TÍTULO ORIGINAL: The Host DIRECCIÓN:
Andrew Niccol GUIÓN: Andrew Niccol (basado en la novela homónima de Stephenie
Meyer) MÚSICA: Antonio Pinto FOTOGRAFÍA: Roberto Schaefer MONTAJE: Thomas J. Nordberg
REPARTO: Saoirse Ronan, Diane Kruger, Max Irons, Jake Abel, William Hurt,
Frances Fisher
En alguna ocasión ya hemos hablado de la fórmula del éxito, esa más
misteriosa que la de la Coca Cola, la que sólo puede analizarse e intentar
entenderse a posteriori, cuando el producto está dando réditos, esa que
funciona una, mil, innumerables veces hasta que de buenas a primeras deja su
lugar a otra y así sucesivamente; es cierto que hay determinados cócteles que
siempre dan resultado, que mantienen su vigencia a lo largo de los años, pero
no conviene vivir sólo de lo ya conseguido porque los vientos del favor del
público son muy tornadizos. Ya desde los primeros compases de Crepúsculo (2008) –y hablaremos de la
versión cinematográfica, por no alejarnos del verdadero objeto de estudio de
este blog- podía intuirse que Stephenie Meyer no iba a salirse de un esquema
que podía alargarse interminablemente, aunque al menos tuvimos la fortuna de
que decidiese parar en el cuarto volumen –sin embargo en cine fueron necesarias
cinco películas- (lo que no fue óbice para que publicase un a modo de secuela que
retomaba la historia de un personaje secundario de Eclipse, el tercer tomo, y
planificase uno más para dar voz a Edward Cullen, el protagonista masculino, ya
que la saga está narrada por Bella, al que dio carpetazo tras filtrarse en la
red parte del contenido) y buscase nuevos horizontes, en realidad muy similares
a los anteriores, volviendo a descubrir la pólvora (es decir, dando más de lo
mismo revistiéndolo de un carácter novedoso que sólo los más jóvenes pueden
considerar como tal), repitiéndose y dejando patente su escasa originalidad y
falta de ambición literaria.
A priori, La huésped se
anunció como un libro para adultos, como un giro de timón en su trayectoria tras
conseguir que adolescentes de todo el mundo suspirasen por vampiros y hombres
lobo o se enamorasen de Bella, la heroína dispuesta a todo por amor; pero sin
perder de vista el continuo crecimiento de su cuenta corriente, Meyer optó por
cambiar aquellas criaturas por otras llamadas “almas” y mezclando de aquí y de
allá, tomando prestado de la ciencia ficción, del subgénero apocalíptico, e
incluso plagiándose sin recato (al fin y al cabo, mucho de lo escrito por ella
está “inspirado” por otros) pergeñó -¡otra vez!- una historia sobre un amor
imposible, un triángulo (aunque, las cosas como son, un tanto peculiar; en
seguida abundamos en ello), unos protagonistas jóvenes que puedan empatizar con
sus millones de lectores en anhelos, deseos, pulsiones, testosterona, hormonas
e instintos, es decir, buscando a su público cautivo, el que esperaba anhelante
una nueva saga a la que engancharse. No es baladí comparar a esta autora con J.
K. Rowling y eso ayuda a dejar aún más claros los muchos puntos flacos de
Stephenie Meyer (y en este caso sí nos centraremos en lo que escriben, puesto
que las ocho películas en que han transformado las novelas de Harry Potter no
hacen justicia a su autora, echando por tierra su cuidada planificación de la
serie): la autora británica tuvo muy claro que su personaje principal iba
cumpliendo años, iba creciendo, madurando, al tiempo que lo hacían los lectores
y por eso fue enriqueciendo su prosa, oscureciéndola, pasando del encanto e
incluso candor de los primeros volúmenes a la complejidad argumental y emocional
de los finales (y tras poner, como anunció tiempo antes, el colofón con el
séptimo título, sí que ha decidido probar fortuna en la ficción para adultos –aunque
del cuarto tomo en adelante no puede afirmarse, al menos con rotundidad, que
Harry Potter sea una lectura apropiada para los más pequeños-); sin embargo, la
estadounidense sigue creando para los chavales que se deleitaron con el romance
entre el vampiro y la humana, no tiene en cuenta que los años van pasando y que
habrá quien se abochorne ahora por haber bebido los vientos y babeado con lo
que, visto desde otra edad, le resultará ñoño, simplón o calificativos un poco
más gruesos (esa prueba del algodón, enfrentar al adulto de hoy a sus gustos
infantiles, que muy pocos logran superar –para eso hay que llamarse Enid
Blyton, Julio Verne, Robert Louis Stevenson y por ahí-).
