sábado, 29 de diciembre de 2012

"LAS SESIONES": SENSIBILIDAD Y BUEN GUSTO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Sessions DIRECCIÓN: Ben Lewin GUIÓN: Ben Lewin MÚSICA: Marco Beltrami FOTOGRAFÍA: Geoffrey Simpson MONTAJE: Lisa Bromwell REPARTO: John Hawkes, Helen Hunt, William H. Macy, Moon Bloodgood, Adam Arkin


   Hay películas que resultan muy difíciles de clasificar porque invalidan todos los cánones, superan cualquier calificativo, rompen las costuras de los géneros sancionados como tales, se constituyen ellas mismas en categoría, en vara de medir, obligan a buscar nuevos adjetivos y, lo mejor de todo, es que lo hacen con una sencillez apabullante, como si llegar a ese prodigio de concisión y equilibrio fuese patrimonio de cualquiera, apareciendo ante nuestros ojos como una epifanía, como un regalo colmado de deleite, de sinceridad, de alegría y optimismo, abandonando desde su concepción la más mínima tentación o posibilidad de embarrancar en lo trillado, en un buenismo simplón y autocomplaciente como el de las obras de Jorge Bucay y demás gurús, en un tono aleccionador o de sermón, en querer buscar una moraleja. Y, sin embargo, Las sesiones nos deja mucho en lo que seguir pensando tiempo después de haber abandonado la sala, pero lo hace al modo de Pulgarcito, sembrando el camino de migas de pan que cada uno puede recoger como más le plazca, refrenando cualquier atisbo de tremendismo, de impudicia, obviando los lagrimales del público, yendo directo hacia el corazón (aunque se puede dar el hecho de que más de un espectador llore de emoción, de risa, de éxtasis).

   Es la segunda vez que el cine se fija en la historia del periodista y poeta Mark O´Brien: la primera fue a través del cortometraje documental Breathing Lessons: The Life and Work of Mark O´Brien (1996), que se alzó con el Oscar en su categoría y que, como señala el título (“lecciones de respiración”), se centraba en cómo organiza una vida tan activa (se graduó en la Universidad, creó una editorial, produjo su obra) alguien que necesita un pulmón de acero para respirar y que sólo tiene unas horas al día de autonomía, teniendo además en cuenta que no puede valerse por sí solo debido a la polio que sufrió cuando tenía seis años y que fue la que le condenó a estar postrado el resto de su vida. En esta ocasión, el escritor y director Ben Lewin (que también sufrió la polio cuando era niño, por fortuna con secuelas menos graves) se centra en uno de los artículos periodísticos publicados por O´Brien, en concreto en el que narraba su experiencia con una terapeuta sexual cuando, a los 38 años, decidió perder su virginidad; como es fácil comprender, este material es absoluta dinamita que puede estallar en el momento más inadecuado, escapando sus mortíferos resultados por las muchas brechas que pueden abrirse. Y ahí es dónde hemos de volver a lo ya señalado: la sensibilidad, el cuidado, la exquisitez, el buen humor con que se narra la cinta consigue evitar cualquier complicación, porque no ahorra nada, no trivializa, no camufla, no frivoliza, pero encuentra el tono adecuado, muy natural, equilibrado, confiando en la inteligencia del espectador, dando una lección de buen gusto como no se recuerda desde hace años.

   Como su título indica, la película se centra en las sesiones que O´Brien contrata para que una terapeuta sexual especializada en discapacitados le ayude a tomar conciencia y control sobre su cuerpo y pueda disfrutar practicando sexo; sin caer en discursos, en arrebatos, en aldabonazos de conciencia, sin erigirse en nada, Ben Lewin nos impresiona, nos emociona, nos convierte a su causa (aunque no es lo que pretende), sobre todo cuando confirmamos que las voces de siempre, aquellas que quieren imponer su manera de entender la moral, aquellas que siempre están evangelizando, que deciden qué es correcto y qué no, aquellas que se sienten superiores regalando caridad, tratando a los que miran como si fuesen menos con conmiseración preñada de afectación, se levantan y abandonan la proyección para la prensa porque no pueden tolerar que alguien como Mark O´Brien (me niego a reproducir los epítetos que le dedican) quiera disfrutar con el sexo y que nosotros tengamos que encontrar lógico tal anhelo y alegrarnos de su consecución. Y, nunca mejor dicho, el director se niega cualquier obscenidad, lo que no sólo debe entenderse en el plano sexual, especialmente lo decimos por cómo suelen tratar los asuntos relacionados con las enfermedades ciertos cineastas que logran el aplauso generalizado (para no remontarnos muy atrás, baste recordar que, si Haneke no lo remedia, la Academia podría refrendar con el premio a la mejor película de habla no inglesa la imparable carrera comercial de Intocable (2011), ese fenómeno de masas que, por encima de todo lo demás, es un filme muy aburrido); un pene erecto puede ser el eje (perdón por la figura, se ve que he aprendido poco de la escritura de Lewin) sobre el que pivote una parte importante del metraje sin necesidad de nada más que unos buenos diálogos (los adecuados, los precisos, medidos y mimados) y unos actores en absoluto estado de gracia.

