sábado, 20 de abril de 2013

"GRANDES ESPERANZAS": POCOS RESULTADOS




 
TÍTULO ORIGINAL: Great Expectations DIRECCIÓN: Mike Newell GUIÓN: David Nicholls (basado en la novela homónima de Charles Dickens) MÚSICA: Richard Hartley FOTOGRAFÍA: John Mathieson MONTAJE: Tariq Anwar REPARTO: Jeremy Irvine, Holliday Grainger, Ralph Fiennes, Helena Bonham Carter, Jason Flemyng, Robbie Coltrane, Sally Hawkins, Ewen Bremmer


   En alguna ocasión se ha escrito que el mejor guionista que Hollywood pudo y supo encontrar fue William Shakespeare (aunque no ha dejado de ser profeta en su tierra porque ni le olvidan ni dejan de representarlo); rara es la temporada en que no hay al menos un título en cartel basado en alguna de las obras del bardo de Stanford-on-Avon. Precisamente el estreno de la cinta que hoy nos ocupa se produjo muy poco después de que pudiésemos disfrutar del debut detrás de las cámaras de un actor que conoce gran parte de los secretos del autor de Romeo y Julieta por haberlo interpretado durante mucho tiempo, quien también participa en Grandes esperanzas: con la ayuda del inteligente guión de John Logan, Ralph Fiennes ha filmado con Coriolanus (2011) una de las mejores actualizaciones de la letra y el espíritu shakesperianos que se recuerdan, respetando ambos (un logro comparable al que otro de los grandes en este terreno, Ian McKellen, alcanzó con su Ricardo III (1995), dejando en pañales a tanto pretencioso con ínfulas que desbarra sobre las tablas –o en la pantalla- poniendo al autor a su servicio y no al revés –desde la horripilante versión de La tempestad (2010) que perpetró Julie Taymor tras haber asombrado a propios y extraños con la poderosa Titus (1999) al feo espectáculo en que Deborah Warner naufragó estrepitosamente cuando adaptó Julio César, a pesar de que el mismo posibilitó que pudiésemos ver precisamente a Ralph Fiennes en un escenario español-). Las palabras relativas a la relación entre Shakespeare y el séptimo arte pueden hacerse extensivas a la que existe entre este último y las creaciones de Charles Dickens, universo recurrente a la hora de planificar nuevas producciones, acentuándose la tendencia de cara al pasado año en que se conmemoraba el bicentenario de su nacimiento; y aunque apenas si quedan algunas páginas vírgenes en su amplia y maravillosa producción, resulta curioso (dejémoslo ahí) el hecho de que tanto la BBC como unos productores cinematográficos hayan elegido la misma novela para sumarse a las celebraciones por estos primeros doscientos años de vida (él, como todos los clásicos, es inmortal) y, sin apenas solución de continuidad, hayamos visionado en poco tiempo dos Grandes esperanzas muy diferentes.

   No se descubre nada nuevo al ponderar y ovacionar la calidad siempre implícita (y explícita) en cualquiera de los proyectos que lleva a cabo la BBC, especialmente en lo que a adaptaciones literarias se refiere (sólo la reciente Parade´s End (2012) ha dejado un cierto amargor, primero porque Tom Stoppard no ha sabido encontrar el tono y el ritmo precisos para trasladar la monumental obra de Ford Madox Ford, segundo porque nació como respuesta a la esplendorosa Downton Abbey –cuya cuarta temporada se espera como agua de mayo para el próximo otoño- y se notaba más pendiente de superarla que de tener entidad propia). En tres episodios, Brian Kirk supo plasmar la riqueza expresionista, la importancia de los escenarios, la profundidad de los personajes de Dickens en un regalo visual que entroncaba directamente con lo conseguido por Justin Chadwick y Susanna White (quien, sin embargo, poco supo hacer por sacar a Parade´s End de lo mortecino –a pesar de un fabuloso Benedict Cumberbatch y una sorprendente Rebecca Hall) en la que, posiblemente, sea hasta el momento el mejor acercamiento al universo del autor nacido en Portsmouth: la miniserie Bleak House (2005). Con semejante antecedente, y con la extensión que posibilita la pequeña pantalla a la hora de narrar subtramas y dar el lugar debido a la importante nómina de personajes secundarios que suele acompañar a los protagonistas (y en contra de lo que alguien podría pensar, difícilmente prescindibles), el filme de Mike Newell se presentaba ante el público con bastantes papeletas para naufragar, algo que sucede casi desde la primera secuencia y para lo que no necesita ser comparado con sus predecesores (no olvidemos que el enorme David Lean, dickensiano como pocos, firmó lo que aquí conocemos como Cadenas rotas (1946), espléndida versión de la misma novela que ahora nos ocupa).

   Mike Newell goza de un cierto prestigio atribuible a una película valiente y descarnada –Bailar con un extraño (1985)-, a una pequeña delicia sin pretensiones –Un abril encantado (1991)- y a un insólito éxito de taquilla, divertido a ratos, ñoño en otros muchos y bastante torpe en su desarrollo –Cuatro bodas y un funeral (1994)-; el resto de su filmografía nos habla de un cineasta sin personalidad –de ahí la sorpresa que supuso Donnie Brasco (1997), aunque los actores y el guión aportaban la energía y vigor de que la cinta puede presumir-, perfectamente intercambiable con otros –uno de los muchos que pasó por la saga de Harry Potter, con algo más de fortuna que otros, pero sin dejar huella-, anodino e incluso incapaz, muy desmañado, con escaso gusto a la hora de componer la escena. Y eso precisamente se nota mucho y para mal a la hora de introducir al espectador en los diferentes ambientes que influyen, malean y construyen el carácter de Pip, el protagonista, alguien que provoca rechazo, incomprensión, que no cae bien (es el reverso de lo que despiertan Oliver Twsit, la pequeña Dorrit o David Copperfield), ambigüedad que no saben transmitir ni las imágenes ni Jeremy Irvine, quien tras constituir toda una sorpresa por su prodigiosa interpretación en la inolvidable War Horse (2011) pasea aquí un permanente gesto de no estar comprendiendo nada, máscara hierática y gélida que, en lugar de conseguir las intenciones del autor con respecto a este rol, provoca hastío. A su lado, un Ralph Fiennes desubicado e inadecuado para el cometido que desempeña y una Helena Bonham Carter que repite por enésima vez su caracterización burtoniana, trivializando su patético, doloroso y estrambótico personaje (porque sin duda lo es, pero sabiendo equilibrar), desperdiciando como por desgracia viene siendo habitual desde ya hace demasiado su enorme talento, sin llegar ni a la décima parte de lo alcanzado por la estremecedora Gillian Anderson en la versión televisiva.

   La riqueza expresiva de Charles Dickens, su facilidad para dibujar ambientes, su gusto por los pequeños detalles que terminan por tener su importancia y que son definitorios de la época retratada y de los personajes que cobran vida en sus páginas, se convierten en esta ocasión en arquetipos, en obviedades, en trazos desdibujados, en una película plana, sin emoción, sin ritmo, incluso se diría que rodada sin ganas, por inercia. ¡Flaco favor hacemos a uno de los más grandes escritores que jamás verán los siglos si pretendemos que a través de adaptaciones como ésta los jóvenes lo descubran y se interesen por él!  

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