miércoles, 3 de abril de 2013

"ANNA KARENINA": VISCONTI (Y ALGUNO MÁS) HA RESUCITADO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Anna Karenina DIRECCIÓN: Joe Wright GUIÓN: Tom Stoppard (basado en la novela homónima de León Tolstói) MÚSICA: Dario Marianelli FOTOGRAFÍA: Seamus McGarvey MONTAJE: Melanie Oliver REPARTO: Keira Knightley, Aaron Taylor-Johnson, Jude Law, Domhnall Gleeson, Kelly Macdonald, Olivia Williams, Alicia Vikander, Matthew Macfayden, Emily Watson


   No es extraño que alguien presuma de conocer un clásico sólo porque puede citar una frase más o menos literal procedente del mismo, porque se cree capaz de sintetizar su argumento en dos o tres frases consensuadas o aceptadas como una especie de canon o porque utiliza el nombre de alguno de sus personajes como ejemplo para explicar algo; y, sin embargo, la mayoría de las veces ese pretendido conocimiento no pasa de ser un cacareo que da carta de naturaleza a un comentario poco afortunado, ya que el punto de partida, la fuente en la que se ha bebido, está muy adulterado o completamente alterado con respecto al original al que se supone representa. Son muchos los que, tras colocar con más o menos acierto en una conversación una referencia a Don Quijote de la Mancha, La Regenta o Cien años de soledad (normalmente las primeras líneas –o frase en el caso de Clarín-), enmudecen, trastabillan, se acaloran, si su interlocutor agarra ese cabo para continuar el coloquio y dejan muy patente su total desconocimiento sobre la obra convocada; también puede suceder que uno conozca un resumen, una refundición, una versión para jóvenes, pero no el texto completo, por no hablar de cuando se pontifica sobre tal o cual autor conociendo tan sólo alguna de las adaptaciones que sus escritos hayan propiciado –todo por no recordar a aquellos que no se atreven a decir lo que verdaderamente opinan porque prefieren esconderse dentro de la corriente general e incluso impuesta y, considerados como referentes o voces autorizadas, en realidad venden como su gusto lo que dictan otros y dejando igualmente a un lado a aquellos que sólo aceptan su propia interpretación como válida, hecho que abunda sobre todo en las aulas-.

   Anna Karenina es un buen ejemplo de lo anterior, puesto que casi todo el mundo reconoce e incluso utiliza la sentencia “todas las familias felices se parecen; las desdichadas lo son cada una a su modo”, pero muy pocos conocen verdaderamente lo que sucede en las mil páginas que siguen a esta primera línea o sólo son capaces de contar la historia al modo en que se ha hecho en sus diferentes adaptaciones cinematográficas, siendo las más famosas la protagonizada por Greta Garbo en 1935 y la que en 1948 sirvió para que Vivien Leigh le diese el que, hasta el momento, sigue siendo el mejor rostro que nunca pudo soñar Tolstói para la mujer que dio título a su obra magna cuando es, tan sólo, una de las piezas del soberbio puzle que el autor ruso fue uniendo para retratar –sin piedad, sin recato, sin miedo, sin maquillajes- a la sociedad de su época. Y es que, aunque la gran (y la pequeña) pantalla ha puesto el foco en el adulterio (uno de los grandes temas de la literatura del XIX) y sin duda todo lo relativo al mismo conforma una de las columnas vertebrales de la novela, el también autor de Guerra y paz pensaba llamar a su obra Dos familias y utiliza a Anna tan sólo como un personaje más, compartiendo protagonismo e importancia con Levin, Oblonsky y, por supuesto, Vronski y Karenin, no presentándola hasta la página 94, reservándole, eso sí, unas líneas que revelan la importancia que Tolstói quería dar a su creación ya desde esa primera toma de contacto y que uno no se resiste a reproducir: “Vronski subió al vagón detrás del revisor y se detuvo a la entrada del compartimento para dejar salir a una señora. Gracias a esa intuición de los hombres de mundo, le bastó una sola mirada para determinar que, por su aspecto, esa mujer tenía que pertenecer a la mejor sociedad. Después de disculparse, se dispuso a seguir su camino, pero sintió la necesidad de mirarla una vez más, no porque fuera especialmente bella o por la elegancia y la discreta donosura que desprendía su figura, sino por la expresión delicada y tierna que tenía su rostro encantador al pasar. En ese preciso instante, también ella se volvió. Sus brillantes ojos grises, que parecían oscuros por las espesas pestañas, se detuvieron amables y atentos en el rostro de Vronski, como si lo hubiera reconocido; luego se volvieron hacia la muchedumbre que se aproximaba, como buscando a alguien. En esa breve mirada Vronski tuvo tiempo de apreciar la animación contenida que irradiaba su semblante y revoloteaba entre los ojos resplandecientes, así como la sonrisa apenas perceptible que curvaba sus labios de grana. Era como si todo su ser acumulara un exceso de energía que se manifestaba en contra de su voluntad, ya en forma de sonrisa o de vivas miradas. Aunque procuraba velar el resplandor de sus ojos, no podía oscurecer la luz que envolvía la tímida sonrisa de sus labios”. Como puede comprobarse, incluso antes de ser nombrada, Anna Karenina aparece como personaje legendario, impone su presencia y resulta imposible resistirse a su magnetismo (porque el lector lo experimenta del mismo modo que el que será su amante no muchas páginas después).