Con estas premisas, The Host (La
huésped) es una cinta plagada de diálogos sonrojantes y ridículos, que
podría tener más mordiente (perdón por el chiste fácil) que la saga que la
precede (y que a pesar de todo es más fácil de ver, menos cansina y torpe,
mejor realizada que cualquiera de los filmes que componen Crepúsculo) si realmente a la autora le preocupase llegar a otro
tipo de público (sin excluir a ninguno, es decir, si supiese trabajar
diferentes tonos). La historia de amor (como, por otro lado, ya sucedía con la
vivida por Natalie Portman y Hayden Christensen en Star Wars: Episodio II – El ataque de los clones (2002), que podría
pasar a la historia como la más cursi jamás vista en pantalla) se sustenta
sobre los tópicos más trillados, obligando a los actores a pronunciar frases
que destilan melaza, absolutamente empalagosas, aforismos que aspiran a
convertirse en lemas, a llenar camisetas, pegatinas, tazas, todo el merchandising
posible, obviando cualquier elemento que pueda desviar la atención, que pueda
aportar una necesaria complejidad a lo narrado. Cualquier interpretación
política, cualquier traslación que pueda hacerse al mundo actual (premisa que,
de una forma u otra, es base de la ciencia ficción, incluso de la más
escapista), queda diluida o directamente dinamitada porque el guión ni se asoma
a esos detalles, ni profundiza en cómo y por qué esas “almas” invaden otros
planetas, se apoderan de sus habitantes, los ocupan y sustituyen, enarbolando
la bandera de la no violencia; pero, como apuntábamos antes, la trivialización
más palmaria la encontramos en el hecho de que el personaje central (el asumido
por Saoirse Ronan) vive una dicotomía, tiene un “alma” dentro pero conserva su
identidad, lo que provoca que sea recibida con frialdad, desconcierto, odio o
resquemor por su familia, por sus amigos, por su amante, pero que la nueva
personalidad (o sea, no la chica que era antes, sino el aporte, el ocupante)
enamore al mejor amigo de éste, dándose la paradoja de que el cuerpo de ambas
es el mismo, deviniendo este elemento casi en algo cómico que a la larga
resulta irritante.
Y eso que Saoirse Ronan trabaja con inteligencia las dos voces, las dos
personalidades, la lucha y el progresivo entendimiento entre ambas, la
necesaria amistad que se ven obligadas a trabar si quieren sobrevivir, pero no
es suficiente para que la película levante el vuelo (es una lástima cómo, desde
su descubrimiento en la excepcional Expiación
(2007), la joven actriz no ha encontrado un personaje y/o cinta que la
merezca –podría haber sido The Lovely
Bones (2009), si hubiese encontrado inspirado a Peter Jackson, aunque poco
podía hacerse con semejante material, otro de esos best sellers que abochornan
por la obscenidad con que apelan a los sentimientos más básicos-). Del mismo modo,
Diane Kruger (actriz que poco a poco va consiguiendo interpretaciones
meritorias e incluso destacables –Copying
Beethoven (2006) o Adiós a la reina (2012),
donde aporta frescura frente al envaramiento y los mohines de Léa Seydoux-) ve
reducidas las posibilidades de su rol a la mínima expresión, pudiendo sólo lucirse
en sus primeras apariciones. Stephenie Meyer ha anunciado dos entregas para
continuar la historia; miedo –pero no del bueno- da imaginar lo que puede
venir, teniendo en cuenta cómo se remata esta cinta (y, a pesar de todo, no
destriparemos el desenlace, para que cada cual satisfaga o no su curiosidad).
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