   Es muy gratificante recuperar a una actriz de los quilates de Helen Hunt en un cometido de semejante calibre: su franca sonrisa, la naturalidad con la que se va adentrando en los miedos de Mark y la manera en que resuelve los problemas, van poco a poco deviniendo en un cambio de actitud que, aunque mínimamente exteriorizado, es notorio para su marido; sólo pueden tener lugar un máximo de seis sesiones para evitar la creación de cualquier otro vínculo entre terapeuta y paciente, pero la inteligencia y ganas por gozar del segundo hacen que todo vaya mucho más rápido y, sin embargo, pudiera decirse que en pantalla apenas sucede nada, sencillamente se van acumulando las sensaciones, los deseos, las frustraciones, los logros, las sonrisas y Helen Hunt expresa todas sin aspavientos, controlando los gestos, midiendo la voz, llenando de contenido cada mirada, logrando una de las secuencias más emotivas y brutales vistas en mucho tiempo y para ello sólo necesita meterse en su coche y que le recuerden que no ha cogido el cheque con el que le pagan cada sesión. Si en Mejor… imposible (1997) superó con creces cualquier expectativa (era popular por una comedia televisiva, heredaba el papel de Holly Hunter, se enfrentaba a un Jack Nicholson nacido para ese personaje, tenía que decir las frases de uno de los grandes guiones de James L. Brooks), gracias a esta cinta logra, por fin, revalidar aquel éxito y confirmar que el título como grande que algunos le otorgábamos no le venía ídem.  

   Otro de los múltiples aciertos del guión de Lewis es no convertirlo en un recital del actor protagonista (ese tipo de interpretaciones tan esforzadas y forzadas que, sin embargo, se traducen muchas veces en galardones otorgados por el gremio de actores); antes al contrario, podría decirse que el escritor se lo pone muy difícil a John Hawkes, puesto que no le entrega ninguna escena de lucimiento, en el sentido más peyorativo del término (incluso la maravillosa –tan denostada por las mismas voces que citábamos antes- Mar adentro (2004) se guardaba algún resquicio para que Javier Bardem –el impresionante Javier Bardem de esa película- dejase claro el porqué de su prestigio -¡Qué lejos queda esto con su ridícula composición como malo de la saga Bond tan fresca en la memoria!-). Es en esa aparente inanidad, en ese despojamiento de artificio, en esa entrega completa, donde John Hawkes va conformando una actuación superlativa, manejando la voz prodigiosamente, sabiendo intercalar el sentido del humor cuando conviene, no escondiendo su vulnerabilidad cuando hacerlo resultaría un error, exhibiendo un carisma impensable en alguien asociado a dos de los títulos más exasperantes de los últimos años, esos convencidos de su importancia, bendecidos por la crítica, descubridores de nuevos talentos: Winter´s Bone (2010) –aunque le valiese varios laureles, nominación al Oscar incluida- y Martha Marcy May Marlene (2011). A la espera de ver lo que hace Daniel Day Lewis (quien obtuvo su primer Oscar por Mi pie izquierdo (1989), establezcan ustedes los paralelismos que quieran) en el Lincoln de Spielberg, la tan esperada por tantas razones, cinta en la que también participa Hawkes, este actor encabeza nuestras preferencias para auparse con el premio de la Academia, sobre todo para hacernos olvidar tantos galardones inadecuados y gratuitos (el Dustin Hoffman de Rain Man (1988), el Cliff Robertson de Charly (1968)) y para confirmar que, con su encarnación de Mark O´Brien, John Hawkes se ha convertido en un actor de leyenda.

   Ben Lewis dirige con acierto y buen tino, sabe acompasarse al perfecto guión que le alienta, y entrega Las sesiones a los intérpretes: los primeros planos, los planos medios, muestran lo necesario, es decir, los rostros, las miradas (decisivas en una manera de narrar llena de elipsis en la que hay tanto sugerido), las rutinas; acompañan en esta aventura a John Hawkes y Helen Hunt un solvente y divertido William H. Macy y una estupenda Moon Bloodgood que, al igual que el resto del reparto, saben emocionar desde la contención, desde la economía de recursos, desde la verdad que respira cada fotograma de esta imprescindible película.

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