viernes, 21 de diciembre de 2012

"LA VIDA DE PI": TODAS LAS RELIGIONES VERDADERAS


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Life of Pi AÑO DE PRODUCCIÓN: 2012 DIRECCIÓN: Ang Lee GUIÓN: David Magee (basado en la novela homónima de Yann Martel) MÚSICA: Mychael Danna FOTOGRAFÍA: Claudio Miranda MONTAJE: Tim Squyres REPARTO: Suraj Sharma, Irrfan Khan, Ayush Tandon, Gautam Belur, Rafe Spall, Gerard Depardieu


   Ya en alguna ocasión hemos hablado de la versatilidad como característica deseable en un creador, aunque no necesaria para ser valorado por su talento; podríamos recordar brevemente que si uno no la posee es mucho mejor no empeñarse en demostrarla, no fingirla, no impostarla, porque los resultados de esa pretensión son o pueden llegar a ser manchas casi imborrables en una brillante trayectoria. De todos modos, el caso de Ang Lee es ciertamente particular: claro que podemos calificarle como versátil, extremadamente versátil, no hay más que rastrear los doce largometrajes que hasta el momento conforman su filmografía, incluso podríamos considerarle mimético (luego abundaremos un poco en esta idea), pero, sin negarle méritos por ese lado, sin duda hemos de concluir que es bastante fácil reconocerle detrás de la cámara por su forma de narrar, por aportar su sello y personalidad a cualquier proyecto que acomete (de hecho, ha reconocido que sólo se implica en aquello que puede sentir y hacer suyo, que sólo ha aceptado encargos cuando ha tenido clara esa posibilidad), por los temas que trata y por su manera de desarrollarlos: es un director muy ecléctico, sorprendente, innovador desde la sencillez, el buen gusto, el deseo por contar historias. Antes de abordar La vida de Pi con más detalle, explicaremos brevemente por qué le hemos calificado como mimético, y no como demérito: si alguien viese secuencias de Sentido y sensibilidad (1995) sin conocer el nombre del cineasta al que se deben, a buen seguro empezaría a nombrar directores británicos como posibles autores; si ocurriese lo mismo con Tigre y dragón (200), haría lo propio con los nombres más populares del cine de artes marciales, más o menos poéticamente filmado; si eso pasase con La tormenta de hielo (1997), se recorrería la nómina de aquellos que fueron un revulsivo para EEUU por los filmes que dirigieron en los años setenta; las mejores secuencias de Brokeback Mountain (2005), las verdaderamente perdurables, las nacidas desde la pluma de Annie Proulx, las que importan, pudieran pensarse rodadas en los años maduros de los maestros del género (aunque la película no sea un western, tiene ese aliento, esa atmósfera, esa evocación, es una de las intencionalidades de la autora); si se viesen algunos momentos de Hulk (2003), precisamente no saber que se deben a Ang Lee podría ayudar a entender la cinta como lo que es, un mero divertimento (aunque uno de sus trabajos más olvidables), sin exigirle un trasfondo filosófico que abigarra la traslación cinematográfica de los cómics y que es, por otro lado, lo que más lastra el conjunto –esas contradicciones típicas del mundo de arte: no gustas a los de un lado, pero tampoco convences a los del otro-. Y, de este modo, el colorido, el preciosismo, la forma en que se integra lo espiritual no sólo desde una perspectiva religiosa, el tono de la narración que, se percibe desde el comienzo, camina hacia una enseñanza, todo en esta película puede hacer pensar que se debe a un director indio e hindú (aunque el DRAE los reconoce como sinónimos, usamos los dos para no perder de vista las raíces místicas que aporta el segundo y que tan patentes resultan en la historia); pero, una vez más, es Ang Lee dando una pirueta y, a pesar de ello, siendo muy fiel a sí mismo.

