domingo, 27 de enero de 2013

"AMOR": NACIÓ DEL ALMA


 
 
 
TÍTULO ORIGINAL: Amour DIRECCIÓN: Michael Haneke GUIÓN: Michael Haneke FOTOGRAFÍA: Darius Khondji MONTAJE: Nadine Muse, Monika Willi REPARTO: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle Huppert, Alexandre Tharaud, William Shimell


   De repente, llega una película que te conmueve hasta las profundidades más abisales, aquellas a las que evitas asomarte, aquellas que te ocultas a ti mismo, una obra que te sacude, zarandea, incluso maltrata, una obra que permea más allá de lo más hondo, que te inunda la mente, el corazón, el alma, que te transforma, que te da la vuelta, que se apodera de tu ser y no te suelta, que traza una frontera en tus vivencias porque, desde que posas la vista en uno de sus fotogramas, medirás el tiempo en antes y después de haber experimentado Amor. Michael Haneke siempre exige mucho a sus espectadores pero, a cambio, regala momentos que nunca se podrán olvidar y que, a pesar del dolor que provoca, de los miedos que aviva, de la angustia que despierta, de cómo arrasa, de cómo roe, de cómo se ensaña, de cómo perturba, logran que deba ser considerado uno de los cineastas más extraordinarios y maravillosos que actualmente ejercen este oficio, por devolvernos prístina la experiencia de vivir en el ánimo, de sentir a flor de piel, todo lo que aparece en pantalla.

   Fue Funny Games (1997) el título que logró que el nombre de este director nacido en Munich empezase a ser repetido (y venerado) en casi todo el mundo: un extraño y ominoso thriller en el que es más aterrador lo que se presiente, lo que se intuye, la amenaza latente y persistente que se cierne sobre algunos personajes, la atmósfera que los enclaustra, la cínica sonrisita del protagonista, que lo que se muestra (película que este cronista confiesa haberle pillado descolocado y dejado muy frío pero que promete revisar pronto, ahora que ha asimilado los diferentes códigos que maneja Haneke –pero, eso sí, jamás se asomará al autoplagio perpetrado en 2007, a pesar de Naomi Watts y Tim Roth, sobre todo porque Michael Pitt jamás podrá despertar otra sensación que no sea la de fatiga, aburrimiento o desprecio-); fue La pianista (2001) la cinta que convenció a los escépticos (léase de nuevo la reacción sentida ante Funny Games), la bofetada que dejaba incapacitado en la butaca, el silencio que oprimía y pesaba al terminar la proyección, la más que prodigiosa interpretación de Isabelle Huppert (perfectamente secundada por Benoît Magimel y Annie Girardot), ese descenso a los infiernos escalofriante y electrizante, esa sima insondable que suponen los afectos mal gestionados o la incapacidad para expresar amor; fue La cinta blanca (2009) el filme que, desnudando la Historia, las interpretaciones posteriores, sin enredarse en discursos, sin afectaciones u obviedades, mejor ha sabido plasmar cómo los fascismos (cualquiera) van calando en el ánimo de las personas, cómo extienden su red, cómo encuentran o convierten en cómplices, en ejecutores de sus dictados, a seres anónimos, cómo nadie está libre (aunque así lo piense, aunque tenga valores muy cimentados) de justificarlos, comprenderlos, compartirlos si no los identifica a tiempo. Y, después de estos hitos, llega Amor para constituir la cima de las cimas, su obra más maestra entre estas excelencias, el nuevo rasero para hablar del talento de Michael Haneke.

