viernes, 18 de enero de 2013

"MÁS ALLÁ DE LAS COLINAS": OVEJA DESCARRIADA





TÍTULO ORIGINAL: Dupa dealuri DIRECCIÓN: Cristian Mungiu GUIÓN: Cristian Mungiu (basado en las novelas de no ficción Spovedanie la Tanacu y Cartea Judecatorilor de Tatiana Niculescu Bran) FOTOGRAFÍA: Oleg Mutu MONTAJE: Mircea Olteanu REPARTO: Cosmina Stratan, Cristina Flutur, Valeriu Andriuta, Dana Tapalaga


   Siempre es mucho más difícil reponerse de un éxito que de un fracaso, sobre todo porque del segundo se aprende, se sacan conclusiones, experiencias que no se quieren repetir y se procura encauzar la deriva que no supimos evitar o prever (lo que tampoco garantiza que alcancemos nuestro objetivo en otra intentona porque ya se sabe que el ser humano tiene mucha tendencia a tropezar en el mismo lugar tantas veces como sea necesario); asumir un éxito es complicado, porque nunca está uno totalmente seguro de cómo lo ha conseguido, si existiese la fórmula que lo garantizase nadie se resistiría, llegado el momento, a aplicarla, porque lo que en el mundo del arte funciona y gusta un día sufre el desaire y abandono del público al siguiente, porque puede ser algo tan efímero como continuado en el tiempo, nunca puede preverse, y, en realidad, no depende tanto del talento como de la recepción que se dé a un trabajo que, por desgracia así lo demuestra la experiencia, la mayoría de las veces no supone la mejor muestra de la excelencia del artista. El cineasta rumano Cristian Mungiu captó la atención mundial con su obra 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), obteniendo la máxima distinción del Festival de Cannes (es decir, la Palma de Oro) en una competición plagada de nombres que suelen contar con el beneplácito de los jurados para, en ocasiones, premiarse a sí mismos por su perspicacia y entendimiento (concurrieron los últimos trabajos de Fatih Akin, Quentin Tarantino, Béla Tarr, Gus Van Sant, Kim Ki-Duk, David Fincher, Julian Schnabel, Emir Kusturica, Wong Kar Wei e incluso el No es país para viejos de los hermanos Coen); aquella cinta conseguía remover al espectador con planos muy abiertos, filmando con distancia, sin posicionarse, con una asepsia que en ciertos momentos incomodaba ante el peso del dolor, el miedo y la angustia que experimentaba la protagonista, involucrando e implicando con un estilo desnudo, despojado, minimalista, suprimiendo cualquier tipo de moralina o proselitismo, ayudado por unas intérpretes (especialmente Anamaria Marinca, que no fue premiada en el Festival por esas absurdas reglas en ocasiones no escritas que comentaremos un poco más adelante) a las que no les importaba resultar antipáticas e incluso odiosas a la platea al verse envueltas en las ambigüedades cotidianas (¡Qué esquemática e injusta resulta la persona que es capaz de reducir todo a blancos y negros, ignorando la amplia gama de grises!). Con estos antecedentes (y unas cuantas distinciones más que sería prolijo enumerar), es comprensible que los ojos de los cinéfilos estuviesen muy pendientes de la nueva entrega de Mungiu, quien, tras participar en el filme colectivo Historias de la edad de oro (2009) escrito por él en su totalidad, dio a conocer su nueva obra en solitario en el último Festival de Cannes, nobleza obliga.

   Más allá de las colinas deja claro casi desde el principio su parentesco con 4 meses, 3 semanas, 2 días: es, de nuevo, la historia de dos amigas y, como en aquella cinta, una está dispuesta a cualquier sacrificio, a cualquier martirio (y el uso de esta palabra no se hace en balde), con tal de ayudar a la otra. El estilo vuelve a ser lacónico, austero, complementándose perfectamente con el que se erige como prácticamente único escenario: un aislado convento ortodoxo, una pequeña comunidad religiosa patriarcal, endogámica y cerrada en sí misma, alejada de cualquier núcleo urbano, unas cuantas construcciones en las que las mujeres y el sacerdote que la conforman viven volcados en la oración y los trabajos que les permiten subsistir, lugar al que llega el elemento extraño, la posible nefasta influencia del exterior, la manzana tocada por la podredumbre, la que puede agujerear incluso los mimbres del cesto. Una de las monjas recibe la visita de la que es amiga suya desde que coincidieron de niñas en un orfanato, la cual pretende que no se separen más y que ambas emprendan un nuevo camino en Alemania; pero la fe que actualmente profesa la visitada, su creencia ciega en las bondades de quien dirige y rige la congregación, la impelen a comenzar una labor de catequización intentando que su antigua compañera pase a engrosar las filas de la orden tropezando desde el comienzo con la desconfianza del resto y con la enigmática personalidad de su amiga, personaje sombrío lleno de rencor y reproches.

