TÍTULO ORIGINAL: Dupa dealuri
DIRECCIÓN: Cristian Mungiu GUIÓN: Cristian Mungiu (basado en las novelas de no
ficción Spovedanie la Tanacu y Cartea Judecatorilor de Tatiana
Niculescu Bran) FOTOGRAFÍA: Oleg Mutu MONTAJE: Mircea Olteanu REPARTO: Cosmina Stratan,
Cristina Flutur, Valeriu Andriuta, Dana Tapalaga
Siempre es mucho más difícil reponerse de un éxito que de un fracaso,
sobre todo porque del segundo se aprende, se sacan conclusiones, experiencias
que no se quieren repetir y se procura encauzar la deriva que no supimos evitar
o prever (lo que tampoco garantiza que alcancemos nuestro objetivo en otra
intentona porque ya se sabe que el ser humano tiene mucha tendencia a tropezar
en el mismo lugar tantas veces como sea necesario); asumir un éxito es
complicado, porque nunca está uno totalmente seguro de cómo lo ha conseguido,
si existiese la fórmula que lo garantizase nadie se resistiría, llegado el
momento, a aplicarla, porque lo que en el mundo del arte funciona y gusta un
día sufre el desaire y abandono del público al siguiente, porque puede ser algo
tan efímero como continuado en el tiempo, nunca puede preverse, y, en realidad,
no depende tanto del talento como de la recepción que se dé a un trabajo que,
por desgracia así lo demuestra la experiencia, la mayoría de las veces no
supone la mejor muestra de la excelencia del artista. El cineasta rumano
Cristian Mungiu captó la atención mundial con su obra 4 meses, 3 semanas, 2 días (2007), obteniendo la máxima distinción
del Festival de Cannes (es decir, la Palma de Oro) en una competición plagada
de nombres que suelen contar con el beneplácito de los jurados para, en
ocasiones, premiarse a sí mismos por su perspicacia y entendimiento
(concurrieron los últimos trabajos de Fatih Akin, Quentin Tarantino, Béla Tarr,
Gus Van Sant, Kim Ki-Duk, David Fincher, Julian Schnabel, Emir Kusturica, Wong
Kar Wei e incluso el No es país para
viejos de los hermanos Coen); aquella cinta conseguía remover al espectador
con planos muy abiertos, filmando con distancia, sin posicionarse, con una
asepsia que en ciertos momentos incomodaba ante el peso del dolor, el miedo y
la angustia que experimentaba la protagonista, involucrando e implicando con un
estilo desnudo, despojado, minimalista, suprimiendo cualquier tipo de moralina
o proselitismo, ayudado por unas intérpretes (especialmente Anamaria Marinca,
que no fue premiada en el Festival por esas absurdas reglas en ocasiones no
escritas que comentaremos un poco más adelante) a las que no les importaba resultar
antipáticas e incluso odiosas a la platea al verse envueltas en las
ambigüedades cotidianas (¡Qué esquemática e injusta resulta la persona que es
capaz de reducir todo a blancos y negros, ignorando la amplia gama de grises!).
Con estos antecedentes (y unas cuantas distinciones más que sería prolijo
enumerar), es comprensible que los ojos de los cinéfilos estuviesen muy
pendientes de la nueva entrega de Mungiu, quien, tras participar en el filme
colectivo Historias de la edad de oro (2009)
escrito por él en su totalidad, dio a conocer su nueva obra en solitario en el
último Festival de Cannes, nobleza obliga.
Más allá de las colinas deja
claro casi desde el principio su parentesco con 4 meses, 3 semanas, 2 días: es, de nuevo, la historia de dos amigas
y, como en aquella cinta, una está dispuesta a cualquier sacrificio, a
cualquier martirio (y el uso de esta palabra no se hace en balde), con tal de
ayudar a la otra. El estilo vuelve a ser lacónico, austero, complementándose
perfectamente con el que se erige como prácticamente único escenario: un
aislado convento ortodoxo, una pequeña comunidad religiosa patriarcal, endogámica
y cerrada en sí misma, alejada de cualquier núcleo urbano, unas cuantas
construcciones en las que las mujeres y el sacerdote que la conforman viven
volcados en la oración y los trabajos que les permiten subsistir, lugar al que
llega el elemento extraño, la posible nefasta influencia del exterior, la
manzana tocada por la podredumbre, la que puede agujerear incluso los mimbres
del cesto. Una de las monjas recibe la visita de la que es amiga suya desde que
coincidieron de niñas en un orfanato, la cual pretende que no se separen más y
que ambas emprendan un nuevo camino en Alemania; pero la fe que actualmente
profesa la visitada, su creencia ciega en las bondades de quien dirige y rige
la congregación, la impelen a comenzar una labor de catequización intentando
que su antigua compañera pase a engrosar las filas de la orden tropezando desde
el comienzo con la desconfianza del resto y con la enigmática personalidad de
su amiga, personaje sombrío lleno de rencor y reproches.
