martes, 16 de abril de 2013

"THE HOST (LA HUÉSPED)": SOBREDOSIS DE AZÚCAR


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Host DIRECCIÓN: Andrew Niccol GUIÓN: Andrew Niccol (basado en la novela homónima de Stephenie Meyer) MÚSICA: Antonio Pinto FOTOGRAFÍA: Roberto Schaefer MONTAJE: Thomas J. Nordberg REPARTO: Saoirse Ronan, Diane Kruger, Max Irons, Jake Abel, William Hurt, Frances Fisher


   En alguna ocasión ya hemos hablado de la fórmula del éxito, esa más misteriosa que la de la Coca Cola, la que sólo puede analizarse e intentar entenderse a posteriori, cuando el producto está dando réditos, esa que funciona una, mil, innumerables veces hasta que de buenas a primeras deja su lugar a otra y así sucesivamente; es cierto que hay determinados cócteles que siempre dan resultado, que mantienen su vigencia a lo largo de los años, pero no conviene vivir sólo de lo ya conseguido porque los vientos del favor del público son muy tornadizos. Ya desde los primeros compases de Crepúsculo (2008) –y hablaremos de la versión cinematográfica, por no alejarnos del verdadero objeto de estudio de este blog- podía intuirse que Stephenie Meyer no iba a salirse de un esquema que podía alargarse interminablemente, aunque al menos tuvimos la fortuna de que decidiese parar en el cuarto volumen –sin embargo en cine fueron necesarias cinco películas- (lo que no fue óbice para que publicase un a modo de secuela que retomaba la historia de un personaje secundario de Eclipse, el tercer tomo, y planificase uno más para dar voz a Edward Cullen, el protagonista masculino, ya que la saga está narrada por Bella, al que dio carpetazo tras filtrarse en la red parte del contenido) y buscase nuevos horizontes, en realidad muy similares a los anteriores, volviendo a descubrir la pólvora (es decir, dando más de lo mismo revistiéndolo de un carácter novedoso que sólo los más jóvenes pueden considerar como tal), repitiéndose y dejando patente su escasa originalidad y falta de ambición literaria.

   A priori, La huésped se anunció como un libro para adultos, como un giro de timón en su trayectoria tras conseguir que adolescentes de todo el mundo suspirasen por vampiros y hombres lobo o se enamorasen de Bella, la heroína dispuesta a todo por amor; pero sin perder de vista el continuo crecimiento de su cuenta corriente, Meyer optó por cambiar aquellas criaturas por otras llamadas “almas” y mezclando de aquí y de allá, tomando prestado de la ciencia ficción, del subgénero apocalíptico, e incluso plagiándose sin recato (al fin y al cabo, mucho de lo escrito por ella está “inspirado” por otros) pergeñó -¡otra vez!- una historia sobre un amor imposible, un triángulo (aunque, las cosas como son, un tanto peculiar; en seguida abundamos en ello), unos protagonistas jóvenes que puedan empatizar con sus millones de lectores en anhelos, deseos, pulsiones, testosterona, hormonas e instintos, es decir, buscando a su público cautivo, el que esperaba anhelante una nueva saga a la que engancharse. No es baladí comparar a esta autora con J. K. Rowling y eso ayuda a dejar aún más claros los muchos puntos flacos de Stephenie Meyer (y en este caso sí nos centraremos en lo que escriben, puesto que las ocho películas en que han transformado las novelas de Harry Potter no hacen justicia a su autora, echando por tierra su cuidada planificación de la serie): la autora británica tuvo muy claro que su personaje principal iba cumpliendo años, iba creciendo, madurando, al tiempo que lo hacían los lectores y por eso fue enriqueciendo su prosa, oscureciéndola, pasando del encanto e incluso candor de los primeros volúmenes a la complejidad argumental y emocional de los finales (y tras poner, como anunció tiempo antes, el colofón con el séptimo título, sí que ha decidido probar fortuna en la ficción para adultos –aunque del cuarto tomo en adelante no puede afirmarse, al menos con rotundidad, que Harry Potter sea una lectura apropiada para los más pequeños-); sin embargo, la estadounidense sigue creando para los chavales que se deleitaron con el romance entre el vampiro y la humana, no tiene en cuenta que los años van pasando y que habrá quien se abochorne ahora por haber bebido los vientos y babeado con lo que, visto desde otra edad, le resultará ñoño, simplón o calificativos un poco más gruesos (esa prueba del algodón, enfrentar al adulto de hoy a sus gustos infantiles, que muy pocos logran superar –para eso hay que llamarse Enid Blyton, Julio Verne, Robert Louis Stevenson y por ahí-).

