TÍTULO ORIGINAL: On the Road DIRECCIÓN:
Walter Salles GUIÓN: Jose Rivera (basado en el libro homónimo de Jack Kerouac)
MÚSICA: Gustavo Santaolalla FOTOGRAFÍA: Eric Gautier MONTAJE: François Gédigier
REPARTO: Sam Riley, Garrett Hedlund, Kristen Stewart, Tom Sturridge, Danny
Morgan, Elisabeth Moss, Kirsten Dunst, Amy Adams, Alice Braga, Viggo Mortensen
“La
pureza de moverse y de llegar a algún sitio, no importaba adónde, tan rápido
como fuera posible y con el máximo entusiasmo y la máxima comprensión de
cuantas cosas nos topábamos”; en estas pocas líneas puede, de alguna manera,
resumirse el torbellino, el torrente imparable, la erupción incontrolable de
palabras que es On the Road de Jack
Kerouac (siempre editada en España como En
el camino, aunque la última traducción, la que se ha hecho sobre el
auténtico texto original, sin cortes ni cambios en los nombres de los
personajes, ha aparecido como En la
carretera). Un libro escrito en un estado febril, sin pausa ni descanso, en
apenas veinte días, reuniendo los cuadernillos y papeles volanderos en los que el
escritor anotaba compulsivamente todo lo que le sucedía en sus diferentes
periplos por Estados Unidos, añadiendo lo que le brotaba al rememorar esas
experiencias, sin sosiego ni calma, tal y como fue vivido, tal y como se gestó,
sin hacerse preguntas, dejándose llevar por los impulsos propios y,
especialmente, por ese catalizador, por esa fuerza de la naturaleza conocida
como Neal Cassady, “el autor sin obra” tal y como se llama en algún sitio y es
estudiado en las universidades, ya que su influencia puede rastrearse en la
obra de autores como Allen Ginsberg, Ken Kesey, Hunter S. Thompson, Tom Wolfe o
Charles Bukowski, además, por supuesto, de Kerouac, máximo responsable de que
su figura haya llegado hasta nuestros días rodeada de un halo mítico y
transformado en una creación comparable a la de Heathcliff de Cumbres Borrascosas, aunque se tenga
constancia de que hay poca (o ninguna) exageración en las páginas de lo que se
sigue considerando “la Biblia beat”.
El porqué de esa acepción y la intencionalidad con la que gustaban ser
llamados los adscritos a esta corriente daría para muchas reflexiones y
especulaciones, sobre todo teniendo en cuenta que el propio Kerouac la fue
matizando a lo largo del tiempo, pero precisamente esa indefinición es uno de
los rasgos más característicos de los beat, al menos tal y como desfilan ante
nuestros ojos en la trepidante narración que es On the Road: sólo quieren vivir lo que sea, atravesando todos los
límites, sin refrenar sus pulsiones, sin pensar en las consecuencias de sus
actos, ser ellos mismos su materia literaria, sin pensar en etiquetas, tratados
o decálogos, enamorados y contagiados del ritmo frenético del jazz, de su
espontaneidad, de cómo la improvisación se transforma en arte cuando uno se
funde con los estímulos que recibe, dejándose atrapar por el frenesí, perdiendo
la conciencia, recuperándola sólo para destilar una escritura alocada,
desmadrada, por momentos alucinada, que rompe la puntuación clásica y
consensuada, que fluye vertiginosamente, caudal irrefrenable en el que cada
palabra suda, palpita, huele, estalla, provoca, conmueve, divierte, duele, una
catarsis que nos arrebata e inunda, un único párrafo de más de 400 páginas (es
lo que se conoce como “el rollo mecanografiado original”, el que Kerouac armó
para no perder tiempo cambiando de página y poder teclear compulsivamente).
Es fácil colegir que difícilmente un texto de este calibre puede
encontrar su justa correspondencia en la pantalla, puesto que, al margen de la
profusión de personajes y escenarios, hay un algo inaprensible que sólo puede
lograr la letra impresa, pero sí puede decirse que Walter Salles (con la ayuda
inestimable del guionista Jose Rivera, quien se ha ocupado de cribar el original
intentando ser fiel a sus esencias) ha llevado a cabo un trabajo muy meritorio,
denostado por aquellos que tal vez sólo recuerdan lo que escribió Kerouac
porque lo leyeron en su juventud o con el convencimiento previo de que esa era la
filosofía de vida que querían seguir o a través de traducciones o ediciones
inadecuadas, puesto que era demasiado honesto, excesivamente brutal y
descarnado (sobre todo por la manera un tanto ingenua y prístina, sin procesar,
en la que el autor da cuenta de lo sucedido). Como decíamos antes, ellos no
eran conscientes de estar haciendo historia y, en realidad, ni se lo
planteaban: “Con el frenético Neal yo atravesaba a la carrera el mundo sin la
menor oportunidad de contemplarlo” escribe Jack en un momento dado, mientras se
convierte en el notario de calles, garitos, gasolineras, suburbios, pequeñas
poblaciones y grandes ciudades y, sobre todo, infinidad de vehículos y espacios
abiertos, “el torbellino de la carretera, y de un modo más arrollador de lo que
mi imaginación más desatada hubiera osado vislumbrar”; al igual que ya hiciese
con Ernesto Guevara en Diarios de
motocicleta (2004), Salles nos muestra al mito (en este caso, más de uno)
antes de ser tal, antes de que la obra se publique y comience el culto
alrededor de la misma: si Kerouac no lo hubiese contado, podría decirse que el
movimiento beat hubiese quedado en agua de borrajas o muy desdibujado o
convertido en otra cosa o cuando menos sin su verdadera, definitiva y
definitoria carta de naturaleza.