   La Palma de Oro del pasado Festival de Cannes supuso el pistoletazo de salida para cantar las sublimidades de esta película, galardón que vino acompañado de cierta polémica ya que el reglamento del certamen recoge (esas normas ambivalentes y en muchas ocasiones no escritas que se sacan a relucir cuando conviene) que la cinta que se alce con el premio máximo no puede obtener ningún otro y, aunque se dijo que el presidente del jurado Nanni Moretti no quería dejar sin distinción a los dos protagonistas de Amor, al final quedó reconocida la excelsitud de la misma y se buscó otros actores a los que premiar (se da la circunstancia de que el cineasta italiano obtuvo la Palma de Oro con La habitación del hijo (2001), mientras que Isabelle Huppert y Benoît Magimel veían reconocida su labor en La pianista y Michael Haneke recibía el Gran Premio del Jurado). Al margen de estos dimes y diretes, propios de certámenes que, al fin y al cabo, son un mercado, un escaparate, una feria en que todo el mundo intenta llevarse una parte del pastel y vender su producto, resulta de toda justicia que Amor batiese a sus contendientes de esta forma, aunque no pueda evitarse el amargor de ver relegados a los inmensos, geniales, emocionantes, fabulosos Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva, bazas fundamentales y necesarias para que este filme se eleve hasta lo más alto.   

   Resulta bochornoso cómo se está ninguneando y olvidando el nombre del protagonista de Amor a la hora de coronar las mejores interpretaciones del año, cuando sólo con dos actores de semejante calibre, entregados con total honestidad a lo que el guión exige, despojados de cualquier gestualidad, puede sustentarse este monumento fílmico. Esperando que al menos en su país se le haga justicia (es la quinta vez que aspira a un Cesar), el inolvidable intérprete de La escapada (1962), Z (1969), Vivamente el domingo (1983) o Tres colores: Rojo (1994) se desnuda como nunca antes en pantalla, doliéndonos hasta más allá de las lágrimas, rompiéndonos el corazón con su inamovible dignidad, destilando a pequeñas dosis su incomprensión, su pánico, su estupor ante una enfermedad que anula, que borra, que sepulta, que es imprevisible, transformando cualquier gesto en una declaración de amor, impactando en cualquiera de nuestras líneas de flotación con la precisión del arma más sofisticada, dando una bofetada cuyas secuelas sufre él y que todos recibimos en nuestra butaca, intentando quitar todos los velos que cubren y ahogan la personalidad, la persona, que fue la mujer que ama (el verbo siempre en presente), tragándose la compunción, sintiéndose inservible porque no puede salvarla. Junto a él, la con toda justicia glorificada Emmanuelle Riva (aunque muchos de los que la aplauden ignoraban su existencia, incluso la de su título más señero, Hiroshima, mon amour (1959)) en una de las transformaciones más tremendas nunca vistas, convirtiendo su rostro en una máscara, sin posibilidad de reflejar emociones ya que la enfermedad las devora, estremeciendo desde la nada, desde esos ojos en los que uno presiente a la mujer que fue pugnando por reaparecer, prisionera de la nada en que ha devenido, receptora de un amor inconmensurable, el mismo que ella entregaría si pudiese, el que flota en las trémulas notas de una canción infantil.

   Se dice (y es cierto) que hay que estar muy preparado antes de ver esta película, que aunque la admires desde el primer momento te lo pensarás mucho antes de repetirla, que se convierte en uno de tus clásicos pero que evitarás revisarla tantas veces como otros, y en parte uno también siente que eso va a pasarle, pero a pesar de ser tan descarnada, de anegarnos en la aflicción, de golpearnos, Amor despierta nuestra admiración por su sobriedad, por su contención, por su trazado con tiralíneas, por no complacerse a sí misma, por no evitarnos nada pero por lograrlo a través del propio espectador, por azuzarle, por agitarle, por mostrar la punta del iceberg y ser incentivo para que el corazón de cada uno se ponga a latir con más fuerza y porque, a la postre, lo que nos queda, por encima de lo terrible, de lo desolador, de lo inhumano, de lo inevitable, de lo inasumible, de lo frágil, es la tranquilidad, la paz, el cobijo, el alimento que supone encontrar una persona a la que querer, con la que compartir todo, con la que atenuar lo negativo, con la que vivir más allá de la muerte y eso, como dijo Lope de Vega, sólo lo sabe el que lo probó.

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