TÍTULO ORIGINAL: Cesare deve morire
AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Paolo y Vittorio Taviani GUIÓN: Paolo y
Vittorio Taviani (basado en la obra Julio
César de William Shakespeare) MÚSICA: Giuliano Taviani, Carmelo Travia FOTOGRAFÍA:
Simone Zampagni MONTAJE: Roberto Perpignani REPARTO: Cosimo Rega, Salvatore
Striano, Giovanni Arcuri, Antonio Frasca, Juan Dario Bonetti, Vincenzo Gallo
Pueden enumerarse muchos ejemplos de artistas que han revelado una gran
parte o todas sus cualidades (incluso las más excepcionales) en sus primeros trabajos;
del mismo modo, podríamos elaborar una lista con los que se agotaron en ellos e
incluso en su ópera prima y nunca volvieron a brillar del mismo modo y los hay que
han merecido la inmortalidad sólo por una obra. Pero, sin duda (y sin
menospreciar o minusvalorar a nadie: es un a modo de generalización bastante
cercana a la realidad), los autores más interesantes, los que más gustan, de
los que más disfrutamos, son aquellos que van creciendo, mejorando, los que
saben madurar y evolucionar, los que van depurando su estilo, enriqueciéndolo,
matizándolo, los que no se duermen en los laureles ni viven de méritos
pretéritos, esos que siguen trabajando con las mismas ganas y el mismo ímpetu
aunque la experiencia les otorgue calma. Por desgracia, en el mundo del cine se
tiende a jubilar demasiado pronto a los directores, las compañías de seguros y
grandes productoras cierran el paso a creadores a los que consideran en peligro
de muerte o al menos con una salud delicada, temiendo que la filmación no pueda
llevarse a término, olvidando que esa que tantas veces se invoca como ley de
vida no se cumple en el orden considerado lógico y que pueden ser Ernst
Lubitsch o Ricardo Franco (el primero falleció con 55 años, el segundo con 48)
los que no logren concluir un rodaje. Por fortuna, luchando contra viento y
marea, empeñándose (literalmente), apoyados por otros artistas, refugiándose en
la televisión, burlándose de la muerte, ganándole el pulso hasta el último “¡corten!”,
nombres como Akira Kurosawa, Ingmar Bergman o John Huston siguieron trabajando
casi hasta el último aliento, mientras las fuerzas se lo consintieron (caso
excepcional es el de Manoel de Oliveira que acaba de cumplir 104 años y sigue
en activo).
Y es de este modo, sin tener nada que demostrar, con la paciencia y
tranquilidad que confiere una carrera plagada de reconocimientos, alejados de
tentaciones estilísticas que distorsionen el resultado, con la sabiduría que
otorgan su veteranía y conocimiento del oficio, cuando podía pensarse que su
tiempo había quedado atrás, cuando sus títulos apenas se revisan o se
consideran periclitados, Paolo y Vittorio Taviani demuestran seguir en plena
forma, saber aprovechar la vitalidad de sus 81 y 83 años respectivamente, y se
descuelgan con una de las propuestas más estimulantes del momento, obteniendo
con toda justicia el máximo galardón del último Festival de Berlín. Volviendo a
las paradojas de las que hablábamos en el párrafo anterior, César debe morir entronca directamente
con Vania en la calle 42 (1994), esa
obra mirífica que cerró abruptamente la filmografía del genial Louis Malle
(murió con 63 años, sólo uno después del estreno, cuando tanto le quedaba por
hacer): en ambas lo que importa es el texto (de Shakespeare aquí, de Chejov
allá), lo que los actores ensayan, el espectador pone todo lo demás o ni
siquiera eso, porque no se necesita la escenografía, el vestuario, la iluminación,
el maquillaje para arrebatarse y dejarse envolver por las palabras que, de ese
modo, llegan sin estorbos, sin aditamentos, sin filtro, como aldabonazos que
provocan seísmos, maremotos emocionales imparables pero deseables; es cierto
que, a diferencia del cineasta francés, los italianos manejan un subtexto, hay
mucho insinuado, se consienten y espolean diferentes lecturas, pero todo
narrado desde la austeridad, desde el minimalismo, economizando datos, obviando
hermetismos hermenéuticos propios de autores engolados, filmando con limpieza e
incluso prudencia, casi con timidez, como meros testigos de la experiencia
teatral de la que se da testimonio.
Asistimos a los diferentes ensayos que van dando forma a un Julio César muy particular: el
interpretado por los reclusos de la cárcel romana de Rebibbia, algunos
condenados a cadena perpetua; lo que hubiese podido resultar un ejercicio de
estilo, lo que podría haber devenido en un filme complejo, sólo para
conocedores o entendidos, queda resuelto en manos de los Taviani con planos
largos, muy abiertos, que buscan los rostros de los actores cuando es
necesario, integrando perfectamente los versos de Shakespeare con las
diferentes localizaciones, logrando que olvidemos que estamos en una cárcel,
pero posibilitando que incorporemos reflexiones al hilo de lo que dicen esas
personas que en ocasiones han cometido los mismos delitos (o peores) que los
personajes que encarnan, recordando que esas rejas son reales pero que ellos
las traspasan gracias a la interpretación. Sólo sabremos tres o cuatro datos
sobre cada uno de ellos, algunos cuando termine la película, decisión muy
inteligente por parte de los directores puesto que deja en el ánimo del
espectador (pero muy al fondo) la verdadera historia de cada uno (al menos el
resultado), pero sin entorpecer la vigencia, las implicaciones, el contenido de
lo que se dice, permitiendo que cada quien establezca los paralelismos que
desee y desentrañe las posibles metáforas a su modo (alguien, por cierto,
debería reflexionar sobre la coincidencia en las carteleras de Reality y César debe morir, ambas con grandes interpretaciones a cargo de
actores que cumplen condena, pero no seré yo el que lo haga). Tal vez se
muestre innecesario mostrar un fragmento de la función tal y como se ofrece al
público (o, al menos, volver a ello en una segunda ocasión), pero el conjunto
tiene tanta potencia, es tan electrizante y rápido (todo un ejemplo de cómo
aligerar un clásico sin trivializarlo o adulterarlo), huele tanto a amor por la
palabra, por la imagen, por el arte, cuentan tanto los rostros, los gestos, los silencios de los que interpretan Julio César como si fuese la primera vez que se representa que uno no puede sino dar gracias a quien
corresponda porque los hermanos Taviani hayan regresado tras la cámara.
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