Resulta muy complicado decidir, de entre la amplia plétora que ofrece el
libro, qué episodios son imprescindibles y cuáles pueden quedar fuera para
ofrecer una buena aproximación a lo que Kerouac narra, aunque tampoco él lo
tiene claro porque, sencillamente, lo cuenta todo, con exceso de detalles,
deteniéndose aunque sólo sea unas líneas en miles de personajes episódicos
(alguno de los cuales vuelve a citar muchas páginas después provocando cierto
caos u obligando a volver atrás), dedicando espacio a los episodios más
intrascendentes o reiterativos (aunque, de eso no hay duda, hipnotizando al
lector, arrastrándole en su vorágine, no dándole tregua), y, a pesar de la
buena escritura de Rivera, eso se traduce en momentos de arritmia, en aparentes
idas y venidas que (paradójicamente) frenan el perfecto fluir del resto,
transmitiendo una cierta indecisión en la cámara de Salles (autor con querencia
y gusto por el permanente movimiento: recuérdese, al margen de la ya citada Diarios de motocicleta, su obra maestra,
su magnífica Estación central de Brasil (1998),con
aquella inolvidable Fernanda Montenegro). Pero el máximo acierto del filme lo
encontramos en la adjudicación del desarmante, imprevisible, exaltado, vigoroso,
Neal Cassady a Garrett Hedlund, quien ofrece una interpretación visceral,
embriagadora, carismática, irrefrenable, sexual, a la altura de lo que Kerouac
cuenta sobre su compañero de viaje (en realidad, habría que decirlo en plural
porque fueron varios); eso empalidece a Sam Riley, aunque el propio narrador
queda oscurecido (porque así lo decide él) por la arrolladora personalidad de
Neal, y por lo tanto el actor se ajusta al original, cediendo foco a la
auténtica columna vertebral de la historia. Kristen Stewart presta su
característico gesto a la primera esposa de Cassady, a la que el propio Kerouac
no retrata demasiado favorablemente, pero a pesar de esta adecuación su
presencia transforma a su rol en un a modo de niñata caprichosa y tontorrona;
Tom Sturridge, quien da vida a Allen Ginsberg, se revela como un actor a ser
tenido en cuenta por la forma en que alterna tonos, emociones y transmite la
callada desolación ante la imposibilidad de ser amado por Neal; algunos rostros
muy conocidos hacen apariciones que saben a poco (en algún caso muy similares a
las que hacen sus personajes en el orginal), con una salvedad: Viggo Mortensen.
Él es el encargado de dar vida a otro de los iconos que aparecen en la cinta, William
Burroughs, y su tendencia al sobreesfuerzo, a forzar la voz, a enfatizar cada
gesto, convierte en una caricatura al autor de El almuerzo desnudo (teniendo en cuenta que Kerouac habla de
alguien que aún no ha publicado ninguno de los títulos que le convertirán en
legendario y que su aparición ocupa unas pocas páginas, su figura hubiese
merecido otro tratamiento).
El tono medio de la cinta responde a lo que el On the Road literario cuenta y, sobre todo, a cómo lo cuenta y
Salles da una lección a todos esos cineastas que piensan que el ritmo, el
vértigo, el frenesí, tienen que venir dados por un montaje convulso en el que
apenas se distingue a los actores, permitiéndonos que sigamos las peripecias y
emociones de los personajes y a buen seguro su película supondrá un buen
prólogo, un adecuado impulso, para que muchos busquen la obra de Kerouac y
conozcan lo que pasó, sin filtros, sin falsas interpretaciones, sin
mitificaciones irreales con pedestales poco firmes. Nada mejor que dejar al
mismísimo Neal Cassady poner el punto y final a esta crónica: “Dios existe, sin
el menor asomo de duda. Mientras avanzo por esta carretera estoy absolutamente
convencido de que todo nos va a ir bien… (…) Además, conocemos Norteamérica,
estamos en casa; en este país puedo ir donde me dé la gana y conseguir lo que
me dé la gana, porque es lo mismo en todas las esquinas, y conozco a la gente,
y sé lo que hace. Damos y tomamos y vamos zigzagueando de un lado a otro en
esta dulzura increíblemente complicada”.
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