TÍTULO ORIGINAL: De rouille et d´os
DIRECCIÓN: Jacques Audiard GUIÓN: Jacques Audiard, Thomas Bidegain, Craig
Davidson MÚSICA: Alexandre Desplat FOTOGRAFÍA: Stéphane Fontaine MONTAJE:
Juliette Welfling REPARTO: Marion Cotillard, Matthias Schoenaerts, Armand
Verdure, Céline Sallette
Puesto que es inevitable desarrollar filias y fobias, tener prejuicios o
predisposiciones por lo leído, oído, comentado, por quién actúa, por quién
dirige, por quién produce, en muchas ocasiones sería deseable poder llegar a la
obra, como suele decirse, en un estado virginal, sin saber nada o, al menos,
los mínimos datos (no es lo mismo saber que tal o cual actor está rodando de
nuevo a conocer la trama de la historia, el nombre del director, los compañeros
de reparto e incluso anécdotas personales ocurridas en torno al proyecto); así
podríamos tener más constancia de que nuestra opinión es verdaderamente esa y
no la confluencia de algunas variables de las que, más de una vez, ni siquiera
somos conscientes. Ya que ahora es tan habitual que las películas sólo tengan
títulos de crédito al final, podríamos asistir a una proyección casi a ciegas,
siempre que pidiésemos el concurso de taquilleros, acomodadores, amigos y/o
familiares que nos llevarían hasta nuestra butaca con una venda en los ojos
para no ver ningún cartel, ninguna publicidad (aunque, bien pensado, habría que
pedir al resto del público que se abstuviera de hacer cualquier comentario que
pudiese desvelarnos cuál es el filme que vamos a ver, lo que complicaría
bastante el experimento); sea como sea, hice esta reflexión viendo De óxido y hueso, puesto que nadie
podría pensar que el primer tramo es obra del niño mimado del cine francés, del
autor así nombrado con suspiro admirativo y rendición incondicional por parte
de los que (como ya hemos señalado en otras ocasiones) se sienten
pertenecientes a una elite inalcanzable y minoritaria por alardear de su
pretencioso buen gusto, aquellos dispuestos a aplaudir lo que no entienden o a
regalarse los oídos con abstrusas interpretaciones, mirando por encima del
hombro y con notorio desprecio al que se atreve a discrepar o, sencillamente, a
argumentar el porqué de su disensión.
Imbuido de prestigio desde su segunda cinta, Un héroe muy discreto (1996), y no sólo en su país de origen (ha
ganado premios en otros lugares, los más recientes los obtenidos en el último
Festival de Valladolid –mejor dirección y mejor guión-, precisamente por De óxido y hueso), Jacques Audiard ha
ido conformando una filmografía con historias que profundizan en el alma
humana, viajes a la desolación, al desamor, al desencuentro con uno mismo y con
los demás, a la desubicación, al dolor, a la angustia de vivir, pero queriendo
desmarcarse de lo que han hecho otros, ansiando no parecerse a nadie, evitando lo
que suele considerarse agostado, superado, antiguo, abusando de las elipsis, de
lo críptico, de lo metafórico, dejando que sean los críticos los que le
escriban la película, como sucedió especialmente con Un profeta (2009), título que le encumbró definitivamente como uno
de esos nombres bendecidos por los que otorgan certificados de autor digno de
ser tenido en cuenta y con carta blanca para hacer lo que desee. Precisamente
por todo ello, como decíamos antes, sorprenden los primeros compases de esta
nueva entrega de su arte, ya que, al margen de cierta pátina y textura que
quieren dejar claro su carácter de obra personal, al margen de modas, un tanto outsider, la cámara se centra en los
personajes, no se deja llevar por extraños arabescos, por desenfoques, por
desencuadres supuestamente definitorios de estilo, parece seguir los
acontecimientos con calma y sin hacerse presente; pero muy pronto tiene que
demostrar que él no es un director más, que no está narrado una historia
convencional, y empieza a desbarrar, cayendo en el efectismo más patético, en
el más absurdo, alejando al espectador de lo que debería conmoverle,
impresionarle, asustarle, perdiéndose en vericuetos visuales que molestan e
incomodan, pero no por los sentimientos plasmados, sino por la manera de
ignorar el material humano que conforma el particular universo de un filme que
debería clavarnos en la butaca y no hacernos rebullir deseando que llegue el
desenlace y se enciendan las luces.
Esto no es óbice para que, magníficamente apoyada por Matthias Schoenaerts,
un actor cuyo poderío físico es una baza que sabe jugar con inteligencia y
mesura, interpretando desde la contención y manejando el volumen que ocupa con
soltura y sobriedad, la espléndida Marion Cotillard ofrezca una de sus
interpretaciones más totales, más abracadabrantes, más tremendas; tras ser
galardonada con un Oscar muy meritorio gracias a su encarnación de la inmensa
cantante Edith Piaf, colocándose por encima de una dirección errabunda y feísta
y de una caracterización muy desafortunada (aunque, al igual que el Jamie Foxx
de Ray (2004), hacía playback) en La vida en rosa (Edith Piaf) (2007), la
actriz parisina entró por derecho propio en el olimpo de grandes intérpretes
venidas de tierras galas y no ha hecho sino aferrar con manos aún más firmes
ese cetro: demostró que podía cantar (y nada mal, por cierto) en la
menospreciada Nine (2009), salir lo
más airosa posible de ese esperpento sólo para iniciados llamado Origen (2010) o merendarse a un ajustado
y conjuntado reparto en Pequeñas mentiras
sin importancia (2010) desde la sencillez y su mirada cargada de vida y
emociones. En De óxido y hueso logra
una transformación tan total, enfangada en su rencor, en su tragedia, que en
determinadas secuencias parece que sea otra mujer, y eso lo consigue sólo por
el gesto, por el cuerpo, por sus ojos, por la manera en que escupe las
palabras; incorpora con gran naturalidad la minusvalía de su personaje
(absolutamente plausible cómo se logra ese efecto), haciendo olvidar que es
Marion Cotillard, logrando una simbiosis perfecta con su rol.
Pero es una lástima que Audiard sólo esté preocupado de brillar él, de
demostrar su pericia y creatividad detrás de la cámara, interfiriendo en lo que
los actores están viviendo, llegando demasiado tarde el momento en que intenta
cambiar el rumbo y, además, despeñándose por el sentimentalismo más sonrojante
y obvio, y ni siquiera recurriendo a trucos facilones consigue provocar una
auténtica lágrima, un escalofrío que sí ha conseguido desencadenarnos Marion
Cotillard con un grito, con un ahogo, con una carcajada, con un mohín, con un
mandoble, con el bagaje de una actriz deslumbrante que, confiemos, encontrará
mejores vehículos en los que seguir dejando clara su categoría.
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