No siempre recuerdas cuándo, cómo, en qué momento te sentiste
deslumbrado por alguien, cuándo decidiste rendirle pleitesía, adoración eterna,
cuál fue ese instante en que te reconociste presa de su embrujo, magnetizado
por su presencia, nuevo acólito de su culto; en mi caso, llegué tarde a Sara
Montiel: claro que la recuerdo desde antes de tener verdadera conciencia de
quién era, presencia constante en la televisión de mi infancia, uno de los
ídolos de la tía Carmen, sus películas se reponían cada dos por tres, al
abandonar el cine en 1973 comenzó con sus espectáculos y las revistas daban
cuenta de los mismos, pero le prestaba poca atención, y eso que, por familia y
gusto, mi música de cabecera, incluso mis nanas, fueron piezas de la copla, el
bolero, el flamenco, el cuplé, es decir, todas las que pertenecían a mis
ascendientes, a otras generaciones (y así, absorbiendo como una esponja, sin
hacerme preguntas, entendí que aquello que merece, por méritos y calidad, el
calificativo de clásico es siempre lo más moderno), pero no sé muy bien por qué
el caso es que la Montiel se me resistía. Dándole vueltas al asunto en estos
momentos en que hemos de acostumbrarnos a hablar de ella en pasado (aunque los
genios, los mitos, los grandes viven en un eterno presente), creo que mi
aversión o mejor dicho –tampoco era para tanto- mi rechazo, mi indiferencia,
vino a raíz de aquel esplendoroso ciclo que TVE dedicó al melodrama en el que
pude conocer y empezar a paladear de verdad (tenía trece años) la magna obra de
directores legendarios, fue cuándo -¡Ese mágico instante!- me arrodillé para
siempre ante la espectacular Silvana Mangano, me convertí en fanático del
desmelene vital de Susan Hayward, consolidé mi eterno enamoramiento de Ingrid
Bergman (tampoco recuerdo desde cuándo, pero su imagen acompaña mis sueños más
felices hace ya mucho), cimenté mi adoración por Bette Davis, tantos y tantos
nombres, sobre todo tantas y tantas señoras, reales hembras, rostros
hipnóticos, fueron conformando mi imaginario más íntimo, el que sigue intacto,
bien alimentado, e incorporando nuevos componentes día a día. Pues bien,
resulta que en ese ciclo emitieron unos cuantos títulos de Saritísima –de
hecho, la película que la unió a Anthony Mann, Serenade (1956), conocida en España como Dos pasiones y un amor, fue la encargada de cerrar las emisiones
del mismo en enero de 1984- y, a pesar como digo de su veneración por ella, la
tía Carmen siempre protestaba porque no le gustaban, le parecían muy poca cosa
frente a los que se habían rodado Hollywood, e influenciado por ella yo tampoco
disfrutaba esas noches (aunque en aquellos tiempos de televisión única,
cumplíamos con la casi obligada cita con “lo que echasen” y, no hay mal que por
bien, eso fue dejando un poso).
Desde el principio, la tía había marcado unas diferencias notorias, ya
que se lamentaba de que no programasen El
último cuplé (1957) o La violetera (1958)
–“eso sí son películas”- y sí otras muchas en las que el argumento no
importaba, incluso rozaba o se zambullía en el ridículo, y cualquier excusa era
buena (o inexistente) para que la Montiel atacase alguna canción. El caso es
que este anhelo por ver las piezas clave de la filmografía de la manchega fue
haciendo madurar en mi corazoncito el interés por su figura: quería comprender
por qué provocaba esa fascinación, por qué su nombre se pronunciaba con aureola
mítica, cómo era posible que hubiese trabajado junto a Burt Lancaster y Gary
Cooper (recuerdo que cuando tuve noticia de la existencia de Veracruz (1954) dudé de su veracidad y
pregunté a cualquiera que pudiera responderme que me confirmase el dato y me
explicase la historia, si es que la conocía). Cuando tuve ocasión de visionar
ambas cintas, algo empezó a cambiar: aquella mujer que hasta el momento me
parecía simplona, con poca gracia, guapísima pero poco más, cuya voz me
resultaba incluso molesta, pobretona, emergió ante mis ojos como una diosa absoluta,
un imán para la cámara que se derretía ante sus encantos y su absoluta
fotogenia, toda sensualidad y coqueteo, un cañón de señora que sabía jugar sus
bazas con un perfecto dominio de la situación, que paladeaba las canciones, que
las transformaba en algo propio y único, que creaba estilo, que se convertía en
LA Montiel, con ese artículo que sólo merecen las enormes, las
inconmensurables, las que agotan los epítetos, las que son conocidas en
cualquier lugar sólo por su apellido. Y, así, mientras maduraba (se supone al
menos, ¿no?) e iba perfilando, concretando y definiendo mis querencias, mi
mitomanía, Sara pasó a ocupar uno de los puestos más altos dentro del escalafón
de mis adoradas.
