jueves, 6 de diciembre de 2012

"LA PARTE DE LOS ÁNGELES": ENTRE AZUL Y BUENAS NOCHES





    TÍTULO ORIGINAL: The Angels´ Share AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Ken Loach GUIÓN: Paul Laverty MÚSICA: Tom Howe FOTOGRAFÍA: Robbie Ryan MONTAJE: Jonathan Morris REPARTO: Paul Brannigan, John Henshaw, Gary Maitland, Jasmine Riggins


   Se escucha decir hasta la saciedad, sobre todo por personas relacionadas de una forma u otra con el arte, que es mucho más difícil hacer reír que hacer llorar, que conseguir un verdadero y perdurable efecto cómico sin caer en lo chusco o en lo directamente escatológico requiere de mucho esfuerzo, de muchos ensayos, de muchas horas, que las lágrimas del público pueden forzarse con trucos que la mayoría de las veces no resultan muy honestos pero que las risas y/o carcajadas, incluso recurriendo a ese mismo tipo de ardides, no siempre fluyen como se desearía y, a pesar de esta buena consideración, a la hora de los premios la comedia suele quedar relegada, postergada, ninguneada, olvidada, siendo los dramas (de un calado u otro, de un estilo u otro) los que acaparan galardones y prestigio; por otro lado, determinados críticos e incluso público habitual suelen justificar la escasa repercusión de ciertos títulos y el permanente auge de una comicidad de tono grueso, insultante, descerebrada y casposa afirmando que las audiencias rechazan todo aquello que les añada sufrimiento, cuando (si exceptuamos los productos preparados para arrasar en taquilla), a la hora del resumen anual en el que ya estamos inmersos, un grueso importante de la gente que pasa por taquilla elige filmes que, por recurrir a una etiqueta sencilla y definitoria, podríamos calificar como “serios” (nada hay más serio que el género cómico si se acomete de verdad y con talento). Esto último, por un lado, indica el menosprecio más o menos acusado que muchos sienten por la comedia, primero al no diferenciar entre los diferentes grados y formas de hacer humor, segundo al considerar que es una vía de escape, un anestésico, algo efímero que no hace pensar, y por otro obliga a preguntarse a qué se refiere alguien cuando habla de ello, sobre todo si tenemos en cuenta que para millones de espectadores el epítome de lo romántico se encuentra en Love Story (1970) o Brokeback Mountain (2005) (aún puede entenderse algo lo de la primera, pero no lo de la segunda que, en todo caso, es la historia de un cobarde, de alguien que se niega sus sentimientos y amarga la existencia a los demás, alguien que entenderá demasiado tarde sus errores –y a buen seguro que Annie Proulx, autora del excelente relato original, se revolverá cada vez que oiga este calificativo-).

   Incluso hay actores que, muy considerados y queridos por su dedicación a la comedia, buscan a toda costa redimirse (por así decirlo) y lograr éxito y aplauso generalizado con algún rol dramático (lo que suele resultar patético, excepto en los grandes, en los versátiles, en los que no se adocenan, en los que no tienen reparo en aceptar el personaje que les parezca interesante en cada momento, todo sin olvidar a esas grandes damas –sobre todo británicas- que según acumulan experiencia van transformándose en brillantes actrices cómicas). Pero también encontramos el camino contrario, especialmente en directores que, de repente, buscando nuevos horizontes, queriendo sorprender y demostrar cualidades que se les niegan, dan un giro a su filmografía y hacen una comedia, una película en la que se relajan, en la que olvidan su estilo habitual, en la que se ponen a prueba, más tal vez por complejos propios que por petición de los que les siguen (¿Quién se queja de que Hitchcock jamás rodase un musical? ¿Echamos de menos un western en la obra de Billy Wilder? ¿Vamos a bajar del Olimpo que ganaron por sus méritos a John Ford, Luis García Berlanga, Jean Renoir o Ingmar Bergman (la lista sería interminable) por no haber tocado todos los palos?). Tras ser durante más de veinte años un cineasta comprometido, molesto, denunciador de los malos hábitos políticos, de las lacras que empantanan a los humildes, Ken Loach ha visto llegado el momento de rodar una historia que, aún respondiendo a lo que suele esperarse de él, no haga demasiado hincapié en los aspectos más tétricos o patéticos, no ponga toda la carga en lo negativo, sino que aporte esperanza, aire fresco, diluya la crítica, se cuente con un aire frívolo y provoque más de una carcajada.