Con este material absolutamente explosivo, el cineasta se pierde en la
morosidad de secuencias muy largas con planos casi fijos, sin saber manejar las
corrientes subterráneas que mueven a los personajes, sin crear una atmósfera
opresiva que exacerbe la claustrofobia más terrible que puede experimentarse,
es decir, la que uno sufre cuando se enfrenta a sí mismo, cuando se cuestiona
su realidad, cuando no logra comunicarse o comprender a aquellos a los que
quiere; todo lo que Mungiu supo armonizar con maestría en su título anterior
actúa aquí como lastre, como red en la que se enmarañan las implicaciones que
los hechos narrados (inspirados en sucesos reales) podrían provocar si el
director no llevase su frialdad y distanciamiento hasta límites que provocan una
simplificación que termina por devenir en un maniqueísmo torpe y que, a buen
seguro sin pretenderlo, supone (o así puede quedar en el ánimo del espectador)
una toma de posición por parte de la película. No es que se exija mostrar lo
que no es necesario y resultaría escabroso, pero alejar la cámara en
determinados momentos o dejar fuera de foco gran parte de lo que sucede en la
segunda parte, unido al tratamiento dado a los roles principales, hace que sea
inevitable sentir desprecio por la visitante y, aunque con estupor e
incomprensión, apoyar los anhelos de la comunidad religiosa por solucionar el
problema, sea cual sea la forma elegida para ello, cuando lo lógico sería ir
alternando nuestra visión y opinión según se desarrollan los acontecimientos
(pensar lo que hubiese hecho con este material un maestro de lo ambiguo e
incluso de lo hermético como Ingmar Bergman –y más tocando temas como la
redención, la fe, el pecado, el demonio- o tener muy fresca en la retina la
reposición de esa joya exquisita, intensa y preciosista en su sobriedad llamada
El festín de Babette (1987) coadyuvan
a que el descontento del que contempla aumente sin posibilidad de refrenarlo).
Las dos protagonistas del filme, Cosmina Stratn y Cristina Flutur,
compartieron el galardón a las mejores actrices del certamen en Cannes (la
cinta, además, vio premiado su guión), en una de esas decisiones que sólo se
dan en los Festivales, donde hay que contentar a muchos, repartir el pastel del
prestigio, ponerse medallas de “nosotros le descubrimos”, atender a reglas que
cambian según las tornas y conveniencias de cada edición, maniatar la decisión de
un jurado con instrucciones que provocan que se hable de la decisión de Cannes
(o de Venecia o de Berlín o de San Sebastián) y suela olvidarse (o ignorarse)
quiénes fueron convocados para actuar como jueces y, especialmente, quién
presidía el tribunal. Aunque tendremos tiempo de volver más prolijamente a este
asunto cuando hablemos de Amor (2012),
la obra maestra de Michael Haneke, podemos recordar que ésta obtuvo la Palma de
Oro y que las normas dicen que la película que se encarama a lo más alto del palmarés
no puede obtener otro reconocimiento y, por lo tanto, Emmanuelle Riva no pudo
ser coronada, como hubiese sido lógico, y su lugar en el podio lo ocuparon las
actrices de Más allá de las colinas (dejando
fuera también a la escalofriante Marion Cotillard que ya glosamos al hablar sobre
De óxido y hueso (2012)) –por esta
misma razón, como antes avanzamos, no pudo ser premiada en su día Anamaria
Marinca por 4 meses, 3 semanas, 2 días-.
Confiemos en que la próxima vez que Cristian Mungiu se ponga detrás de la
cámara olvide lo que le hizo famoso, lo que le hizo ganar un merecido aplauso,
y filme sin pensar en nada más que en contar una historia y llevar al
espectador por un viaje lleno de vericuetos, el de la naturaleza humana.
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