   Con estas premisas, The Host (La huésped) es una cinta plagada de diálogos sonrojantes y ridículos, que podría tener más mordiente (perdón por el chiste fácil) que la saga que la precede (y que a pesar de todo es más fácil de ver, menos cansina y torpe, mejor realizada que cualquiera de los filmes que componen Crepúsculo) si realmente a la autora le preocupase llegar a otro tipo de público (sin excluir a ninguno, es decir, si supiese trabajar diferentes tonos). La historia de amor (como, por otro lado, ya sucedía con la vivida por Natalie Portman y Hayden Christensen en Star Wars: Episodio II – El ataque de los clones (2002), que podría pasar a la historia como la más cursi jamás vista en pantalla) se sustenta sobre los tópicos más trillados, obligando a los actores a pronunciar frases que destilan melaza, absolutamente empalagosas, aforismos que aspiran a convertirse en lemas, a llenar camisetas, pegatinas, tazas, todo el merchandising posible, obviando cualquier elemento que pueda desviar la atención, que pueda aportar una necesaria complejidad a lo narrado. Cualquier interpretación política, cualquier traslación que pueda hacerse al mundo actual (premisa que, de una forma u otra, es base de la ciencia ficción, incluso de la más escapista), queda diluida o directamente dinamitada porque el guión ni se asoma a esos detalles, ni profundiza en cómo y por qué esas “almas” invaden otros planetas, se apoderan de sus habitantes, los ocupan y sustituyen, enarbolando la bandera de la no violencia; pero, como apuntábamos antes, la trivialización más palmaria la encontramos en el hecho de que el personaje central (el asumido por Saoirse Ronan) vive una dicotomía, tiene un “alma” dentro pero conserva su identidad, lo que provoca que sea recibida con frialdad, desconcierto, odio o resquemor por su familia, por sus amigos, por su amante, pero que la nueva personalidad (o sea, no la chica que era antes, sino el aporte, el ocupante) enamore al mejor amigo de éste, dándose la paradoja de que el cuerpo de ambas es el mismo, deviniendo este elemento casi en algo cómico que a la larga resulta irritante.

   Y eso que Saoirse Ronan trabaja con inteligencia las dos voces, las dos personalidades, la lucha y el progresivo entendimiento entre ambas, la necesaria amistad que se ven obligadas a trabar si quieren sobrevivir, pero no es suficiente para que la película levante el vuelo (es una lástima cómo, desde su descubrimiento en la excepcional Expiación (2007), la joven actriz no ha encontrado un personaje y/o cinta que la merezca –podría haber sido The Lovely Bones (2009), si hubiese encontrado inspirado a Peter Jackson, aunque poco podía hacerse con semejante material, otro de esos best sellers que abochornan por la obscenidad con que apelan a los sentimientos más básicos-). Del mismo modo, Diane Kruger (actriz que poco a poco va consiguiendo interpretaciones meritorias e incluso destacables –Copying Beethoven (2006) o Adiós a la reina (2012), donde aporta frescura frente al envaramiento y los mohines de Léa Seydoux-) ve reducidas las posibilidades de su rol a la mínima expresión, pudiendo sólo lucirse en sus primeras apariciones. Stephenie Meyer ha anunciado dos entregas para continuar la historia; miedo –pero no del bueno- da imaginar lo que puede venir, teniendo en cuenta cómo se remata esta cinta (y, a pesar de todo, no destriparemos el desenlace, para que cada cual satisfaga o no su curiosidad).   

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