   La vida de Pi admite y propicia muchas lecturas, puesto que se ofrecen diferentes posibilidades de interpretar lo que sucede a bordo de la barca en que transcurre gran parte de su metraje y, como es habitual en el cineasta taiwanés, no se juzga a los personajes, no se mediatizan las reacciones del público, sencillamente se exponen unos hechos (o unas invenciones) para que cada cual se quede con lo que más le satisfaga, respondiendo a la eterna pregunta de cómo se reaccionaría ante determinadas vicisitudes, hasta dónde llegaríamos impulsados por nuestro espíritu de supervivencia; no en vano hemos usado la palabra “espíritu”, recordando que el diccionario sanciona como primera acepción de la misma la definición “ser inmaterial y dotado de razón”, es decir, algo sin connotaciones religiosas o, si pudiera tenerlas, al igual que la película que nos ocupa, dejadas en un prudente y delicado segundo plano, en el territorio de lo íntimo, de lo que a cada uno le ayuda en cada momento, sin imposiciones, restricciones o falsas formulaciones de salvación.

   Si siempre hay que destacar cómo Ang Lee funde a sus personajes con el ambiente que les rodea, con el espacio, con la naturaleza, cómo ésta le sirve para describir y definir (especialmente notorio en Sentido y sensibilidad y Brokeback Mountain –Jake Gyllenhaal y las rocas, he ahí lo que importa y permanece-), en esta ocasión, lo que podríamos llamar el envoltorio (sin ninguna intención peyorativa), lo que contiene la historia, tiene tanto peso como lo narrado; en primer lugar, porque la fotografía de Claudio Miranda, al margen de ser sensacional, maravillosa y cualquier adjetivo similar que sirva para cantar sus excelencias, constituye el marco perfecto para una evocación en la que no sabemos cuánto hay de soñado, de exagerado, de recreado (el protagonista llega a decir en un momento “no sabía distinguir lo real de lo imaginado”), pero como ya las primeras escenas (esos impagables títulos de crédito, esa piscina francesa en la que uno querría sumergirse para vivir en un deseable nirvana) han dejado claro el carácter de experiencia real teñida de fábula nada se resiente y el espectador acepta el envite, ayudado por la envolvente partitura de Mychael Danna y el cuidado montaje de Tim Squyres; en segundo lugar, por una de las mejores utilizaciones de la técnica 3D que pueden disfrutarse, por cómo el empleo de la profundidad de campo ayuda a romper las fronteras del reducido espacio en que transcurre la acción y abre horizontes, busca soluciones, proporciona impulso, sin necesidad de grandilocuencias ni discursos abstrusos: la belleza de las imágenes conquista, sin esconder las dudas, los miedos, las imprecaciones a quién correspondan lógicas en situaciones que escapan a nuestro control. Y no podemos olvidar la entidad que sabe dar a los animales (especialmente al tigre) que comparten protagonismo y significación con el rol principal, con qué soltura evita lo sensiblero, cómo logra insertar momentos de humor que resultan lógicos y regocijantes.

   Al igual que sucediese recientemente con Un dios salvaje (2011) de Roman Polanski, el storyboard de La vida de Pi debería ser objeto de estudio por cómo un cineasta es capaz de sacar el máximo partido a un espacio reducido y (en este caso, lo de la otra película es muy diferente) huye de un pretencioso ejercicio de estilo para, con honestidad, con limpieza, sin cargar las tintas, sin dejar nada al azar, construye una cinta que puede vivirse como una de aventuras (que lo es), como una de aprendizaje (que también y no sólo para el adolescente a la deriva en una barca), como una de reflexión (da para mucho, incluso más de lo que aquí hemos contado pero no se trata de desvelarlo todo), como, en definitiva, uno de esos regalos que no abundan en el cine de estos tiempos, película que pueden ver espectadores de todas las edades y a todos satisfará (excepto, claro, a aquellos que van siempre con la alarma puesta para alarmarse ante lo que consideran proselitismo de los otros, olvidando cuantas veces aplauden el de los suyos –pero a ese no lo llaman así, aunque esté tan cerca de los métodos de evangelización que denuncian-).

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