domingo, 23 de diciembre de 2012

"OPERACIÓN E": ¿EN NOMBRE DE QUIÉN?


 
 
DIRECCIÓN: Miguel Courtois Paternina GUIÓN: Antonio Onetti MÚSICA: Thierry Westermeyer FOTOGRAFÍA: Josu Incháustegui MONTAJE: Jean-Paul Husson REPARTO: Luis Tosar, Martina García


   Cada día abundan más los discursos extremistas, vengan del lado que vengan, especialmente los relacionados con la política y la economía (tantas veces juntas y otras mezcladas sin posibilidad de separarlas), son muchos los que aprovechan cualquier tribuna a su alcance para proferir diatribas que pueden resumirse en la frase “o conmigo o contra mí”, soflamas reduccionistas que sólo ven la realidad de un modo, prismas que se presentan como inamovibles, estáticos, que no aceptan matices ni variaciones, que olvidan la amplia gama de grises que hay entre el blanco y el negro; son, por otro lado y en muchas ocasiones, formulaciones que siguen los dictados de Maquiavelo (aunque nunca escribió la famosa frase) y que dan por bueno cualquier medio mientras que propicie la consecución del fin anhelado, aplicando con toda obscenidad e inconsciencia (por no utilizar otros adjetivos más reveladores y precisos) el adjetivo “colateral”, como algo necesario, inevitable e, incluso, deseable (si no aportas algo a la causa, es que no crees en ella). Las FARC (Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia) apenas han abandonado las primeras páginas de los periódicos desde su creación en 1964 (no hay más que teclear sus siglas hoy mismo para encontrar noticias de hace unos minutos sobre una posible negociación entre ellas y el actual gobierno de Juan Manuel Santos), no en vano son la guerrilla más antigua y numerosa de América Latina, heroica para algunos, terrorista para otros y receptora de diferentes calificativos y clasificaciones para el resto, según la posición que adopten o cómo les afecten las acciones llevadas a cabo en su lucha de, según ellos declaran, inspiración e ideología marxista-leninista.

   Operación E parte de uno de los episodios que más conmocionaron a la comunidad internacional, puesto que en el epicentro del mismo se situó la seguridad y supervivencia de un niño nacido en la selva, hijo de la secuestrada Clara Rojas, hecha prisionera junto a Ingrid Betancourt en 2002. O, en realidad, cabría decir que esos anhelos para salvaguardar la integridad de la criatura sólo los experimentaba una persona, puesto que las FARC lo abandonaron a su suerte hasta que se les hizo imprescindible como moneda de cambio y, del mismo modo, el Gobierno le prestó especial atención sin perder de vista los réditos políticos que podía extraer. Sin embargo, el que peleó con uñas y dientes por arrancar al bebé que le fue entregado en custodia de una casi segura muerte, el que puso en peligro a su familia de cinco hijos sin importarle nada más que ese “peladito” que le dejaron para ver si su suegro, curandero indígena, podía hacer algo por él, el que se la jugó hasta el final y recibió como pago por su entrega un encarcelamiento de cuatro años, siendo liberado este mismo 2012 al no encontrarse pruebas para acusarle de secuestro (¡Esas paradojas que camuflan o maquillan tantas injusticias!), fue un humilde campesino sojuzgado por las FARC, en permanente huida (“primero hubo que escapar de los milicos, luego llegó la guerrilla”, no se cansa de repetir), que jamás se preocupó de filiaciones, causas, luchas, sino de sobrevivir y cuidar de los suyos: José Crisanto Gómez Tovar, el verdadero héroe, especialmente porque no se siente así, tan sólo quiere ser una buena persona.

   El mayor acierto de Miguel Courtois (parece haber aprendido la lección después de la un tanto errática El Lobo (2004) y, sobre todo, del estrepitoso fracaso –comercial y artístico- llamado GAL (2006)) es ceñir su historia a la peripecia personal de José Crisanto y su familia, dando los datos precisos, pero dejando las implicaciones políticas en un muy segundo plano, acertando plenamente en el enfoque, logrando la empatía del espectador (quien, al menos se da por hecho, conoce la identidad de ese niño y lo que su existencia –y su posible muerte- supone), no enredándose en alegatos ni reprobaciones (un fantástico equilibrio el que sabe mantener en su escritura Antonio Onetti), prescindiendo de maniqueísmos, sobre todo porque los enemigos del protagonista están a ambos lados; la cinta no esconde en qué lado se posiciona, pero no necesita subrayarlo ni arengar a la audiencia. Sin embargo, como ya le ocurriese en los títulos anteriormente citados, el cineasta vuelve a embarrancar en su torpeza a la hora de filmar escenas de acción y, muy especialmente, a la hora de pretender insuflar tensión y nervio a lo rodado, como si no confiase en el ritmo marcado por el guión ni los actores elegidos para darle vida (aunque pase por sus horas más bajas, aunque se pierda en un tono discursivo impensable en otra época, aún tiene en cartel El capital (2012) –aunque lo mejor es que recuperase Desaparecido (1982), Z (1969) o La caja de música (1989)- para aprender cómo un maestro en estas lides como Costa-Gavras sabe graduar).

   Pero no cabe duda que la película sería muy distinta, podría pasar por el ánimo del público como una más o una de tantas, de no estar permanentemente en escena Luis Tosar en una de sus interpretaciones más dignas de elogio, en una total inmersión en el rol asumido, en una desaparición plena para transformarse en un campesino colombiano: consigue hablar con suma naturalidad, incorporando el acento sin engolamiento, aflautando la voz, ocultando su dureza habitual sin aparente esfuerzo (ese a modo de permanente ronquera con la que supo atemorizarnos en Te doy mis ojos (2003), la misma que supo quebrar y transformar en vulnerable en Los lunes al sol (2002)); tras actuar con el piloto automático en la excesivamente ovacionada Mientras duermes (2011), participar en algún filme que no le merecía como la fatua También la lluvia (2010) o llevarse casi todos los premios posibles por una creación a ratos esperpéntica, robándole la voz al Jordi Mollà de La buena estrella (1997), adueñándose de la pantalla porque todo lo que le rodeaba era claramente inferior (especialmente su antagonista, el sorprendentemente encumbrado Alberto Ammann), destacando por encima de la a ratos rutinaria dirección de Daniel Monzón en Celda 211 (2009), es un placer confirmar que Luis Tosar sigue conservando mucho bueno que ofrecer y que es mucho más versátil de lo que reconocen algunos de sus admiradores, que sólo parecen disfrutar cuando repite tics y cadencias. Su incomprensión ante el comportamiento de médicos, trabajadores sociales, políticos y guerrilleros, su vulnerabilidad ante silencios, puertas que se cierran, teléfonos que se cuelgan, pistolas en la sien, duelen, impactan y hacen reflexionar (o deberían, sobre todo a aquellos que presumen de su activismo y enarbolan banderas de pretendidos progresismos, utilizando un lenguaje militarista para no llamar a las cosas por su nombre y disculpar los cadáveres -literalmente- dejados en el camino).

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