   El director británico parece haber olvidado aquellos títulos de su carrera en los que, con mayor o menor fortuna, aparecía el elemento cómico como eje central de la narración (algo especialmente notorio en Riff-Raff (1991), donde, como en tantas ocasiones, plasmaba situaciones tan locales que eran difíciles, cuando no imposibles, de comprender para el poco versado en el asunto –recuérdese Agenda oculta (1990), llena de referencias a altos cargos poco o nada conocidos más allá de sus fronteras-) o, al menos, salpimentaba la historia con pequeños paréntesis que suponían un respiro y aportaban credibilidad y empaque a los que, sin duda, quedan como sus mejores títulos: Lloviendo piedras (1993), Ladybird Ladybird (1994) –su obra maestra-, Tierra y libertad (1995) y Mi nombre es Joe (1998), películas en algunos casos dolorosas, estremecedoras, impactantes, pero con los tonos perfectamente medidos y dosificados. Precisamente la última que citamos supone su segundo trabajo con el guionista Paul Laverty y, por el momento, sigue siendo su mejor colaboración, puesto que en el resto (once ocasiones, incluyendo la que ahora nos ocupa) el libreto se impone a todo lo demás con permanentes subrayados, con escenas meramente discursivas que sólo pretenden dejar clara una ideología, que olvidan la sutileza cayendo en ocasiones en la mera soflama, en lo mitinesco, en el proselitismo (y no porque uno no esté de acuerdo con lo que se dice, pero sí porque resulta innecesario, entorpece el relato y trata a la audiencia como ente y no como seres que piensan por sí mismos); incluso en momentos en que consigue olvidar su estilo habitual, como en Sweet Sixteen (2002) o Sólo un beso (2004), termina por caer en su sempiterno vicio de hacer una tesis, algo también notorio cuando pretendió escribir una cinta de género –Cargo (2006)- y resultó aquel híbrido que no contentaba a nadie, sin olvidar También la lluvia (2010), dirigida por su mujer, Icíar Bollaín, que si tuviese claro lo que quiere contar pudiese haber sido una buena película, pero emplea gran parte del metraje en que cada personaje recuerde lo mal que nos portamos con los demás y sienta la culpa por lo que sucedió en América hace ya varios siglos.

   La parte de los ángeles consigue su objetivo de verse como una historia simpática, sin grandes pretensiones, incluso simple a ratos, pero resulta un tanto perdida, como si Laverty no supiese hacia dónde hacerla avanzar, como si percibiese que el chiste no da más de sí (algo particularmente notorio en el tramo final), como si le faltasen cimientos (al no poder seguir el camino trillado, se queda en lo meramente anecdótico), como si tuviese reparos en hacer una película que pueda considerarse de evasión (olvidando todo lo que hay por debajo, de dónde nace la historia, suficiente para que el público contextualice y reflexione) y Ken Loach no es capaz de hacer más: dirige con su oficio habitual, con su estilo cercano al documental (género en el que se forjó), recupera cierta frescura perdida en La cuadrilla (2001) o El viento que agita la cebada (2006) –incomprensible Palma de Oro de Cannes a una cinta rutinaria no demasiado bien contada-, pero acaba imprimiendo a sus escenas una permanente sensación de ya visto, no logra escapar de lo convencional, de un tono cómico que a buen seguro hará arrugar el hocico a sus más firmes defensores, el mismo tono que usado por otros cineastas provoca urticaria a ciertas voces. Sin embargo, el filme nunca decae gracias a su protagonista, Paul Brannigan, descubrimiento de Ken Loach comparable al de Crissy Rock en Ladybird Ladybird (incomprensible que esta actriz no haya tenido la continuidad que merece), quien reproduciendo algunos episodios de su vida consigue una frescura y veracidad que no se encuentran en intérpretes con más experiencia, sabiendo mirar con intención, con amor, con dolor, con inteligencia, consiguiendo que el espectador se interese e involucre en su peripecia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario