TÍTULO ORIGINAL: Evil Dead DIRECCIÓN:
Fede Alvarez GUIÓN: Fede Alvarez, Rodo Sayagues (basado en el guión original de
Sam Raimi) MÚSICA: Roque Baños FOTOGRAFÍA: Aaron Morton MONTAJE: Bryan Shaw REPARTO:
Jane Levy, Shiloh Fernandez, Lou Taylor Pucci, Jessica Lucas, Elizabeth
Blackmore
Cada generación tiene sus ídolos, sus mitos, los necesita, los busca,
los fabrica, esos nombres (tanto de personajes ficticios como reales) que, de
alguna manera, servirán para definirla, para explicarla, para reconocerla dentro
de un tiempo (o sea, cuando otra generación esté creando su identidad o ya la
tenga –o así lo crea- y se compare con las que la precedieron). Sin embargo,
esta afirmación choca frontalmente con lo que viene haciéndose en el cine hace
ya unos años, especialmente con el de terror, en el que continuamente se
regresa a lo de antes, a los hitos, a los nombres imperecederos; pero como
parece que no es posible heredar y compartir admiraciones, se prefiere copiar,
hurtar, tomar prestado, inspirarse, cuando no plagiar descaradamente, repetir
lo que ya se hizo pero dándole el toque del momento, reconvertir los títulos
más o menos legendarios en cintas del siglo XXI (que, como sólo lleva poco más
de doce años de andadura, vaya usted a saber cómo será recordado cuando los
androides sueñen con ovejas eléctricas –por cierto, en el cuento de Philip K.
Dick esto sucedía en 1992-); así, y con la pujanza que la ficción televisiva
sigue poseyendo, acaban de estrenarse dos series que pican muy alto, ya que una
narra la adolescencia de Norman Bates (pero haciéndola transcurrir en el
presente, por lo que no sabe uno cómo van a hacerla enganchar con Psicosis (1960), aunque no parece que
eso, por el momento, preocupe demasiado a los creadores de la misma) y la otra
las andanzas del doctor Lecter antes de ser encarcelado (tras un primer
capítulo carente de emoción, con un estilo alambicado, y la transmutación del
psiquiatra caníbal en un detective algo peculiar, uno se teme lo peor, a no ser
que la gran Gillian Anderson aporte vigor y mordiente –nunca mejor dicho-).
Centrándonos en el séptimo arte, a pesar de buscar nuevas fórmulas de
éxito, la imaginación no parece ser el fuerte de los que diseñan películas de
terror, ya que se repiten hasta la saciedad esquemas, situaciones, supuestas
sorpresas, muertes, escalofríos; sin duda, parte de este yermo panorama es responsabilidad
del público más fanático que sólo acepta aquello que considera pertinente,
desconociendo en muchas ocasiones la tradición, los antecedentes, los
referentes, los filmes homenajeados o literalmente copiados (o conociéndolos,
pero hablando de ellos como si hubiesen vivido el momento del estreno, hubiesen
sido parte activa en la creación del mito), tratando con displicencia e incluso
poco o nulo respeto a espectadores con más experiencia, considerándose la única
voz autorizada, concediendo y negando calificativos positivos según los
cineastas respondan a las expectativas alimentadas por ellos mismos (y así,
como ejemplo reciente, han glorificado hasta la extenuación una cinta tan
convencional como The Cabin in the Woods (2011),
que tras un espectacular arranque pliega velas y parece un episodio más de la
saga de Viernes 13, tal vez temerosa de ser rechazada por demasiada originalidad
o voz propia). Si hemos ido volviendo con profusión (y con redundancia) a Elm
Street, a la noche de Halloween, a Texas o al campamento Crystal Lake, parecía
lógico que en algún momento alguien volviese la vista hacia una película que,
alternado ciertos parámetros y haciendo de la necesidad virtud, rompió moldes,
impulsó la carrera de un director y atesoró (y mantiene) una legión de fans: Posesión infernal (1981) de Sam Raimi.
Revisado hoy día, aquel título parece haber perdido fuerza o al menos la
atmósfera enrarecida, el malestar, el pánico que iba instilando en el ánimo del
espectador de aquellos años, y aparecen potenciados los elementos que la
convirtieron en una rara avis: los toques guiñolescos, no siempre con la pretensión
de resultar humorísticos, a que obligó el magro presupuesto, las rupturas de la
tensión con frases aparentemente fuera de lugar, el efectismo desaforado, señas
de identidad que el propio Raimi exacerbó en las otras dos cintas que dedicó al
personaje encarnado por Bruce Campbell -Terroríficamente
muertos (1987) y El ejército de las
tinieblas (1992)-, cayendo en ocasiones en el ridículo más sonrojante pero
contentando a los seguidores de la saga. A la hora de volver a rodar Posesión infernal, Fede Alvarez (en el que
es su primer largometraje) ha optado por un terror que apenas se despega de
parámetros utilizados hasta la saciedad, dosificando las bromas, sin caer en lo
chusco, intentando que las secuencias más gore sean las más hilarantes, lo que
sólo logra en un par de fogonazos, dejando patente lo poco que ha aprendido de
señores como David Lynch, Peter Jackson o David Cronenberg e incluso el primer
Quentin Tarantino, capaces de provocar una mueca de asco (o el tener que
apartar la vista de la pantalla) y una carcajada en el mismo plano.
Una de las mayores sorpresas del remake de La matanza de Texas (2003) –hablemos del que puede ser considerado
como tal y olvidemos el innecesario viaje a los orígenes o ese engendro en 3D
que se ha estrenado en enero de EEUU- fue la elección del mismo director de
fotografía de la cinta de 1974 con la que Tobe Hooper clavó en la butaca a
tantos espectadores; si en la por derecho propio mítica cinta se jugaba con la
sugerencia, con la elipsis, mostrando poco, adoptando un estilo documental y
disparando el terror en un espacio abierto con un sol deslumbrante y abrasador,
Daniel Pearl optó esta vez por crear atmósfera desde lo estético, permitiéndose
todos los caprichos que no pudo concederse treinta años atrás, filmando con
gusto, conformando una película que no resulta vano calificar de bella,
distanciando demasiado al espectador en cuanto al miedo, pero dando una
interesante vuelta de tuerca. Aquí, sin llegar a esas cotas de perfección
visual, podríamos señalar algo similar: se ha mantenido con acierto un estilo
sencillo, directo, básico, reconocible, pero se ha cuidado el ambiente, lo que
rodea a los personajes, se prescinde de efectismos torpes o de estrambóticos
movimientos de cámara que en realidad intentar suplir o camuflar carencias,
aceptando sin rubor que se está rodando un filme de género que no quiere
descubrir nada (en todo caso, remitir al original) pero que tampoco va a jugar
con deshonestidad la baza de la nostalgia o el querer congraciarse con aquellos
que, al menos en sueños, han trazado su propio storyboard de esta nueva
versión. Y, por supuesto, hay sótano y Libro de los Muertos y un protagonista que, sin pretenderlo, sin imitar, recoge con empaque el testigo de Bruce Campbell (y que tiene más carisma que Robert Pattinson -aunque eso puede decirse hasta de una pintura al óleo-, aunque éste se llevase el personaje de la saga Crepúsculo por el que ambos pujaron).
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