TÍTULO ORIGINAL: The Angels´ Share
AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Ken Loach GUIÓN: Paul Laverty MÚSICA: Tom
Howe FOTOGRAFÍA: Robbie Ryan MONTAJE: Jonathan Morris REPARTO: Paul Brannigan,
John Henshaw, Gary Maitland, Jasmine Riggins
Se escucha decir hasta la saciedad, sobre todo por personas relacionadas
de una forma u otra con el arte, que es mucho más difícil hacer reír que hacer
llorar, que conseguir un verdadero y perdurable efecto cómico sin caer en lo
chusco o en lo directamente escatológico requiere de mucho esfuerzo, de muchos
ensayos, de muchas horas, que las lágrimas del público pueden forzarse con
trucos que la mayoría de las veces no resultan muy honestos pero que las risas
y/o carcajadas, incluso recurriendo a ese mismo tipo de ardides, no siempre
fluyen como se desearía y, a pesar de esta buena consideración, a la hora de
los premios la comedia suele quedar relegada, postergada, ninguneada, olvidada,
siendo los dramas (de un calado u otro, de un estilo u otro) los que acaparan
galardones y prestigio; por otro lado, determinados críticos e incluso público
habitual suelen justificar la escasa repercusión de ciertos títulos y el
permanente auge de una comicidad de tono grueso, insultante, descerebrada y
casposa afirmando que las audiencias rechazan todo aquello que les añada
sufrimiento, cuando (si exceptuamos los productos preparados para arrasar en
taquilla), a la hora del resumen anual en el que ya estamos inmersos, un grueso
importante de la gente que pasa por taquilla elige filmes que, por recurrir a
una etiqueta sencilla y definitoria, podríamos calificar como “serios” (nada
hay más serio que el género cómico si se acomete de verdad y con talento). Esto
último, por un lado, indica el menosprecio más o menos acusado que muchos
sienten por la comedia, primero al no diferenciar entre los diferentes grados y
formas de hacer humor, segundo al considerar que es una vía de escape, un anestésico,
algo efímero que no hace pensar, y por otro obliga a preguntarse a qué se
refiere alguien cuando habla de ello, sobre todo si tenemos en cuenta que para
millones de espectadores el epítome de lo romántico se encuentra en Love Story (1970) o Brokeback Mountain (2005) (aún puede entenderse algo lo de la
primera, pero no lo de la segunda que, en todo caso, es la historia de un
cobarde, de alguien que se niega sus sentimientos y amarga la existencia a los
demás, alguien que entenderá demasiado tarde sus errores –y a buen seguro que
Annie Proulx, autora del excelente relato original, se revolverá cada vez que
oiga este calificativo-).
Incluso hay actores que, muy considerados y queridos por su dedicación a
la comedia, buscan a toda costa redimirse (por así decirlo) y lograr éxito y
aplauso generalizado con algún rol dramático (lo que suele resultar patético,
excepto en los grandes, en los versátiles, en los que no se adocenan, en los
que no tienen reparo en aceptar el personaje que les parezca interesante en
cada momento, todo sin olvidar a esas grandes damas –sobre todo británicas- que
según acumulan experiencia van transformándose en brillantes actrices cómicas).
Pero también encontramos el camino contrario, especialmente en directores que,
de repente, buscando nuevos horizontes, queriendo sorprender y demostrar
cualidades que se les niegan, dan un giro a su filmografía y hacen una comedia,
una película en la que se relajan, en la que olvidan su estilo habitual, en la
que se ponen a prueba, más tal vez por complejos propios que por petición de
los que les siguen (¿Quién se queja de que Hitchcock jamás rodase un musical?
¿Echamos de menos un western en la obra de Billy Wilder? ¿Vamos a bajar del
Olimpo que ganaron por sus méritos a John Ford, Luis García Berlanga, Jean
Renoir o Ingmar Bergman (la lista sería interminable) por no haber tocado todos
los palos?). Tras ser durante más de veinte años un cineasta comprometido,
molesto, denunciador de los malos hábitos políticos, de las lacras que
empantanan a los humildes, Ken Loach ha visto llegado el momento de rodar una
historia que, aún respondiendo a lo que suele esperarse de él, no haga
demasiado hincapié en los aspectos más tétricos o patéticos, no ponga toda la
carga en lo negativo, sino que aporte esperanza, aire fresco, diluya la
crítica, se cuente con un aire frívolo y provoque más de una carcajada.