   El prestigioso dramaturgo Tom Stoppard, quien también tiene un pasado importante como guionista, bien adaptando a otros autores –recuérdense Una inglesa romántica (1975) o La casa Rusia (1990)-, bien escribiendo directamente para la pantalla –Brazil (1985), Shakespeare in love (1998) por la que obtuvo un Oscar junto a Marc Norman- e incluso incursionando detrás de las cámaras para adaptar una obra propia –Rosencrantz y Guildenstern han muerto (1990)-, no pierde de vista que el público llega a esta nueva versión del clásico sabiendo que narra un adulterio, una pasión, un triángulo amoroso, que aunque sólo conozca tres o cuatro tópicos o una mala refundición de lo que la novela narra casi nadie llega incólume a esta historia, y tal vez por eso se dedica a dar cabida al microcosmos tolstoiano, no quiere dejar fuera a personajes que suelen considerarse casi prescindibles, secundarios, rémoras que no dejan avanzar la trama, logrando que por primera vez queden reflejadas en pantalla las auténticas intenciones del autor, su discurso y, sobre todo, su ausencia de juicio, su falta de toma de partido, su comprensión para con todos, su limpia exposición ante el lector para que sea él quien califique, quien saque conclusiones, quien aplique su moral, sus prejuicios, sus gustos, su preferencia por una manera de entender y vivir el amor y la pasión u otra, puesto que lo que hace Tolstói es contraponer tres parejas (o cuatro, teniendo en cuenta la que forma Anna con su marido), tres experiencias amatorias, tres peripecias muy diferentes entre sí pero con nexos comunes (los amantes de unas interactúan con los de las otras e incluso caen en contradicciones según en qué lado se encuentren) y viéndose todas muy influenciadas por el escenario en el que ocurren y, sobre todo, por la sociedad que las juzga e intenta (y a veces consigue) influir en su desarrollo. Para ello, sin mermar relevancia ni aliento legendario al huracán pasional que envuelve a Anna y Vronski, Stoppard amplía horizontes con respecto a sus antecesores y respeta la estructura y forma de imbricar los diferentes asuntos tratados del original, teniendo muy cuenta el a modo de representación permanente en que vivía la sociedad rusa del momento (una de las tantas cosas que Tolstói retrata con mano maestra cuando narra una  función de ópera), haciendo que la mayor parte del metraje transcurra en el interior de un teatro, con cambios de decorado, movimientos entre cajas, acción en los palcos, mutis y apariciones, creando juegos visuales sorprendentes, agilizando el relato, mostrando todo al espectador, permitiendo a Joe Wright mil y una virguerías, una dirección necesariamente barroca pero al mismo tiempo muy fluida, coreografiada al milímetro, llena de matices e intenciones, toda una obra maestra en concepción y ejecución.

   Sólo la secuencia del baile merecería todos los galardones posibles por hablar en varios niveles (al modo de aquel espectacular travelling de Expiación (2007), en el que sólo se necesitaban unos minutos para sintetizar el horror de la guerra que reflejaba de manera escalofriante el original de Ian McEwan): los corazones de los amantes se desbocan, los que se consideran mejores por el hecho de negarse sentimientos (e impedir a los demás que los expresen) escudriñan y emiten veredictos de culpabilidad, las máscaras detrás de las que ocultarse, las personas que sólo son lo que deben ser, lo que se espera de ellas, lo que la buena sociedad demanda (ya se dice bien claro en alguna ocasión: lo peor que hace Anna es romper las normas –eso es lo que le censuran y lo que conforma su culpa, su pecado, su sentencia-), todo eso y más va desfilando ante nuestros ojos mientras la música suena y los danzantes ejecutan su número; sin imitar a nadie, pero demostrando que los conoce y venera, Wright conjura a Visconti, a Ophüls, a Minnelli, por su riqueza expresiva, por un preciosismo bien entendido y lleno de significados, por el gusto en la combinación de colores, por saber utilizar las partes más realistas de la novela (las relativas a Levin) para romper las paredes de ese teatro en que transcurre el resto de la acción, para comprender las diferencias entre los que viven con el ojo público sobre ellos y los que se alejan de él (aunque lleven lastres, tal vez los mismos, tal vez otros).

   Como decíamos antes, al igual que la mayoría de los grandes novelistas del XIX, Tolstói no juzga a sus personajes: todos son imperfectos, todos son verdaderamente humanos, le sirven para exponer su pensamiento, su manera de ver las cosas, para tratar sobre determinados temas candentes del momento en que escribe, pero es muy pulcro y cuidadoso, no quiere dejar nada fuera, y se preocupa de que todas las voces tengan cabida, de que sus creaciones sean poliédricas y a veces las comprendamos, a veces las rechacemos y otras no tengamos claro qué pensamos sobre ellas. En este sentido, hay que aplaudir especialmente el retrato que se hace de Karenin, la espléndida interpretación de Jude Law que explora sus diferentes facetas (no tan víctima como pueda pensarse, no tan verdugo como le han dibujado algunos), haciendo especial incidencia en el furor que siente más porque el adulterio de su mujer es público que por la ofensa personal en sí; Aaron Taylor-Johnson sigue revelándose, película tras película, como un asombroso camaleón, aportando su hechizo, su carisma, su atractivo para que Vronski gane en prestancia y hondura; la que sin duda puede presentarse como musa del director, Keira Knightley (sin duda el mayor error de Orgullo y prejuicio (2005), ópera prima de Wright), olvida su afectación y tendencia a la gesticulación sin freno (muy cercana en ocasiones –sin su aureola de divismo ni su hieratismo misterioso- a la de la Garbo) para ser un elemento más de esta fastuosa cinta, sin llegar a la humanidad y carnalidad que entregó Vivien Leigh al mismo rol, pero manteniéndose en el lugar que le han dado, sin tentaciones de estrella.

   Tras la decepción que supuso aquel Orgullo y prejuicio que tan poco parecía haber entendido lo que Jane Austen quería contar (a pesar del concurso de un puñado de muy buenos actores), Joe Wright dejó claro, gracias a Expiación, que era un director a tener muy en cuenta, sabiendo narrar al modo clásico (es decir, dando prioridad a los acontecimientos) pero imprimiendo su sello, su ritmo, respetando la partitura y ajustándose a lo que la historia reclamase. Ahora, con Anna Karenina, deja muy clara su visión global de la obra, su aparente facilidad para aglutinar elementos sin que ninguno esté fuera de lugar, un colosalismo bien entendido y graduado que no oculta ni olvida lo íntimo, lo personal, lo que anida en el pecho y en la mente de las personas que aparecen frente a su cámara. A buen seguro, este filme logrará que muchas personas quieran conocer uno de los títulos más impresionantes, deslumbrantes y emocionantes que dará la literatura universal por muchos siglos que le queden a este mundo (no tan lejano del que se esconde en las páginas de Tolstói).

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