenina, deja muy
clara su visión global de la obra, su aparente facilidad para aglutinar
elementos sin que ninguno esté fuera de lugar, un colosalismo bien entendido y
graduado que no oculta ni olvida lo íntimo, lo personal, lo que anida en el
pecho y en la mente de las personas que aparecen frente a su cámara. A buen
seguro, este filme logrará que muchas personas quieran conocer uno de los títulos
más impresionantes, deslumbrantes y emocionantes que dará la literatura
universal por muchos siglos que le queden a este mundo (no tan lejano del que
se esconde en las páginas de Tolstói).
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