DIRECCIÓN: Miguel Courtois Paternina GUIÓN:
Antonio Onetti MÚSICA: Thierry Westermeyer FOTOGRAFÍA: Josu Incháustegui
MONTAJE: Jean-Paul Husson REPARTO: Luis Tosar, Martina García
Cada día abundan más los discursos extremistas, vengan del lado que
vengan, especialmente los relacionados con la política y la economía (tantas
veces juntas y otras mezcladas sin posibilidad de separarlas), son muchos los
que aprovechan cualquier tribuna a su alcance para proferir diatribas que pueden
resumirse en la frase “o conmigo o contra mí”, soflamas reduccionistas que sólo
ven la realidad de un modo, prismas que se presentan como inamovibles,
estáticos, que no aceptan matices ni variaciones, que olvidan la amplia gama de
grises que hay entre el blanco y el negro; son, por otro lado y en muchas
ocasiones, formulaciones que siguen los dictados de Maquiavelo (aunque nunca
escribió la famosa frase) y que dan por bueno cualquier medio mientras que
propicie la consecución del fin anhelado, aplicando con toda obscenidad e
inconsciencia (por no utilizar otros adjetivos más reveladores y precisos) el
adjetivo “colateral”, como algo necesario, inevitable e, incluso, deseable (si
no aportas algo a la causa, es que no crees en ella). Las FARC (Fuerzas Armadas
Revolucionarias de Colombia) apenas han abandonado las primeras páginas de los
periódicos desde su creación en 1964 (no hay más que teclear sus siglas hoy
mismo para encontrar noticias de hace unos minutos sobre una posible negociación
entre ellas y el actual gobierno de Juan Manuel Santos), no en vano son la
guerrilla más antigua y numerosa de América Latina, heroica para algunos,
terrorista para otros y receptora de diferentes calificativos y clasificaciones
para el resto, según la posición que adopten o cómo les afecten las acciones
llevadas a cabo en su lucha de, según ellos declaran, inspiración e ideología
marxista-leninista.
Operación E parte de uno de los episodios que más conmocionaron a
la comunidad internacional, puesto que en el epicentro del mismo se situó la
seguridad y supervivencia de un niño nacido en la selva, hijo de la secuestrada
Clara Rojas, hecha prisionera junto a Ingrid Betancourt en 2002. O, en
realidad, cabría decir que esos anhelos para salvaguardar la integridad de la
criatura sólo los experimentaba una persona, puesto que las FARC lo abandonaron
a su suerte hasta que se les hizo imprescindible como moneda de cambio y, del
mismo modo, el Gobierno le prestó especial atención sin perder de vista los
réditos políticos que podía extraer. Sin embargo, el que peleó con uñas y
dientes por arrancar al bebé que le fue entregado en custodia de una casi
segura muerte, el que puso en peligro a su familia de cinco hijos sin
importarle nada más que ese “peladito” que le dejaron para ver si su suegro,
curandero indígena, podía hacer algo por él, el que se la jugó hasta el final y
recibió como pago por su entrega un encarcelamiento de cuatro años, siendo
liberado este mismo 2012 al no encontrarse pruebas para acusarle de secuestro
(¡Esas paradojas que camuflan o maquillan tantas injusticias!), fue un humilde
campesino sojuzgado por las FARC, en permanente huida (“primero hubo que
escapar de los milicos, luego llegó la guerrilla”, no se cansa de repetir), que
jamás se preocupó de filiaciones, causas, luchas, sino de sobrevivir y cuidar
de los suyos: José Crisanto Gómez Tovar, el verdadero héroe, especialmente
porque no se siente así, tan sólo quiere ser una buena persona.
El mayor acierto de Miguel Courtois (parece haber aprendido la lección
después de la un tanto errática El Lobo (2004)
y, sobre todo, del estrepitoso fracaso –comercial y artístico- llamado GAL (2006)) es ceñir su historia a la
peripecia personal de José Crisanto y su familia, dando los datos precisos,
pero dejando las implicaciones políticas en un muy segundo plano, acertando
plenamente en el enfoque, logrando la empatía del espectador (quien, al menos
se da por hecho, conoce la identidad de ese niño y lo que su existencia –y su
posible muerte- supone), no enredándose en alegatos ni reprobaciones (un
fantástico equilibrio el que sabe mantener en su escritura Antonio Onetti),
prescindiendo de maniqueísmos, sobre todo porque los enemigos del protagonista
están a ambos lados; la cinta no esconde en qué lado se posiciona, pero no
necesita subrayarlo ni arengar a la audiencia. Sin embargo, como ya le
ocurriese en los títulos anteriormente citados, el cineasta vuelve a
embarrancar en su torpeza a la hora de filmar escenas de acción y, muy
especialmente, a la hora de pretender insuflar tensión y nervio a lo rodado,
como si no confiase en el ritmo marcado por el guión ni los actores elegidos
para darle vida (aunque pase por sus horas más bajas, aunque se pierda en un
tono discursivo impensable en otra época, aún tiene en cartel El capital (2012) –aunque lo mejor es
que recuperase Desaparecido (1982), Z (1969) o La caja de música (1989)- para aprender cómo un maestro en estas
lides como Costa-Gavras sabe graduar).
Pero no cabe duda que la película sería muy distinta, podría pasar por
el ánimo del público como una más o una de tantas, de no estar permanentemente
en escena Luis Tosar en una de sus interpretaciones más dignas de elogio, en
una total inmersión en el rol asumido, en una desaparición plena para
transformarse en un campesino colombiano: consigue hablar con suma naturalidad,
incorporando el acento sin engolamiento, aflautando la voz, ocultando su dureza
habitual sin aparente esfuerzo (ese a modo de permanente ronquera con la que
supo atemorizarnos en Te doy mis ojos (2003),
la misma que supo quebrar y transformar en vulnerable en Los lunes al sol (2002)); tras actuar con el piloto automático en
la excesivamente ovacionada Mientras
duermes (2011), participar en algún filme que no le merecía como la fatua También la lluvia (2010) o llevarse casi
todos los premios posibles por una creación a ratos esperpéntica, robándole la
voz al Jordi Mollà de La buena estrella (1997),
adueñándose de la pantalla porque todo lo que le rodeaba era claramente inferior (especialmente su
antagonista, el sorprendentemente encumbrado Alberto Ammann), destacando por
encima de la a ratos rutinaria dirección de Daniel Monzón en Celda 211 (2009), es un placer confirmar
que Luis Tosar sigue conservando mucho bueno que ofrecer y que es mucho más
versátil de lo que reconocen algunos de sus admiradores, que sólo parecen
disfrutar cuando repite tics y cadencias. Su incomprensión ante el comportamiento
de médicos, trabajadores sociales, políticos y guerrilleros, su vulnerabilidad
ante silencios, puertas que se cierran, teléfonos que se cuelgan, pistolas en
la sien, duelen, impactan y hacen reflexionar (o deberían, sobre todo a aquellos que presumen de su activismo y enarbolan banderas de pretendidos progresismos, utilizando un lenguaje militarista para no llamar a las cosas por su nombre y disculpar los cadáveres -literalmente- dejados en el camino).
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