TÍTULO ORIGINAL: Lincoln DIRECCIÓN: Steven Spielberg GUIÓN: Tony Kushner
(basado en parte en el libro Team of
Rivals: The Political Genius of Abraham Lincoln de Doris Kearns Goodwin)
MÚSICA: John Williams FOTOGRAFÍA: Janusz Kaminski MONTAJE: Michael Kahn
REPARTO: Daniel Day-Lewis, Sally Field, Tommy Lee Jones, David Strathairn, James
Spader, Hal Holbrook, Joseph Gordon-Levitt
Aunque los hay de todo tipo, en ocasiones totalmente hagiográficos, a
veces muy edulcorados y suavizados (sobre todo en cierta época en la que los
códigos vigentes –por no decir la censura- determinaban cómo debían contarse
las historias), en otras atendiendo sólo a un episodio concreto de la vida del
personaje central o hablando de su obras desde un único punto de vista,
cualquier filme que pueda ser englobado bajo la etiqueta de biopic resulta
sospechoso, suele ser recibido con escepticismo y reparo, atacado si es demasiado
clásico (un mal que cada vez se agudiza más, especialmente en el mundo del arte
–el de menospreciar lo que a ello asemeja, no el serlo-), censurado por todo lo
dicho antes y por otras razones, metido en el mismo saco que otros con los que
sólo tiene en común elegir a un personaje real como eje o centro de lo que
narra; son claras las diferencias, por no irnos demasiado atrás en el tiempo,
entre Capote (2005), El último rey de Escocia (2006), La dama de hierro (2011) o La Reina (2006), quedándonos con toda
intención en títulos que reportaron el Oscar a sus protagonistas, por más que
algunos se empeñen en establecer paralelismos (que sin duda hay, pero sin
forzar o retorcer el argumento para encontrarlos) o similitudes que, en muchas
ocasiones, poco o nada tienen que ver con lo estrictamente cinematográfico. Por
otro lado, la recepción que reciben estas películas, incluso antes de su
estreno y visión (actitud muy característica, olvidando que una cosa son las
filias y las fobias que despiertan los artistas y otra los prejuicios que
anidan en el ánimo de cada espectador), varía mucho según quién sea el
biografiado (digámoslo así) y, por supuesto, quién lo interprete y quién dirija
–así, por ejemplo, ante el estreno de Capote
pudo oírse decir “a mí no me interesa nada lo que ese señor investiga”, en
clara referencia a una obra maestra como A
sangre fría, episodio de la vida del autor de Desayuno en Tiffany´s en que se centraba la estupenda cinta de
Bennett Miller, hecho que provocó que alguien dijese “si no cuentan toda la
vida de Truman Capote, ¿por qué su apellido es el título?”-. De alguna manera,
todo lo explicado se dio cita cuando se supo que el próximo proyecto de Steven
Spielberg iba a girar en torno a la figura de Abraham Lincoln, uno de los
presidentes de EEUU más carismáticos y queridos, más respetados, más venerados,
el libertador de los esclavos.
Precisamente en este último aspecto se centra el modélico aunque no
perfecto guión del estupendo dramaturgo Tony Kushner: en la tormenta política
que se desató, en plena Guerra de Secesión, cuando Lincoln anunció su deseo de
aprobar la decimotercera enmienda a la Constitución, aquella en la que quedaba
abolida la esclavitud, sin duda su mayor logro, aquel por el que será recordado
incluso por los que no conozcan ningún otro aspecto de su vida. Eso obliga a
que la película se presente demasiado cerrada en sí misma, a evitar cualquier
digresión que no abunde en la dirección marcada y, aunque consigue salvar el
escollo de ser sólo comprendida por los que tienen un conocimiento previo de la
época y los personajes, aunque logra mantener un ritmo creciente y sabe (es una
de las señas de identidad spielberguianas) graduar la tensión y hacerla crecer
incluso aunque conozcamos el desenlace, no puede evitar caer en un tono
excesivamente discursivo, demasiado centrado en la política del momento y,
aunque identificamos con relativa sencillez nombres y facciones, estancarse en
lo complejo y abstruso de la votación cuya celebración es el epicentro del
drama. Kushner dibuja con mano firme y en pocos trazos a los diferentes
implicados (a lo que ayudan unos intérpretes entregados e impecables,
reconocibles con un solo vistazo), pero la manera que tiene Spielberg de narrar
esta historia va en detrimento de los aciertos del libreto y de la excelencia
actoral convocada, no por errónea sino por demasiado focalizada en un único
objetivo.
