DIRECCIÓN: Benjamín Ávila GUIÓN:
Marcelo Müller, Benjamín Ávila MÚSICA: Marta Roca, Pedro Onetto FOTOGRAFÍA:
Iván Giera Sinchuk MONTAJE: Gustavo Giani REPARTO: Ernesto Alterio, Natalia
Oreiro, César Troncoso, Juan Gutiérrez Moreno, Cristina Banegas
Es prodigioso cuando una obra de arte consigue que, sin dejar de
admirarla, de sentirla, de vivirla, precisamente por todo ello, el que disfruta
de y con ella se ponga a reflexionar, a rebuscar en su interior, a relacionarla
consigo, a convertirla en parte de su equipaje emocional, a incorporarla a sus
pensamientos, es decir, la haga suya y, como señalamos, sin perder en ningún
momento de vista lo fundamental, o sea la propia obra, sin divagar, sin
abstraerse, sin desviar la atención, perciba que algo se transforma, que ha
encontrado un referente (que tal vez se sume a otros, que tal vez constituya su
propia categoría), que regresará muchas veces (al menos anímicamente) a esa
creación que le ha conmovido. Algo así experimenté durante la proyección de Infancia clandestina cuando, hipnotizado
por la manera de narrar de Benjamín Ávila, sintiéndome partícipe de lo que
sucedía en pantalla, noté como si una mano invisible me zarandease, me
golpease, me impeliese a dar rienda suelta a muchos pensamientos que no
estorbaban el visionado de la película, antes bien lo enriquecían y coadyuvaban
a que la misma fuese calando aún más en mi ánimo, convirtiéndose en una de esas
experiencias inolvidables, necesariamente dolorosas e incluso crueles,
especialmente por lo que deja fuera de cámara, por lo tristemente conocido.
Leer en los títulos de crédito que Luis Puenzo es uno de los productores
de la cinta proporciona una sensación de seguridad cuando somos conscientes de
adentrarnos en la Argentina de los nefastos años comprendidos entre 1976 y
1983, puesto que él hizo uno de los acercamientos más sensibles y certeros que
podamos encontrar, poniendo el dedo en muchas llagas que no pueden considerarse
cerradas (y no me hablen de rencor, háganlo de justicia) y que, por desgracia,
tanta actualidad y hermanamiento (no es positivo compartir una realidad que no
debiera haber sucedido) han despertado en España: La historia oficial (1985) sigue provocando escalofríos,
especialmente por contarse desde la intimidad, desde una mujer que no puede
considerarse “vencedora” o perteneciente al “bando ganador”, tras tiempo
pensándose como tal, cuando descubre que su vida mullida está cimentada con el
dolor, la sangre y la muerte de otros. Infancia
clandestina viene a cerrar ese círculo, puesto que se narra desde los ojos
de un niño, de un chaval que prácticamente ha nacido en la clandestinidad,
puesto que sus padres pertenecen al movimiento montonero que se oponía fuerte y
firmemente a la Junta Militar y cuyos miembros, por lo tanto, eran objetivo
prioritario de la misma; de hecho, el filme arranca con el intento de asesinato
de ambos cuando regresan a casa con Juan, en ese momento su único hijo, y deben
responder con sus armas a los disparos que intentan abatirlos en la puerta de
su domicilio. Ese comienzo ya deja claro el punto de vista que va a tomar la
película, puesto que cuando comienza la balacera la pantalla se transforma en
un cómic muy realista, con las clásicas onomatopeyas, con colores fuertes, con
marcados contrastes, que no ahorra nada, que no camufla, pero que sirve como
escape para que un niño asuma lo que sucede sin necesidad de recrearse en lo
innecesario, intentando atenuar los efectos devastadores de vivencia semejante,
asumida y comprendida como parte de su cotidianidad.
Al modo en que la estupenda Kamchatka
(2002) se construía desde la ignorancia absoluta de los protagonistas que,
viviendo los primeros momentos del golpe de 1976, no saben qué está pasando (y
contando con el obvio conocimiento del público, casi treinta años después, para
potenciar la angustia y el temblor), la ópera prima de Benjamín Ávila está
pasada por el tamiz de un chaval de doce años (un Juan Gutiérrez Moreno que
podría dar clases a actores más experimentados) que acepta con absoluta
naturalidad lo que ha sido siempre su modo de vida, que sabe fingir con la
verdad con que los niños asumen un juego, plenamente consciente de que no es
tal lo que su familia se ve obligada a hacer, conocedor de que la consecuencia
del más mínimo fallo puede ser la muerte de alguno de ellos o de todos. Es
impresionante cómo el guión logra combinar el descubrimiento que del amor hace Juan
(llamado Ernesto para ocultar su identidad) con la clandestinidad en que vive
el resto de la familia, sin cargar las tintas en ninguno de los aspectos,
manejándose con soltura en un tono entre inocente y nostálgico, prodigio de
contención y economía de recursos, dosificando el drama y la violencia, creando
una atmósfera cálida que se sabe frágil, siempre a punto de quebrarse, haciendo
que la zozobra anide en nuestro corazón y crezca muy despacio pero sin freno.
Y en los momentos de pavor, en los que todo puede desmoronarse, la
primera preocupación de los padres es poner a salvo a los niños, a Juan/Ernesto
y a su hermana que apenas tiene un año, y sólo oímos sirenas, pisadas,
carreras, armas que se amartillan, voces ahogadas, respiraciones jadeantes,
silencios ominosos que el bebé sabe interpretar con esa clarividencia prístina
que perdemos con la experiencia, que pone en relación con el hecho de que debe
abandonar los brazos de su madre, y su llanto, unido a los besos y susurros
cariñosos de su hermano con los que intenta tranquilizarla y acallarla, son la
peor sacudida que el espectador puede sufrir: ese lamento que resulta imparable
porque, absolutamente permeable a cualquier emoción, la niña, sin ningún tipo
de filtro, está anegada en el miedo que impregna el ambiente, que se ha
solidificado, que cualquiera experimenta, que todos reconocemos. Y es ahí
cuando a uno le viene a la memoria una frase leída en la novela La mamma de Mario Puzo –“Los hijos pagan
los pecados de los padres”- (y que la escena con la abuela tras la fiesta de
cumpleaños desarrolla espléndidamente, permitiendo que se expresen todos los
puntos de vista), cuando siente como un latigazo en su alma el recuerdo de uno
de sus tíos encarcelado sólo por apellidarse como alguien perseguido (su hermano)
por su activismo político (y que fue puesto en libertad casi dos años después
porque no había ningún cargo contra él, sólo su apellido), cuando rememora que
todos los miembros del equipo que se empeñó en sacar adelante La historia oficial recibieron múltiples
amenazas (el rodaje empezó con los militares aún en el poder), pero que las más
sañudas eran las que recibía la familia de la niña protagonista, cuando no
puede evitar que las lágrimas le aneguen los ojos y provoquen auténtica pena,
verdadera angustia, y al mismo tiempo agradezca al cineasta que una historia
así se cuente.
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