   Con este material absolutamente explosivo, el cineasta se pierde en la morosidad de secuencias muy largas con planos casi fijos, sin saber manejar las corrientes subterráneas que mueven a los personajes, sin crear una atmósfera opresiva que exacerbe la claustrofobia más terrible que puede experimentarse, es decir, la que uno sufre cuando se enfrenta a sí mismo, cuando se cuestiona su realidad, cuando no logra comunicarse o comprender a aquellos a los que quiere; todo lo que Mungiu supo armonizar con maestría en su título anterior actúa aquí como lastre, como red en la que se enmarañan las implicaciones que los hechos narrados (inspirados en sucesos reales) podrían provocar si el director no llevase su frialdad y distanciamiento hasta límites que provocan una simplificación que termina por devenir en un maniqueísmo torpe y que, a buen seguro sin pretenderlo, supone (o así puede quedar en el ánimo del espectador) una toma de posición por parte de la película. No es que se exija mostrar lo que no es necesario y resultaría escabroso, pero alejar la cámara en determinados momentos o dejar fuera de foco gran parte de lo que sucede en la segunda parte, unido al tratamiento dado a los roles principales, hace que sea inevitable sentir desprecio por la visitante y, aunque con estupor e incomprensión, apoyar los anhelos de la comunidad religiosa por solucionar el problema, sea cual sea la forma elegida para ello, cuando lo lógico sería ir alternando nuestra visión y opinión según se desarrollan los acontecimientos (pensar lo que hubiese hecho con este material un maestro de lo ambiguo e incluso de lo hermético como Ingmar Bergman –y más tocando temas como la redención, la fe, el pecado, el demonio- o tener muy fresca en la retina la reposición de esa joya exquisita, intensa y preciosista en su sobriedad llamada El festín de Babette (1987) coadyuvan a que el descontento del que contempla aumente sin posibilidad de refrenarlo).

   Las dos protagonistas del filme, Cosmina Stratn y Cristina Flutur, compartieron el galardón a las mejores actrices del certamen en Cannes (la cinta, además, vio premiado su guión), en una de esas decisiones que sólo se dan en los Festivales, donde hay que contentar a muchos, repartir el pastel del prestigio, ponerse medallas de “nosotros le descubrimos”, atender a reglas que cambian según las tornas y conveniencias de cada edición, maniatar la decisión de un jurado con instrucciones que provocan que se hable de la decisión de Cannes (o de Venecia o de Berlín o de San Sebastián) y suela olvidarse (o ignorarse) quiénes fueron convocados para actuar como jueces y, especialmente, quién presidía el tribunal. Aunque tendremos tiempo de volver más prolijamente a este asunto cuando hablemos de Amor (2012), la obra maestra de Michael Haneke, podemos recordar que ésta obtuvo la Palma de Oro y que las normas dicen que la película que se encarama a lo más alto del palmarés no puede obtener otro reconocimiento y, por lo tanto, Emmanuelle Riva no pudo ser coronada, como hubiese sido lógico, y su lugar en el podio lo ocuparon las actrices de Más allá de las colinas (dejando fuera también a la escalofriante Marion Cotillard que ya glosamos al hablar sobre De óxido y hueso (2012)) –por esta misma razón, como antes avanzamos, no pudo ser premiada en su día Anamaria Marinca por 4 meses, 3 semanas, 2 días-. Confiemos en que la próxima vez que Cristian Mungiu se ponga detrás de la cámara olvide lo que le hizo famoso, lo que le hizo ganar un merecido aplauso, y filme sin pensar en nada más que en contar una historia y llevar al espectador por un viaje lleno de vericuetos, el de la naturaleza humana.

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