sábado, 13 de abril de 2013

"LA COCINERA DEL PRESIDENTE": LOS FOGONES DEL PODER


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Les saveurs du Palais DIRECCIÓN: Christian Vincent GUIÓN: Etienne Comar, Christian Vincent (basado en las memorias de Danièle Mazet-Delpeuch) MÚSICA: Gabriel Yared FOTOGRAFÍA: Laurent Dailland MONTAJE: Monica Coleman REPARTO: Catherine Frot, Arthur Dupont, Jean d´Ormesson, Hippolyte Girardot, Jean-Marc Roulot, Philippe Uchan, Laurent Poitrenaux


   El género histórico ha gozado de un lugar privilegiado en las artes, sobre todo en lo relativo al cine: ya en la época muda hubo creadores (los que inventaron el negocio, los que lo convirtieron en algo digno, los que lo cimentaron, los que desterraron el calificativo peyorativo de “atracción de feria”) que decidieron echar la vista atrás y plasmar en imágenes lo que pudo ser el pasado, bien utilizando la Historia como elemento propagandístico, bien dando carta de naturaleza a leyendas, bien intentando ser un complemento (o un sustitutivo) de libros poco atractivos (siempre resultan así los que uno debe leer como parte del estudio), bien reescribiendo e inventando en beneficio propio (o de los que se quería apoyar); nombres como los de Cecil B. DeMille o Fritz Lang rompieron todas las barreas del momento y, al mismo tiempo, fueron imprimiendo en los fotogramas un aliento épico, espectacular, sin importar el metraje total. Como cualquier asunto, la manera de reflejar hechos históricos en la pantalla ha ido cambiando con el paso del tiempo, dando paso a, podríamos decir, diferentes subgéneros: uno de los más exitosos es sin duda el narrar la intimidad de los personajes, su vida cotidiana, convertirlos en personas con las mismas pasiones, inquietudes, virtudes y defectos que los sentados en la platea; al fin y al cabo, al margen de un espléndido fresco de la época y de un ajustado resumen de la política del momento, uno de los máximos atractivos de El león en invierno (la obra de James Goldman transformada en una poderosa cinta en 1968 por Anthony Harvey gracias al concurso de dos inconmensurables Katharine Hepburn y Peter O´Toole) es retratar el convulso puzle de la Europa del siglo XII como un drama familiar. En los últimos años se ha ido agudizando la tendencia a fijarse en sucesos muy recientes, a hablar de gentes que aún están vivas, a querer llegar más allá de lo que cuentan los medios de comunicación; tal vez la cinta canónica en este sentido (al menos por el momento) sea The Queen (2006) donde, gracias a un brillante guión de Peter Morgan, a una cuidadosa dirección de Stephen Frears y a una prodigiosa encarnación no sólo de la con todo merecimiento laureada Helen Mirren sino del resto del reparto (poniendo el acento, con toda justicia, en Michael Sheen y James Cromwell), se transformó lo que a priori pudiera pensarse como un capítulo de Spitting Image con actores en lugar de con marionetas en una historia apasionante y reveladora (por lo que cuentan las críticas, Morgan ha vuelto a lograrlo –y otra vez con la ya imprescindible Mirren- con la obra The Audience, en la que pasa revista a las reuniones privadas entre Isabel II y los, por el momento, doce Primeros Ministros que ha conocido). A partir de ahí, llegaron otras como El discurso del rey (2010) o La dama de hierro (2011) –sin olvidar, claro, las influencias de una serie capital como El ala oeste de La Casa Blanca (1999-2006)- e incluso el cine francés se atrevió a contar el ascenso al poder del que en esos momentos aún era presidente en la meritoria De Nicolas a Sarkozy (2011).

   En un país que ha dado, querámoslo o no, tantos nombres para la Historia resulta lógico que se continúe explotando el filón de desentrañar las personalidades que han ocupado el Palacio del Elíseo desde un punto de vista doméstico, intentando comprenderlas mejor (lo que no significa justificarlas o dedicarles hagiografías encendidas), conocerlas en los pequeños detalles, en sus rutinas, en su realidad cuando abandonan el despacho. De este modo, parecía muy interesante adentrarse en los recuerdos de la que fue cocinera personal de François Mitterrand durante dos años puesto que, ya que tanto se afirma de un tiempo a esta parte “somos lo que comemos” y que la frase se repite como un mantra y como si fuese la solución a cualquier problema, podía resultar muy elocuente conocer qué platos prefería el presidente, si se preocupaba mucho o poco de los menús, con qué agasajaba a sus invitados, en definitiva, detalles en apariencia nimios que servirían para perfilar su retrato, para añadir facetas, para completar nuestra visión. Sin duda, el resultado es una película agradable, simpática, sin ínfulas, sin tremendismo ni sensacionalismo, más centrada en la figura de esa mujer que, tal vez sin ser consciente de ello, trabajaba en la verdadera cocina del poder y siendo una metáfora de cómo chocan y compiten diferentes facciones por gozar del beneplácito y confianza del máximo dirigente.

