TÍTULO ORIGINAL: Great Expectations
DIRECCIÓN: Mike Newell GUIÓN: David Nicholls (basado en la novela homónima de
Charles Dickens) MÚSICA: Richard Hartley FOTOGRAFÍA: John Mathieson MONTAJE:
Tariq Anwar REPARTO: Jeremy Irvine, Holliday Grainger, Ralph Fiennes, Helena
Bonham Carter, Jason Flemyng, Robbie Coltrane, Sally Hawkins, Ewen Bremmer
En alguna ocasión se ha escrito que el mejor guionista que Hollywood
pudo y supo encontrar fue William Shakespeare (aunque no ha dejado de ser
profeta en su tierra porque ni le olvidan ni dejan de representarlo); rara es
la temporada en que no hay al menos un título en cartel basado en alguna de las
obras del bardo de Stanford-on-Avon. Precisamente el estreno de la cinta que
hoy nos ocupa se produjo muy poco después de que pudiésemos disfrutar del debut
detrás de las cámaras de un actor que conoce gran parte de los secretos del
autor de Romeo y Julieta por haberlo
interpretado durante mucho tiempo, quien también participa en Grandes esperanzas: con la ayuda del inteligente
guión de John Logan, Ralph Fiennes ha filmado con Coriolanus (2011) una de las mejores actualizaciones de la letra y
el espíritu shakesperianos que se recuerdan, respetando ambos (un logro
comparable al que otro de los grandes en este terreno, Ian McKellen, alcanzó
con su Ricardo III (1995), dejando en
pañales a tanto pretencioso con ínfulas que desbarra sobre las tablas –o en la
pantalla- poniendo al autor a su servicio y no al revés –desde la horripilante
versión de La tempestad (2010) que
perpetró Julie Taymor tras haber asombrado a propios y extraños con la poderosa
Titus (1999) al feo espectáculo en
que Deborah Warner naufragó estrepitosamente cuando adaptó Julio César, a pesar de que el mismo posibilitó que pudiésemos ver precisamente
a Ralph Fiennes en un escenario español-). Las palabras relativas a la relación
entre Shakespeare y el séptimo arte pueden hacerse extensivas a la que existe
entre este último y las creaciones de Charles Dickens, universo recurrente a la
hora de planificar nuevas producciones, acentuándose la tendencia de cara al
pasado año en que se conmemoraba el bicentenario de su nacimiento; y aunque
apenas si quedan algunas páginas vírgenes en su amplia y maravillosa
producción, resulta curioso (dejémoslo ahí) el hecho de que tanto la BBC como
unos productores cinematográficos hayan elegido la misma novela para sumarse a
las celebraciones por estos primeros doscientos años de vida (él, como todos
los clásicos, es inmortal) y, sin apenas solución de continuidad, hayamos
visionado en poco tiempo dos Grandes
esperanzas muy diferentes.
No se descubre nada nuevo al ponderar y ovacionar la calidad siempre
implícita (y explícita) en cualquiera de los proyectos que lleva a cabo la BBC,
especialmente en lo que a adaptaciones literarias se refiere (sólo la reciente Parade´s End (2012) ha dejado un cierto
amargor, primero porque Tom Stoppard no ha sabido encontrar el tono y el ritmo
precisos para trasladar la monumental obra de Ford Madox Ford, segundo porque
nació como respuesta a la esplendorosa Downton
Abbey –cuya cuarta temporada se espera como agua de mayo para el próximo
otoño- y se notaba más pendiente de superarla que de tener entidad propia). En tres
episodios, Brian Kirk supo plasmar la riqueza expresionista, la importancia de
los escenarios, la profundidad de los personajes de Dickens en un regalo visual
que entroncaba directamente con lo conseguido por Justin Chadwick y Susanna
White (quien, sin embargo, poco supo hacer por sacar a Parade´s End de lo mortecino –a pesar de un fabuloso Benedict Cumberbatch
y una sorprendente Rebecca Hall) en la que, posiblemente, sea hasta el momento
el mejor acercamiento al universo del autor nacido en Portsmouth: la miniserie Bleak House (2005). Con semejante
antecedente, y con la extensión que posibilita la pequeña pantalla a la hora de
narrar subtramas y dar el lugar debido a la importante nómina de personajes
secundarios que suele acompañar a los protagonistas (y en contra de lo que
alguien podría pensar, difícilmente prescindibles), el filme de Mike Newell se
presentaba ante el público con bastantes papeletas para naufragar, algo que
sucede casi desde la primera secuencia y para lo que no necesita ser comparado
con sus predecesores (no olvidemos que el enorme David Lean, dickensiano como
pocos, firmó lo que aquí conocemos como Cadenas
rotas (1946), espléndida versión de la misma novela que ahora nos ocupa).
Mike Newell goza de un cierto prestigio atribuible a una película
valiente y descarnada –Bailar con un
extraño (1985)-, a una pequeña delicia sin pretensiones –Un abril encantado (1991)- y a un
insólito éxito de taquilla, divertido a ratos, ñoño en otros muchos y bastante
torpe en su desarrollo –Cuatro bodas y un
funeral (1994)-; el resto de su filmografía nos habla de un cineasta sin
personalidad –de ahí la sorpresa que supuso Donnie
Brasco (1997), aunque los actores y el guión aportaban la energía y vigor de
que la cinta puede presumir-, perfectamente intercambiable con otros –uno de
los muchos que pasó por la saga de Harry Potter, con algo más de fortuna que
otros, pero sin dejar huella-, anodino e incluso incapaz, muy desmañado, con
escaso gusto a la hora de componer la escena. Y eso precisamente se nota mucho
y para mal a la hora de introducir al espectador en los diferentes ambientes
que influyen, malean y construyen el carácter de Pip, el protagonista, alguien
que provoca rechazo, incomprensión, que no cae bien (es el reverso de lo que
despiertan Oliver Twsit, la pequeña Dorrit o David Copperfield), ambigüedad que
no saben transmitir ni las imágenes ni Jeremy Irvine, quien tras constituir
toda una sorpresa por su prodigiosa interpretación en la inolvidable War Horse (2011) pasea aquí un
permanente gesto de no estar comprendiendo nada, máscara hierática y gélida
que, en lugar de conseguir las intenciones del autor con respecto a este rol,
provoca hastío. A su lado, un Ralph Fiennes desubicado e inadecuado para el
cometido que desempeña y una Helena Bonham Carter que repite por enésima vez su
caracterización burtoniana, trivializando su patético, doloroso y estrambótico
personaje (porque sin duda lo es, pero sabiendo equilibrar), desperdiciando
como por desgracia viene siendo habitual desde ya hace demasiado su enorme
talento, sin llegar ni a la décima parte de lo alcanzado por la estremecedora
Gillian Anderson en la versión televisiva.
La riqueza expresiva de Charles Dickens, su facilidad para dibujar
ambientes, su gusto por los pequeños detalles que terminan por tener su
importancia y que son definitorios de la época retratada y de los personajes
que cobran vida en sus páginas, se convierten en esta ocasión en arquetipos, en
obviedades, en trazos desdibujados, en una película plana, sin emoción, sin
ritmo, incluso se diría que rodada sin ganas, por inercia. ¡Flaco favor hacemos
a uno de los más grandes escritores que jamás verán los siglos si pretendemos
que a través de adaptaciones como ésta los jóvenes lo descubran y se interesen
por él!
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