Poco a poco, fui compartiendo y disfrutando su personaje, su manera de
hablar, sus modos, sus gestos, su sentido del humor, su forma de reírse de
todos empezando por ella misma, el mundo por peineta que lleva permanentemente
puesto cuando ejercía de Sara; en realidad, fue su mejor imitadora, la que más
se parodiaba, convirtiendo la palabra o frase más anodina en algo digno de
recordar: cuando llegó la noticia del fallecimiento de Antonio el bailarín, la
redactora jefe de la agencia en la que entonces trabajaba fue al archivo y
buscó buenas fotos de personajes populares que le hubieran conocido o
compartido escenario con él para hacerles una llamada y recabar su reacción
ante el luctuoso hecho; tuve el honor de llamar a Sara y me atendió una voz
juvenil, casi infantil, un poco chillona, la cual, al identificarme como periodista
y contar el motivo por el que solicitaba hablar con la estrella, se transformó
sin solución de continuidad en ese susurro meloso y zumbón con el que la protagonista
de La reina del Chantecler (1962)
enamoraba, con lo cual pensé que era mejor actriz de lo que muchos reconocían,
y al decirle que me dijese lo primero que le venía a la cabeza al pensar en
Antonio su respuesta me taladró y viví una epifanía: “Me tenía a-no-na-da-da”,
separando las sílabas como sólo ella sabía hacer, haciendo repicar las “des”,
moviendo su lengua (aunque no la veía, podía imaginarla) con sabiduría… ¿Cómo
no jurarle amor eterno?
En más de una ocasión, cuando tuve cerca un micrófono, la defendí incluso
de ella, de su manera de arrastrar el mito, de su afán por aparecer en los
medios por los motivos más peregrinos y decadentes, le censuré su afán de
protagonismo cuando jamás lo perdió, la distorsión de su imagen y su legado, la
critiqué por semejarse a otras que no tienen ni la mitad de su talento; por
fortuna, supo reconvertir esa mala prensa en nuevos cimientos para su pedestal,
el ganado a lo largo de tantos años, porque salió indemne de los episodios más
oscuros gracias a su intuición de estrella, a su pericia para dar la vuelta a
la tortilla y transformar lo patético, lo ridículo, lo esperpéntico, en otro de
sus aditamentos: sus fantasías narradas como si fuesen verdad, sus
contradicciones a la hora de contar su vida según a qué fuente acudamos, sus
idas de olla ante la pregunta más inocente, sus rectificaciones cuando era
pillada en falta, a todo sabía sacar partido para seguir siendo inolvidable.
Así, por ejemplo, su “pero, ¿qué invento es esto?” (frase digna de una
discípula –dejémoslo ahí- de Mihura), sus declaraciones categóricas como “estuve
malísima, un año entero sin piernas”, sus peleas pactadas con Marujita Díaz a
la que siempre gana por goleada (“Sara, ¿qué le pasa a Maruja contigo?”, “No lo
sé” y el público rompía a aplaudir), su rueda de prensa tras la muerte de Pepe
Tous en la que provocó situaciones dignas de Valle Inclán al contar cómo Zeus
se había despedido de su padre, su osadía al cantar temas de Berlanga y Canut
(Dinarama en ese momento), José María Cano o Joaquín Sabina, sus dúos con
Gurruchaga o Montserrat Caballé, todo nos habla de una personalidad
multifacética, inabarcable, a la que sólo haremos justicia si contemplamos sin
prejuicios ni ideas preconcebidas.
En estos días llenos de recordatorios y homenajes, hay que detenerse en Locura de amor (1948), uno de sus
primeros éxitos (ella recordaba que el público decía “la que está bien buena es
la mala”), y lamentarse porque tanto ella como Aurora Bautista se han marchado
sin un Goya de Honor, ese con el que la Academia se muestra tan cicatera cuando
se trata de premiar a alguien que hiciese cine durante el franquismo, tomando
la parte por el todo, no valorando los logros personales, no dando a cada uno
el lugar que sin duda merece en la historia del séptimo arte patrio, olvidando
que el cine Rialto (el local de estreno) albergó El último cuplé durante un tiempo récord que sólo superó La violetera, negando el magnetismo, el
carisma, el poderío, el sello personal de alguien que arrastrando las sílabas,
vocalizando sensualmente, buscando siempre el mejor ángulo, sabiendo más de
iluminación que profesionales de la materia, se elevó a los altares, se hizo
mítica sin dejar de ser muy terrenal, por eso se la quería, por su cercanía,
por su campechanía, por adormecerse mirando el humo (del cigarrillo en la
pantalla, del puro en la vida diaria), por ser la nena de nuestros sueños, la
bella Lola, esa mujer valiente, atrevida, la revitalizadora de un género y la
inventora de otro que, por desgracia, se queda huérfano porque Sara Montiel es
y será inimitable.
Tú si que nos dejas "a-no-da-da-dos" con tu escritura. Oscar, me gusta mucho tu homenaje a La Montiel.
ResponderEliminarA mi me pasa un poco como a ti: nunca he puesto ojo al trabajo de Sara ni en cine ni en teatro, simplemente la conocía por sus apariciones en la tele y, sinceramente, a mi ella me gustaba por esa personalidad suya y su inolvidable anecdotario.
Hoy le ha dado a una cadena autonómica por emitir "El último cuplé" (a modo de último adiós) y tengo que reconocer que me ha encantado. Una mujer con una forma de seducir asombrosa, la forma de insinuar y gesticular que parece que no ha mirado guión alguno.
Un descubrimiento en toda regla, vaya. Me alegro de que hayas dado algunos títulos más de ella por donde pueda seguirla; seguro que me sirven para conocer más a esta gran dama. Un abrazo.
Diego
Cuando te inspira el amor por una diosa como ella, la escritura fluye y en cualquier momento del día Sara es la mejor musa. Me alegra que, poco a poco, todos vayámosle haciendo justicia y recordándola por lo que verdaderamente lo merece: su arte. ¡Gracias por leerme!
ResponderEliminarMaravilloso este homenaje... Un remanso de buen gusto entre tanto cotilleo.
ResponderEliminarEs tan sólo cariño y respeto por la artista, que puede no gustarte, claro, pero no hace falta ridiculizar, denostar, insultar o vejar (lo que demuestra que muchos no saben argumentar ni justificar sus gustos).
ResponderEliminarTotalmente de acuerdo...
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