TÍTULO ORIGINAL: Holy Motors AÑO DE
PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Leos Carax GUIÓN: Leos Carax FOTOGRAFÍA: Caroline
Champetier MONTAJE: Nelly Quettier REPARTO: Denis Lavant, Edith Scob, Kylie
Minogue, Eva Mendes
Podríamos considerar este comentario continuación del que le precede (el
dedicado a Fin), al menos en lo que
se refiere al género apocalíptico ya que, como apuntábamos allí, éste no se
circunscribe tan sólo a las historias que especulan, desembocan o amenazan con
lo que se supone (según esa mala interpretación del calendario maya que tantos
ríos de tinta ha hecho correr) va a suceder dentro de pocos días, es decir, el
acabose, sino que también engloba todas esas narraciones que dibujan un futuro
(en ocasiones tan cercano que habla de este mismo momento) desolador, en el que
todo (edificios, estructuras sociales, regímenes políticos) se ha desmoronado,
en el que sólo sobrevive el más fuerte (o el más amoral), metáforas que (se
supone) buscan abrir los ojos de los espectadores o (tal vez) confirmarles que
no hemos quedado sin capacidad de respuesta, que no hay vuelta atrás. Es, como
ya señalábamos, un subgénero que acepta múltiples interpretaciones, infinidad
de especulaciones, pero lo que nunca podríamos haber imaginado es que una
limusina constituiría la alegoría perfecta que nos hablase de la decadencia
moral que parece inundar el planeta; si ya en su momento tuvimos que referirnos
a Cosmópolis (2012), esa pesadez
salida de la pluma de Don DeLillo que aún abigarró y encriptó más David
Cronenberg, en la que el personaje principal apenas abandonaba el interior de
tal vehículo, constituido en su hábitat, en la película de la que ahora nos
ocupamos el protagonista recorre las calles de París en una limusina que le
sirve como refugio y, sobre todo, camerino, habitáculo en el que transformarse
en aquello que sus invisibles clientes exijan o necesiten.
Más influido de lo que querría reconocer o le gustaría pensar por Blade Runner (1982) o Mad Max (1979), Leos Carax sitúa Holy Motors en el París actual, de hecho
muestra calles, monumentos, lugares, localizaciones reconocibles, que actúan (o
deberían) a modo de contrapunto y como recordatorio de que no se está
inventando nada, no está imaginando, eso es lo que quiere transmitir, se limita
a mostrar las dos caras de la moneda o, en realidad, a sacar la luz la parte
enferma de nuestra sociedad, la podredumbre enquistada bajo la pátina de
urbanidad y corrección que, sólo en apariencia, rige las relaciones humanas.
Convertido en autor de culto con tan sólo cinco largometrajes (incluyendo del
que estamos hablando), sobre todo por la repercusión internacional de Los amantes del Pont-Neuf (1991), el
cineasta francés espacia bastante sus trabajos, de hecho llevaba trece años sin
ponerse detrás de las cámaras más que para rodar tres cortos, por lo que
podemos colegir que tan sólo lo hace cuando le apetece o cuando encuentra la
historia adecuada, permitiéndose cualquier capricho expresivo, cualquier gesto
susceptible de aplaudirse como marca autoral, como signo de una personalidad
irrefrenable y sorprendente (a juzgar por los galardones que está acumulando,
la jugada le ha salido bien en un año en que el cine hablado en francés sólo
debería recibirlos por Amor de
Michael Haneke, esa obra maestra sin casi parangón –siempre hay gente dispuesta
a sentirse especial por el hecho de alabar obras que no saben explicar, dándose
aires de superioridad ante los que, como el niño del cuento, apuntan con el
dedo al rey desnudo, es decir, la insustancialidad de Holy motors-).
El actor fetiche de Carax, Denis Lavant (al que, excepto en esta cinta,
siempre había adjudicado un rol llamado Max –debe ser una broma privada con la
que ambos se regocijan-), va mutando durante el metraje, asumiendo diferentes
personalidades a cual más grotesca, lo que le permite ofrecer un permanente e
inacabable recital de muecas, de contorsiones, de extravagancias, de disfraces,
de caracterizaciones, que provocan fatiga prácticamente desde el principio
puesto que se van acumulando simbolismos, referencias, subtextos, códigos
restringidos, elipsis, en realidad, todo un aparataje que intenta camuflar la
vacuidad más absoluta, la complacencia del director y guionista ante lo que él
debe considerar su aplastante perspicacia para desentrañar el proceso de
descomposición en que intentamos sobrevivir. Como no podía ser de otra manera,
la fotografía, la dirección artística, el envoltorio del filme (aunque eso es
lo que es: sólo apariencia), posee un revestimiento que redunda en lo feo, en
lo ruinoso, en lo incómodo de ver; si ese era el objetivo consigue alcanzarlo
porque el visionado resulta muy incómodo, pero por lo señalado antes, por lo
absurdo, por lo acumulativo sin destino ni propósito, por lo forzado, por pasar
de una cosa a otra sin crear causalidades (ni tampoco casualidades), da la
sensación de que el orden de las secuencias podría alterarse y el resultado
sería el mismo: una obra sin concierto (que no es lo mismo que desconcertante,
mucho ojo), sin enjundia, sin mordiente, sin justificación para desperdiciar la
belleza de Eva Mendes (que tiene, por cierto, que bregar con una de las escenas
más innecesarias dentro de este catálogo de lo superfluo) o el carisma y la voz
de Kylie Minogue. Extraeremos algo positivo de Holy Motors: cuando una limusina aparezca en la pantalla puede ser
el momento adecuado para replantearnos qué hacemos en la sala y, tal vez, huir.
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