Sin poder generalizar, como ya decíamos al comienzo de este escrito, sí
puede rastrearse alguna característica que se repite en los biopics, sobre todo
cuando se trata de cantar los éxitos, las glorias del homenajeado, como puede
ser la de cierta ampulosidad, el abigarramiento del conjunto, una pomposidad
perturbadora e incluso molesta a pesar de que nuestros pensamientos concuerden
con los expresados; no hay más que recordar Patton
(1970) o la estruendosa Bravehart (1995)
e incluso (aunque lo fuese en otro modo) Gandhi
(1982) y la excesivamente laureada Lawrence
de Arabia (1962) -la filmografía del maestro David Lean contiene páginas
mucho más memorables- para saber a qué nos referimos (por cierto, y no en balde
de nuevo, todos son títulos que en su momento obtuvieron el Oscar a la mejor
producción de su año). Steven Spielberg, con su elegancia y tino habitual,
logra no caer en lo solemne, en lo grandilocuente, en lo afectado (ayudado,
como tantas veces, por una partitura medida y nada obvia de John Williams,
aunque un tanto alejada de sus mejores trabajos), poniendo su cámara lejos de
los actores, evitando los primeros planos enfáticos, filmando con clase, pero
entusiasmándose con el conjunto y resultando en ocasiones demasiado distante,
excesivamente frío, algo estático. Esta carencia se nota especialmente en cómo
rueda las secuencias en que aparece el personaje de la mujer del presidente,
encomendado a la esplendorosa actriz Sally Field; tras una presentación que
merece todos los aplausos, tras grabarnos en la retina a Mary Todd Lincoln con
un sencillo movimiento de cámara, el director, como suele ocurrirle con los
roles femeninos (y parece mentira después de lo conseguido en una de sus obras
maestras, o sea, El color púrpura (1985)),
parece olvidarla, hurtarle planos detallados, mostrarla junto a otros, de
espaldas, en un rincón, dosificando con cicatería (más que la usada con el
resto del reparto) el detenerse en su rostro y, aun así, la intérprete de Norma Rae (1979) y En un lugar del corazón (1984), galardonada por ambas con sendos
premios de la Academia, roza la tercera estatuilla, en esta ocasión en la
categoría de actriz secundaria, esa que parece tener ya escrito el nombre de
Anne Hathaway: es prodigioso cómo Field opaca su voz característica, su
soniquete cantarín que puede devenir con suma facilidad en grito histérico y/o
crispado, llegando hasta el graznido si el rol asumido lo requiere, cómo rebaja
tonos para transmitir el torbellino que le recorre el pecho, el dolor que sigue
echado raíces en su alma, cómo se crece ante los que pretenden rebajarla o
hacer lo propio con su marido, cómo aporta datos para los que conocen algo más
a esta mujer, cómo despierta curiosidad para los que sólo sepan que es “la
esposa de Lincoln”, sólo algunas de sus miradas durante las sesiones del
Congreso valen por filmografías completas de otras actrices.
Sin embargo, la forma en que Spielberg dibuja Lincoln sirve para que sea un deleite contemplar en pantalla a
actores tan sólidos como David Strathairn, Hal Holbrook, James Spader, Jackie
Earle Haley, John Hawkes o un espléndido Tommy Lee Jones que aprovecha cada
segundo para convertirse en el centro de atención, en el amo de la función y,
sin duda, coadyuva a que Daniel Day-Lewis entregue una de sus interpretaciones
más gloriosas y completas: ha cambiado su modo de hablar, de moverse, incluso
uno diría que de mirar, se mimetiza con la caracterización, se ha apoderado de
su personaje (o viceversa) desterrando cualquier atisbo de engolamiento, sin caer
en lo aparatoso, conteniendo, impactando, erigiéndose en el merecedor del que
sería (al igual que Sally Field) su tercer Oscar, lo que marcaría un hito al
obtener los tres como mejor actor (Walter Brennan fue siempre galardonado como
secundario y Jack Nicholson sólo en dos ocasiones en la categoría principal).
Puede que este reconocimiento no llegue a tener lugar ya que se trata de un
actor británico y eso puede pesar en el ánimo de algunos votantes (por lo que,
aún más que en su momento, enfurruña que lo premiasen por estar excesivo y muy
pasado, al margen de imitar para mal todo lo bueno desplegado en Gangs of New York (2002), en aquel canto
a la exageración llamado Pozos de
ambición (2007)), aunque del mismo modo puede influir para que su nombre
esté dentro del sobre el personaje al que encarna, aunque méritos tiene de
sobra por sí mismo para lograrlo –todo, claro, porque la Academia ha ignorado
al inmenso John Hawkes de Las sesiones (2012),
al que también encontramos en esta cinta, y al más que inconmensurable
Jean-Louis Trintignant de Amor (2012),
pero no me repetiré-.
Podríamos hablar de un Spielberg menor, acostumbrados como nos tiene a
ofrecer tanto bueno en cada trabajo -aún están muy recientes la divertida y trepidante
Las aventuras de Tintín: El secreto del
Unicornio (2011) y la maravillosa War
Horse (2011)-, de un Spielberg que no ha dado en el centro de la diana, lo
que no impide que el producto esté muy por encima de la media, cinta densa pero
no incomprensible ni morosa, ejemplo de cómo evitar considerarse más importante
que la historia narrada, manteniéndose, como el gran director que es, en la
discreción del mero observador, sin énfasis ni fatuidades.
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