jueves, 27 de diciembre de 2012

"DE ÓXIDO Y HUESO": MÁS BIEN, PLOMO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: De rouille et d´os DIRECCIÓN: Jacques Audiard GUIÓN: Jacques Audiard, Thomas Bidegain, Craig Davidson MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Stéphane Fontaine MONTAJE: Juliette Welfling REPARTO: Marion Cotillard, Matthias Schoenaerts, Armand Verdure, Céline Sallette


   Puesto que es inevitable desarrollar filias y fobias, tener prejuicios o predisposiciones por lo leído, oído, comentado, por quién actúa, por quién dirige, por quién produce, en muchas ocasiones sería deseable poder llegar a la obra, como suele decirse, en un estado virginal, sin saber nada o, al menos, los mínimos datos (no es lo mismo saber que tal o cual actor está rodando de nuevo a conocer la trama de la historia, el nombre del director, los compañeros de reparto e incluso anécdotas personales ocurridas en torno al proyecto); así podríamos tener más constancia de que nuestra opinión es verdaderamente esa y no la confluencia de algunas variables de las que, más de una vez, ni siquiera somos conscientes. Ya que ahora es tan habitual que las películas sólo tengan títulos de crédito al final, podríamos asistir a una proyección casi a ciegas, siempre que pidiésemos el concurso de taquilleros, acomodadores, amigos y/o familiares que nos llevarían hasta nuestra butaca con una venda en los ojos para no ver ningún cartel, ninguna publicidad (aunque, bien pensado, habría que pedir al resto del público que se abstuviera de hacer cualquier comentario que pudiese desvelarnos cuál es el filme que vamos a ver, lo que complicaría bastante el experimento); sea como sea, hice esta reflexión viendo De óxido y hueso, puesto que nadie podría pensar que el primer tramo es obra del niño mimado del cine francés, del autor así nombrado con suspiro admirativo y rendición incondicional por parte de los que (como ya hemos señalado en otras ocasiones) se sienten pertenecientes a una elite inalcanzable y minoritaria por alardear de su pretencioso buen gusto, aquellos dispuestos a aplaudir lo que no entienden o a regalarse los oídos con abstrusas interpretaciones, mirando por encima del hombro y con notorio desprecio al que se atreve a discrepar o, sencillamente, a argumentar el porqué de su disensión.

   Imbuido de prestigio desde su segunda cinta, Un héroe muy discreto (1996), y no sólo en su país de origen (ha ganado premios en otros lugares, los más recientes los obtenidos en el último Festival de Valladolid –mejor dirección y mejor guión-, precisamente por De óxido y hueso), Jacques Audiard ha ido conformando una filmografía con historias que profundizan en el alma humana, viajes a la desolación, al desamor, al desencuentro con uno mismo y con los demás, a la desubicación, al dolor, a la angustia de vivir, pero queriendo desmarcarse de lo que han hecho otros, ansiando no parecerse a nadie, evitando lo que suele considerarse agostado, superado, antiguo, abusando de las elipsis, de lo críptico, de lo metafórico, dejando que sean los críticos los que le escriban la película, como sucedió especialmente con Un profeta (2009), título que le encumbró definitivamente como uno de esos nombres bendecidos por los que otorgan certificados de autor digno de ser tenido en cuenta y con carta blanca para hacer lo que desee. Precisamente por todo ello, como decíamos antes, sorprenden los primeros compases de esta nueva entrega de su arte, ya que, al margen de cierta pátina y textura que quieren dejar claro su carácter de obra personal, al margen de modas, un tanto outsider, la cámara se centra en los personajes, no se deja llevar por extraños arabescos, por desenfoques, por desencuadres supuestamente definitorios de estilo, parece seguir los acontecimientos con calma y sin hacerse presente; pero muy pronto tiene que demostrar que él no es un director más, que no está narrado una historia convencional, y empieza a desbarrar, cayendo en el efectismo más patético, en el más absurdo, alejando al espectador de lo que debería conmoverle, impresionarle, asustarle, perdiéndose en vericuetos visuales que molestan e incomodan, pero no por los sentimientos plasmados, sino por la manera de ignorar el material humano que conforma el particular universo de un filme que debería clavarnos en la butaca y no hacernos rebullir deseando que llegue el desenlace y se enciendan las luces.

   Esto no es óbice para que, magníficamente apoyada por Matthias Schoenaerts, un actor cuyo poderío físico es una baza que sabe jugar con inteligencia y mesura, interpretando desde la contención y manejando el volumen que ocupa con soltura y sobriedad, la espléndida Marion Cotillard ofrezca una de sus interpretaciones más totales, más abracadabrantes, más tremendas; tras ser galardonada con un Oscar muy meritorio gracias a su encarnación de la inmensa cantante Edith Piaf, colocándose por encima de una dirección errabunda y feísta y de una caracterización muy desafortunada (aunque, al igual que el Jamie Foxx de Ray (2004), hacía playback) en La vida en rosa (Edith Piaf) (2007), la actriz parisina entró por derecho propio en el olimpo de grandes intérpretes venidas de tierras galas y no ha hecho sino aferrar con manos aún más firmes ese cetro: demostró que podía cantar (y nada mal, por cierto) en la menospreciada Nine (2009), salir lo más airosa posible de ese esperpento sólo para iniciados llamado Origen (2010) o merendarse a un ajustado y conjuntado reparto en Pequeñas mentiras sin importancia (2010) desde la sencillez y su mirada cargada de vida y emociones. En De óxido y hueso logra una transformación tan total, enfangada en su rencor, en su tragedia, que en determinadas secuencias parece que sea otra mujer, y eso lo consigue sólo por el gesto, por el cuerpo, por sus ojos, por la manera en que escupe las palabras; incorpora con gran naturalidad la minusvalía de su personaje (absolutamente plausible cómo se logra ese efecto), haciendo olvidar que es Marion Cotillard, logrando una simbiosis perfecta con su rol.

   Pero es una lástima que Audiard sólo esté preocupado de brillar él, de demostrar su pericia y creatividad detrás de la cámara, interfiriendo en lo que los actores están viviendo, llegando demasiado tarde el momento en que intenta cambiar el rumbo y, además, despeñándose por el sentimentalismo más sonrojante y obvio, y ni siquiera recurriendo a trucos facilones consigue provocar una auténtica lágrima, un escalofrío que sí ha conseguido desencadenarnos Marion Cotillard con un grito, con un ahogo, con una carcajada, con un mohín, con un mandoble, con el bagaje de una actriz deslumbrante que, confiemos, encontrará mejores vehículos en los que seguir dejando clara su categoría.     

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