DIRECCIÓN: Cesc Gay GUIÓN: Tomàs
Aragay, Cesc Gay MÚSICA: Jordi Prats FOTOGRAFÍA: Andreu Rebés MONTAJE: Frank
Gutiérrez REPARTO: Luis Tosar, Ricardo Darín, Candela Peña, Eduardo Noriega,
Javier Cámara, Clara Segura, Jordi Mollà, Leonor Watling, Cayetana Guillén
Cuervo, Alberto San Juan, Leonardo Sbaraglia, Eduard Fernández
Nunca puede predecirse qué va a permanecer como testimonio de una época,
en qué forma será recordara años, décadas, siglos después de que tuvieran lugar
los sucesos (grandes y pequeños) que la conformaron; nunca se es consciente
(salvo en muy contadas ocasiones) de estar frente a lo que con el tiempo será
un documento indispensable para acercarse a lo que sucedía en un lugar y
momento concreto y, sin embargo, sí puede darse la circunstancia contraria:
desear que no sea esa la forma en que, no ya uno pero sí su realidad, su
contemporaneidad, su hábitat, piensen los que hayan de venir, en este planeta o
procedentes de otro, que fuimos los habitantes de este país en el comienzo del
siglo XXI. No es por caer en el sempiterno e inevitable vicio de vernos mejor
de cómo somos o de no aceptar la palmaria realidad; es, sencillamente, por
ánimo de que perduren obras que lo merecen y que retratan con fortuna y acierto
lo mucho y lo poco, lo general y lo íntimo, en definitiva, la esencia del ser
humano que, en realidad, casi siempre es la misma (en ocasiones, un calco total
de lo vivido por un linaje que se pierde en la noche de los tiempos). Se pongan
como se pongan los que van de doctos, dice mucho más sobre cómo se afrontó en
determinado lugar y por determinado tipo de personas el cambio del XX al XXI
una serie como Sexo en Nueva York (1998-2004)que
una gran parte de los tratados sociológicos publicados en el mismo periodo,
perdidos en el dato objetivo, en cuantificar, reglamentar, resumir, catalogar
lo que no soporta una verdadera sistematización, primero porque está
ocurriendo, segundo porque se pierde de vista la variable más importante: las
personas, los corazones, los sueños, las envidias, ese material tan sumamente
maleable, tan poco estable, llamado hombre o mujer.
Cesc Gay lleva unos años erigido en cronista de la realidad, en pintor
al fresco, en mero transmisor de lo que la gente piensa, sufre, desea, teme, y
lo que resultó espontáneo, acertado, fluido en un título como En la ciudad (2003), ha ido deviniendo
en un estilo engolado, pretencioso, vendido como natural, real, mero reflejo de
lo que sucede, como si fuese el resultado de colocar una cámara oculta a
cualquiera de nosotros; al igual que sucediese recientemente con Andrew
Dominik, que del fatigante histrionismo visual de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (2007) pasó
a la contención de Mátalos suavemente (2012)
en la que la fatuidad quedaba para el trasfondo, para la historia, para el
sustrato, el cineasta catalán rueda con gran sencillez, sin ampulosidades,
recurriendo en ocasiones a lo más básico (plano, contraplano), claridad
expositiva que es muy de agradecer con tanto director que nos deja bizcos si
intentamos seguir sus movimientos de cámara, porque lo que le importa es lo que
se narra, el texto, lo que se dice o lo que queda por decir (ahí queda el
carácter simbólico y críptico de Ficción (2006)
para los que disfrutaban diseccionándola y, eso vendían, comprendiéndola porque
son más agudos que el resto).
Una pistola en cada mano responde
al clásico esquema de película de episodios, en la que vamos conociendo nuevos
personajes cada poco tiempo, sin relación con los anteriores ni con los
posteriores (aunque haya un empeño por subrayar lo evidente y eso provoque que
en un epílogo que actúa como estrambote innecesario algunos de los
protagonistas coincidan en una fiesta); lo que realmente quiere contarnos el
director es lo que subyace en cada uno de sus tramos, es decir, la incapacidad
del hombre para establecer y mantener una relación de amistad, comprensión, afinidad,
respeto, amor con una mujer (o, al menos, es lo que uno colige pero tal vez
ande muy desubicado porque no sabe interpretar los códigos). Para ello recurre
a unos diálogos falsamente llanos, se supone que fieles a los que podríamos oír
en cualquier lugar o a los que mantenemos en nuestra cotidianeidad, que parecen
no decir nada pero tienen mucha trastienda (o la que uno quiera buscarles) y
que suceden al ritmo de “ahora hablas tú, ahora respondo yo” (aunque resulte un
alivio que no siga esa norma, marcada sobre todo por algún director de teatro
argentino, de que los personajes hablen continuamente los unos sobre los otros
y todos al mismo tono creando una cacofonía y un runrún que imposibilitan la
comprensión del texto); consecuentemente, lo que se presentaba como documento,
como verdadero, como el resultado de aplicar nuestro ojo de voyeur a lo que hay
alrededor, queda como infructuoso ejercicio en el que los actores parecen
cariátides que, simplemente, van soltando sus frases cuando toca, esperando la
réplica siguiente para volver a intervenir.
En este sentido, por supuesto, algunos salen más airosos que otros,
gracias a sus recursos y talento: el permanentemente aplaudido y siempre
alabado Eduard Fernández repite hasta la saciedad los cuatro truquitos que
tanto prestigio le han conferido en conversación inane con un Leonardo
Sbaraglia que, como de habitual, interpreta a base de sonrisas y mohines; un
excesivamente envarado Javier Cámara en un rol del que podría extraer más no
puede hacer nada frente a una Clara Segura que hace bueno su apellido y
engrandece el pobre guión; un estupendo Luis Tosar consigue que Ricardo Darín
abandone su intensidad y demostración de esfuerzo permanente para conformar el
dúo más equilibrado y plausible; una Candela Peña en absoluto estado de gracia
no tiene ningún problema en merendarse a un Eduardo Noriega anodino y sin
fuelle (tampoco es que descubramos nada a estas alturas); una ajustada Leonor
Watling deja patente las carencias de Alberto San Juan, mientras que Jordi
Mollà y Cayetana Guillén Cuervo compiten en envaramiento e incapacidad para
aportar algo de verismo o frescura al esquema que, al igual que al resto del
reparto, les encomienda Cesc Gay llamándolo personaje.
Sí, ya sé que el hombre moderno vive su soledad en una sociedad cainita
que le obliga a pelear por unos derechos que deberían ser dados por el mero
hecho de existir, que el amor viene sin manual de instrucciones, que la vida es
casi permanentemente un camino en el que los senderos se bifurcan, que lo
absurdo, lo ridículo, lo patético, conforman nuestra realidad; y lo sé no sólo
por experimentarlo, sino porque ya lo reflejaron en sus escritos desde Platón en
adelante grandes filósofos, poetas, novelistas y dramaturgos o porque han
sabido captarlo a la perfección cineastas como Woody Allen o Almodóvar o porque
personas altivas, falsas, rimbombantes, pagadas de sus supuestos talentos, de
su imaginada importancia, huecas, maleducadas o inconvenientes que se pregonen
como auténticas las va a haber siempre (lo que también vale para los
calificados por ellos o por otros como artistas).
'Una pistola en cada mano” Me gusta cómo trabaja Candela peña y Javier Cámara voy a ver si la veo y después te cuento ..saludos ..
ResponderEliminarCandela es lo mejorcito de la película; espero que no te decepcione.
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