TÍTULO ORIGINAL: Life of Pi AÑO DE
PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Ang Lee GUIÓN: David Magee (basado en la novela
homónima de Yann Martel) MÚSICA: Mychael Danna FOTOGRAFÍA: Claudio Miranda
MONTAJE: Tim Squyres REPARTO: Suraj Sharma, Irrfan Khan, Ayush Tandon, Gautam
Belur, Rafe Spall, Gerard Depardieu
Ya en alguna ocasión hemos hablado de la versatilidad como característica
deseable en un creador, aunque no necesaria para ser valorado por su talento;
podríamos recordar brevemente que si uno no la posee es mucho mejor no
empeñarse en demostrarla, no fingirla, no impostarla, porque los resultados de
esa pretensión son o pueden llegar a ser manchas casi imborrables en una
brillante trayectoria. De todos modos, el caso de Ang Lee es ciertamente
particular: claro que podemos calificarle como versátil, extremadamente
versátil, no hay más que rastrear los doce largometrajes que hasta el momento
conforman su filmografía, incluso podríamos considerarle mimético (luego abundaremos
un poco en esta idea), pero, sin negarle méritos por ese lado, sin duda hemos
de concluir que es bastante fácil reconocerle detrás de la cámara por su forma
de narrar, por aportar su sello y personalidad a cualquier proyecto que acomete
(de hecho, ha reconocido que sólo se implica en aquello que puede sentir y
hacer suyo, que sólo ha aceptado encargos cuando ha tenido clara esa
posibilidad), por los temas que trata y por su manera de desarrollarlos: es un
director muy ecléctico, sorprendente, innovador desde la sencillez, el buen
gusto, el deseo por contar historias. Antes de abordar La vida de Pi con más detalle, explicaremos brevemente por qué le
hemos calificado como mimético, y no como demérito: si alguien viese secuencias
de Sentido y sensibilidad (1995) sin
conocer el nombre del cineasta al que se deben, a buen seguro empezaría a
nombrar directores británicos como posibles autores; si ocurriese lo mismo con Tigre y dragón (200), haría lo propio
con los nombres más populares del cine de artes marciales, más o menos
poéticamente filmado; si eso pasase con La
tormenta de hielo (1997), se recorrería la nómina de aquellos que fueron un
revulsivo para EEUU por los filmes que dirigieron en los años setenta; las
mejores secuencias de Brokeback Mountain (2005),
las verdaderamente perdurables, las nacidas desde la pluma de Annie Proulx, las
que importan, pudieran pensarse rodadas en los años maduros de los maestros del
género (aunque la película no sea un western, tiene ese aliento, esa atmósfera,
esa evocación, es una de las intencionalidades de la autora); si se viesen
algunos momentos de Hulk (2003),
precisamente no saber que se deben a Ang Lee podría ayudar a entender la cinta
como lo que es, un mero divertimento (aunque uno de sus trabajos más
olvidables), sin exigirle un trasfondo filosófico que abigarra la traslación
cinematográfica de los cómics y que es, por otro lado, lo que más lastra el
conjunto –esas contradicciones típicas del mundo de arte: no gustas a los de un
lado, pero tampoco convences a los del otro-. Y, de este modo, el colorido, el
preciosismo, la forma en que se integra lo espiritual no sólo desde una
perspectiva religiosa, el tono de la narración que, se percibe desde el
comienzo, camina hacia una enseñanza, todo en esta película puede hacer pensar
que se debe a un director indio e hindú (aunque el DRAE los reconoce como
sinónimos, usamos los dos para no perder de vista las raíces místicas que
aporta el segundo y que tan patentes resultan en la historia); pero, una vez
más, es Ang Lee dando una pirueta y, a pesar de ello, siendo muy fiel a sí
mismo.
