Durante mucho tiempo se ha
mantenido (y aún se sigue afirmando en más de un foro de debate) que los Globos
de Oro son la antesala de los Oscar, que marcan tendencia, la línea a seguir,
que la Academia tiene muy en cuenta lo que opina la prensa extranjera afincada
en Los Ángeles; si bien es cierto que en muchas ocasiones las listas de
galardonados en unos y otros premios son intercambiables, el hecho de que
algunas candidaturas diferencien géneros (las películas y los actores
principales son premiados en drama y en comedia o musical -¡Cómo si fuese lo
mismo!-) hace más fácil la coincidencia (son cuatro los elegidos) y por otro
lado propicia la aparición de nominados y vencedores que ni siquiera llegan a
la final del trofeo más codiciado (se diga lo que se diga) en el mundo del
cine. Por otro lado, las implicaciones, querencias, filias y fobias de los
votantes de los Globos tienen poco que ver con las de los convocados en los
Oscar, aunque en ocasiones se parezcan puesto que aquellos dependen mucho de la
relación que los grandes estudios mantengan con ellos a la hora de desarrollar
su trabajo y, por eso, si analizamos su historia, nos encontramos con
galardones mucho más conservadores, tópicos, obvios y repetitivos que los de la
Academia (saben acariciar el lomo de aquel que les interesa, aunque quieran
transmitir una imagen de independencia); y, por supuesto, siempre llegamos a un
año en que todo el mundo consensua y una película, un director, un actor o
actriz (o los cuatro a la vez) se convierte en lo único premiable, censurándose
con saña cualquier otra posibilidad que no sea la de seguir aumentando las
distinciones del bendecido de turno. La última edición de los Globos de Oro ha
deparado muchas sorpresas y, sin embargo, no creo que haya hecho cambiar
demasiado el curso de las apuestas de cara a los Oscar del próximo 24 de
febrero, cuya partitura, por otro lado, algunos creen saber ya escrita y que en
realidad se presenta llena de incógnitas y de variables, por mucho que algunas
categorías parezcan muy claras y con escasa o nula probabilidad de cambiar, ahí
sí, la letra ya pactada (no por ello menos merecida).
Y, ahora, en pequeñas píldoras, algunas impresiones sobre lo vivido hace
unas horas:
-Tina Fey y Amy Poehler barrieron de un plumazo al cansino provocador
Ricky Gervais, demostrando cómo ser cáusticas, satíricas, crueles y
demoledoras, provocando auténticas carcajadas y ganándose al público sin
alardear ni exhibir prepotencia, riéndose de sí mismas y de todo bicho
viviente, con sentido del ritmo, del espectáculo y de la medida, sin saturar ni
buscar protagonismos excesivos (todo lo contrario que Will Ferrell y Kristen
Wiig, a los que bastaron dos o tres minutos en escena –que se hicieron eternos-
para fatigar e irritar a gran parte de la audiencia; ¿por qué lo llaman comedia
cuando quieren decir estupidez?).
-Julianne Moore dejó claras una vez más su categoría y elegancia,
alzándose con el premio en la categoría de televisión por su espléndida
recreación de Sarah Palin (si Game Change
se hubiese estrenado en cines, tanto ella como Ed Harris –también
galardonado como secundario- obtendrían por fin un más que merecido Oscar). El
único punto negro en este momento que uno aplaudió con fervor fue que, al
considerar American Horror Story. Asylum como
miniserie (aunque es su segunda temporada, el hecho de que cada una sea
autoconclusiva así lo provoca), la inmensa Jessica Lange se quedó compuesta y
sin Globo por su creación de la hermana Jude que, sin duda, ya ha pasado a
engrosar con letras doradas la lista de interpretaciones a recordar.
-Jodie Foster recogió el premio a toda su carrera, el Cecil B. de Mille, y al ver en un clip un recordatorio de gran parte de esta parece excesivo, aunque nadie pueda negarle dos o tres títulos memorables -Taxi Driver (1976) y El silencio de los corderos (1991)-. Su discurso de agardecimiento fue un tanto errático, a veces incluso contradictorio, sin abandonar del todo su sempiterno tono prepotente y distante, pero logró un momento cierta y sinceramente emocionante al mencionar a su madre.