El director británico parece haber olvidado aquellos títulos de su
carrera en los que, con mayor o menor fortuna, aparecía el elemento cómico como
eje central de la narración (algo especialmente notorio en Riff-Raff (1991), donde, como en tantas ocasiones, plasmaba
situaciones tan locales que eran difíciles, cuando no imposibles, de comprender
para el poco versado en el asunto –recuérdese Agenda oculta (1990), llena de referencias a altos cargos poco o
nada conocidos más allá de sus fronteras-) o, al menos, salpimentaba la
historia con pequeños paréntesis que suponían un respiro y aportaban
credibilidad y empaque a los que, sin duda, quedan como sus mejores títulos: Lloviendo piedras (1993), Ladybird Ladybird (1994) –su obra
maestra-, Tierra y libertad (1995) y Mi nombre es Joe (1998), películas en
algunos casos dolorosas, estremecedoras, impactantes, pero con los tonos
perfectamente medidos y dosificados. Precisamente la última que citamos supone
su segundo trabajo con el guionista Paul Laverty y, por el momento, sigue
siendo su mejor colaboración, puesto que en el resto (once ocasiones,
incluyendo la que ahora nos ocupa) el libreto se impone a todo lo demás con
permanentes subrayados, con escenas meramente discursivas que sólo pretenden
dejar clara una ideología, que olvidan la sutileza cayendo en ocasiones en la
mera soflama, en lo mitinesco, en el proselitismo (y no porque uno no esté de
acuerdo con lo que se dice, pero sí porque resulta innecesario, entorpece el
relato y trata a la audiencia como ente y no como seres que piensan por sí mismos);
incluso en momentos en que consigue olvidar su estilo habitual, como en Sweet Sixteen (2002) o Sólo un beso (2004), termina por caer en
su sempiterno vicio de hacer una tesis, algo también notorio cuando pretendió
escribir una cinta de género –Cargo (2006)-
y resultó aquel híbrido que no contentaba a nadie, sin olvidar También la lluvia (2010), dirigida por
su mujer, Icíar Bollaín, que si tuviese claro lo que quiere contar pudiese
haber sido una buena película, pero emplea gran parte del metraje en que cada
personaje recuerde lo mal que nos portamos con los demás y sienta la culpa por
lo que sucedió en América hace ya varios siglos.
La parte de los ángeles consigue
su objetivo de verse como una historia simpática, sin grandes pretensiones,
incluso simple a ratos, pero resulta un tanto perdida, como si Laverty no
supiese hacia dónde hacerla avanzar, como si percibiese que el chiste no da más
de sí (algo particularmente notorio en el tramo final), como si le faltasen
cimientos (al no poder seguir el camino trillado, se queda en lo meramente
anecdótico), como si tuviese reparos en hacer una película que pueda considerarse de evasión (olvidando todo lo que hay por debajo, de dónde nace la historia, suficiente para que el público contextualice y reflexione) y Ken Loach no es capaz de hacer más: dirige con su oficio habitual,
con su estilo cercano al documental (género en el que se forjó), recupera
cierta frescura perdida en La cuadrilla (2001)
o El viento que agita la cebada (2006)
–incomprensible Palma de Oro de Cannes a una cinta rutinaria no demasiado bien
contada-, pero acaba imprimiendo a sus escenas una permanente sensación de ya
visto, no logra escapar de lo convencional, de un tono cómico que a buen seguro
hará arrugar el hocico a sus más firmes defensores, el mismo tono que usado por
otros cineastas provoca urticaria a ciertas voces. Sin embargo, el filme nunca
decae gracias a su protagonista, Paul Brannigan, descubrimiento de Ken Loach
comparable al de Crissy Rock en Ladybird
Ladybird (incomprensible que esta actriz no haya tenido la continuidad que
merece), quien reproduciendo algunos episodios de su vida consigue una frescura
y veracidad que no se encuentran en intérpretes con más experiencia, sabiendo mirar con intención,
con amor, con dolor, con inteligencia, consiguiendo que el espectador se
interese e involucre en su peripecia.
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