La vida de Pi admite y
propicia muchas lecturas, puesto que se ofrecen diferentes posibilidades de interpretar
lo que sucede a bordo de la barca en que transcurre gran parte de su metraje y,
como es habitual en el cineasta taiwanés, no se juzga a los personajes, no se
mediatizan las reacciones del público, sencillamente se exponen unos hechos (o
unas invenciones) para que cada cual se quede con lo que más le satisfaga,
respondiendo a la eterna pregunta de cómo se reaccionaría ante determinadas
vicisitudes, hasta dónde llegaríamos impulsados por nuestro espíritu de
supervivencia; no en vano hemos usado la palabra “espíritu”, recordando que el
diccionario sanciona como primera acepción de la misma la definición “ser
inmaterial y dotado de razón”, es decir, algo sin connotaciones religiosas o,
si pudiera tenerlas, al igual que la película que nos ocupa, dejadas en un
prudente y delicado segundo plano, en el territorio de lo íntimo, de lo que a
cada uno le ayuda en cada momento, sin imposiciones, restricciones o falsas
formulaciones de salvación.
Si siempre hay que destacar cómo Ang Lee funde a sus personajes con el
ambiente que les rodea, con el espacio, con la naturaleza, cómo ésta le sirve
para describir y definir (especialmente notorio en Sentido y sensibilidad y Brokeback
Mountain –Jake Gyllenhaal y las rocas, he ahí lo que importa y permanece-),
en esta ocasión, lo que podríamos llamar el envoltorio (sin ninguna intención
peyorativa), lo que contiene la historia, tiene tanto peso como lo narrado; en
primer lugar, porque la fotografía de Claudio Miranda, al margen de ser
sensacional, maravillosa y cualquier adjetivo similar que sirva para cantar sus
excelencias, constituye el marco perfecto para una evocación en la que no
sabemos cuánto hay de soñado, de exagerado, de recreado (el protagonista llega
a decir en un momento “no sabía distinguir lo real de lo imaginado”), pero como
ya las primeras escenas (esos impagables títulos de crédito, esa piscina
francesa en la que uno querría sumergirse para vivir en un deseable nirvana)
han dejado claro el carácter de experiencia real teñida de fábula nada se
resiente y el espectador acepta el envite, ayudado por la envolvente partitura
de Mychael Danna y el cuidado montaje de Tim Squyres; en segundo lugar, por una
de las mejores utilizaciones de la técnica 3D que pueden disfrutarse, por cómo
el empleo de la profundidad de campo ayuda a romper las fronteras del reducido
espacio en que transcurre la acción y abre horizontes, busca soluciones,
proporciona impulso, sin necesidad de grandilocuencias ni discursos abstrusos:
la belleza de las imágenes conquista, sin esconder las dudas, los miedos, las
imprecaciones a quién correspondan lógicas en situaciones que escapan a nuestro
control. Y no podemos olvidar la entidad que sabe dar a los animales
(especialmente al tigre) que comparten protagonismo y significación con el rol
principal, con qué soltura evita lo sensiblero, cómo logra insertar momentos de
humor que resultan lógicos y regocijantes.
Al igual que sucediese recientemente con Un dios salvaje (2011) de Roman Polanski, el storyboard de La vida de Pi debería ser objeto de
estudio por cómo un cineasta es capaz de sacar el máximo partido a un espacio
reducido y (en este caso, lo de la otra película es muy diferente) huye de un
pretencioso ejercicio de estilo para, con honestidad, con limpieza, sin cargar
las tintas, sin dejar nada al azar, construye una cinta que puede vivirse como
una de aventuras (que lo es), como una de aprendizaje (que también y no sólo
para el adolescente a la deriva en una barca), como una de reflexión (da para
mucho, incluso más de lo que aquí hemos contado pero no se trata de desvelarlo
todo), como, en definitiva, uno de esos regalos que no abundan en el cine de
estos tiempos, película que pueden ver espectadores de todas las edades y a
todos satisfará (excepto, claro, a aquellos que van siempre con la alarma
puesta para alarmarse ante lo que consideran proselitismo de los otros,
olvidando cuantas veces aplauden el de los suyos –pero a ese no lo llaman así,
aunque esté tan cerca de los métodos de evangelización que denuncian-).
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