-Los miserables fue la cinta
mejor considerada al obtener tres premios, desmesurado el que la corona entre
los filmes de comedia o musical, pero recibido con alegría ya que supuso apear
de su pedestal a El lado bueno de las
cosas, título rodeado de una aureola que no merece y que va cosechando
distinciones y parabienes por donde quiera que pasa. Congratula ver a Hugh
Jackman como mejor actor por estar al margen de las trapisondas de Tom Hooper
y, como el resto del reparto, emocionar desde la interpretación, más que desde
el lucimiento vocal o la partitura; en este sentido, merece mención especial (y
todo lo que está recibiendo) Anne Hathaway por hacernos vibrar en poco más de
tres minutos y grabarse con tinta indeleble en la memoria del espectador a
pesar de desaparecer de escena cuando aún quedan algo más de dos horas de
metraje. No supera a la Helen Hunt de Las
sesiones ni a la Sally Field de Lincoln,
pero no su triunfo no puede calificarse de injusto, y tuvo la clase y el buen
gusto de centrar buena parte de su discurso de agradecimientos en los muchos
méritos artísticos de la segunda.
-Daniel Day-Lewis se alzó, como era lo esperado, con el Globo de Oro
como mejor actor en un drama por su cuidada y matizada asunción de un personaje
icónico, Abraham Lincoln, huyendo del artificio y pomposidad que suele
acompañar a este tipo de interpretaciones. Puesto que en los Oscar le han
evitado el enfrentamiento con el John Hawkes de Las sesiones y el Jean-Louis Trintignant de Amor (ninguneado en la casi totalidad de galardones que se
entregan, tal vez algún día podamos encontrar explicación), es, con permiso de
Hugh Jackman, el único merecedor de la estatuilla.
-Jennifer Lawrence, la actriz más sobrevalorada de los últimos tiempos,
ganó de una sola tacada a intérpretes tan superlativas como Judi Dench, Maggie
Smith (que, por lo menos, fue galardonada en el apartado de televisión por su
insuperable Lady Violet en Downton Abbey),
Meryl Streep y Emily Blunt por una de las composiciones más anodinas, absurdas
y carentes de alma que jamás puedan contemplarse y fue coronada en el apartado
de comedia. Aunque todo apunta a que pudiera repetir reconocimiento en febrero,
esperemos que la camaleónica Jessica Chastain vuelva, como anoche, a salvar el
honor de la estupenda La noche más oscura
y junte a su Globo de Oro como mejor actriz de drama el Oscar y deje a la
muchacha con el mismo gesto de estupor que siempre pasea (todo ello, claro, sin
dejar de desear que todo el mundo se rinda a la evidencia y el nombre oculto en
el sobre sea el de Emmanuelle Riva quien, directamente, juega en otra Liga).
-Django desencadenado ganó
contra pronóstico dos galardones: los de mejor guión (sorprendente que
distingan un libreto tan sangriento, desaforado e incluso apologético, que
busca la risa sin recato aunque muestre tantas barbaridades) y mejor actor
secundario (que parecía destinado a Leonardo DiCaprio por la misma cinta –demasiado
grotesco, aunque es lo que le pide Tarantino- y fue a las manos de Christoph
Waltz, el cual repite gestos, tics y casi movimientos de su recordada y
estupenda interpretación en Malditos
bastardos (2009), a las órdenes del mismo director).
-Argo dio la campanada al
auparse a lo más alto como mejor película dramática y suponer para Ben Affleck
el premio a la mejor dirección; sin batir las marcas alcanzadas por Kathryn
Bigelow y Ang Lee, es un muy justo ganador por recuperar una manera clásica de
narrar, por no tener pudor en ponerse a la sombra de grandes maestros, por
evitar cualquier tentación autoral o de modernización a la que más de uno
(léase Tom Hooper, que estaba sentado cerca) nos tiene acostumbrados. Es el
triunfo de la constancia, del trabajo bien hecho, de una cinta que nos devuelve
el sabor del cine que nunca pasa de moda.
-Y Michael Haneke recogió (¡De manos de Stallone y Schwarzenegger –austriaco,
recuérdenlo-¡) el Globo de Oro a la mejor película en lengua extranjera por Amor que, tal vez, quede como la mejor
de la década e incluso del siglo. Sí, puede sonar exagerado, pero es tan
impresionante, tan demoledora, tan impactante, tan obra maestra, que todo
parece poco para encomiarla y reconocerla.
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