   Por utilizar las metáforas culinarias, podría decirse que el filme que nos ocupa está cocinado con atención y mimo, vigilando las dosis, sin excederse en las cantidades, quedando tal vez un poco soso, pero conformando un plato que satisface y sacia lo suficiente, sin provocar digestiones pesadas. Lo más sorprendente, tal vez por el culto que hay en torno a su figura, es que Mitterrand no aparezca como tal, es decir, jamás se le nombre y que el seleccionado para encarnarlo sea el prestigioso escritor Jean d´Ormesson, quien no tiene ningún parecido físico con el personaje original, como si se hubiese querido respetar su figura, no ir más allá, no hacer un editorial y sí una cinta de “ficción”, en el sentido de que tampoco la protagonista aparece con su nombre real, camuflando un tanto lo que se narra, aunque, por otro lado, eso ayuda a que la historia sea fácil de digerir, sin referencias excesivamente locales, evitando enredarse en discursos o soflamas y, al mismo tiempo, agrandando el carácter metafórico de lo que sucede, nunca mejor dicho, en los fogones del poder.

   Hortense Laborie (el trasunto cinematográfico de Danièle Mazet-Delpeuch) es nombrada cocinera personal del presidente para atenderle directamente, sin pasar por el control del chef del Elíseo, tiene su propio ayudante y lugar de trabajo diferenciado y alejado de la cocina central que atiende al resto de trabajadores y habitantes del Palacio. El deseo del mandatario de recuperar los sabores de su infancia se traducirá en la total libertad con que Hortense busca ingredientes y se salta la férrea disciplina en lo que a proveedores se refiere para localizar los mejores productos, sin importar el precio, puesto que están destinados a la mesa personal de la máxima autoridad del país y de sus invitados. Por supuesto, la aparición de esta mujer en el Elíseo y la estimación que va ganando en el ánimo del presidente se traducirá en una guerra intestina, como lo son todas las que hacen referencia a los egos y deseos de medrar de los mediocres de alma, de los que no aceptan el papel que les corresponde, de los que cualquier elogio o galardón siempre les parece poco. Son hilarantes las secuencias en las que Hortense debe enfrentarse o sortear a los funcionarios mimetizados con su poltrona, a los que hablan de ellos mismos en tercera persona, a los que se piensan más necesarios que el propio presidente, a los que tienen más agarraderas y recursos porque nunca juegan limpio, es desternillante cómo el sentido común desarma a los que sólo se rigen por lo que está escrito, por lo que debe hacerse, por lo que ellos sancionan como tradición.

   El máximo acierto de la película es entregar el rol principal a Catherine Frot y convertirla en el eje de la misma: es una actriz muy completa que carga de contenido cada mínimo gesto, capaz de expresar comicidad, dolor, pesadumbre, enfado, con un fruncimiento de labios, aparentemente hierática porque no precisa de grandilocuencia ni énfasis para hacer creíbles sus personajes (recuérdese cómo evitó el ridículo en Odette, una comedia sobre la felicidad (2006) donde, ayudada por el cuidado que puso tanto en la escritura como en la dirección Eric-Emmanuel Schmitt, supo convertir en real el mundo imaginario de esta mujer, haciéndola adorable, querible, inolvidable). Formando un simpático dúo con el muy acertado Arthur Dupont, Frot vuelve a demostrar su dominio de la escena, orillando la parodia, apuntando lo chistoso, pero sin despeñarse por lo grotesco (lo que no evita que a veces echemos de menos un poquito más de azúcar, o sea de diversión, de chanza, en lo narrado). Sin duda, un buen plato de cocina tradicional, con la esencia que el cine nunca debería perder (que, además, nos hace creer que es muy fácil meterse en la cocina a crear y que abre el apetito hasta lograr que las tripas hagan ruido -mejor, véanla bien comidos, lo que no significa que deban llevar provisiones a la sala... ¡Coman antes!-).  

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