TÍTULO ORIGINAL: Amour DIRECCIÓN:
Michael Haneke GUIÓN: Michael Haneke FOTOGRAFÍA: Darius Khondji MONTAJE: Nadine
Muse, Monika Willi REPARTO: Jean-Louis Trintignant, Emmanuelle Riva, Isabelle
Huppert, Alexandre Tharaud, William Shimell
De repente, llega una película que te conmueve hasta las profundidades
más abisales, aquellas a las que evitas asomarte, aquellas que te ocultas a ti mismo,
una obra que te sacude, zarandea, incluso maltrata, una obra que permea más
allá de lo más hondo, que te inunda la mente, el corazón, el alma, que te
transforma, que te da la vuelta, que se apodera de tu ser y no te suelta, que
traza una frontera en tus vivencias porque, desde que posas la vista en uno de
sus fotogramas, medirás el tiempo en antes y después de haber experimentado Amor. Michael Haneke siempre exige mucho
a sus espectadores pero, a cambio, regala momentos que nunca se podrán olvidar
y que, a pesar del dolor que provoca, de los miedos que aviva, de la angustia
que despierta, de cómo arrasa, de cómo roe, de cómo se ensaña, de cómo perturba,
logran que deba ser considerado uno de los cineastas más extraordinarios y
maravillosos que actualmente ejercen este oficio, por devolvernos prístina la
experiencia de vivir en el ánimo, de sentir a flor de piel, todo lo que aparece
en pantalla.
Fue Funny Games (1997) el
título que logró que el nombre de este director nacido en Munich empezase a ser
repetido (y venerado) en casi todo el mundo: un extraño y ominoso thriller en
el que es más aterrador lo que se presiente, lo que se intuye, la amenaza
latente y persistente que se cierne sobre algunos personajes, la atmósfera que
los enclaustra, la cínica sonrisita del protagonista, que lo que se muestra
(película que este cronista confiesa haberle pillado descolocado y dejado muy
frío pero que promete revisar pronto, ahora que ha asimilado los diferentes
códigos que maneja Haneke –pero, eso sí, jamás se asomará al autoplagio
perpetrado en 2007, a pesar de Naomi Watts y Tim Roth, sobre todo porque Michael
Pitt jamás podrá despertar otra sensación que no sea la de fatiga, aburrimiento
o desprecio-); fue La pianista (2001)
la cinta que convenció a los escépticos (léase de nuevo la reacción sentida
ante Funny Games), la bofetada que
dejaba incapacitado en la butaca, el silencio que oprimía y pesaba al terminar
la proyección, la más que prodigiosa interpretación de Isabelle Huppert
(perfectamente secundada por Benoît Magimel y Annie Girardot), ese descenso a
los infiernos escalofriante y electrizante, esa sima insondable que suponen los
afectos mal gestionados o la incapacidad para expresar amor; fue La cinta blanca (2009) el filme que,
desnudando la Historia, las interpretaciones posteriores, sin enredarse en
discursos, sin afectaciones u obviedades, mejor ha sabido plasmar cómo los
fascismos (cualquiera) van calando en el ánimo de las personas, cómo extienden
su red, cómo encuentran o convierten en cómplices, en ejecutores de sus dictados,
a seres anónimos, cómo nadie está libre (aunque así lo piense, aunque tenga
valores muy cimentados) de justificarlos, comprenderlos, compartirlos si no los
identifica a tiempo. Y, después de estos hitos, llega Amor para constituir la cima de las cimas, su obra más maestra
entre estas excelencias, el nuevo rasero para hablar del talento de Michael
Haneke.
La Palma de Oro del pasado Festival de Cannes supuso el pistoletazo de
salida para cantar las sublimidades de esta película, galardón que vino
acompañado de cierta polémica ya que el reglamento del certamen recoge (esas
normas ambivalentes y en muchas ocasiones no escritas que se sacan a relucir
cuando conviene) que la cinta que se alce con el premio máximo no puede obtener
ningún otro y, aunque se dijo que el presidente del jurado Nanni Moretti no
quería dejar sin distinción a los dos protagonistas de Amor, al final quedó reconocida la excelsitud de la misma y se
buscó otros actores a los que premiar (se da la circunstancia de que el
cineasta italiano obtuvo la Palma de Oro con La habitación del hijo (2001), mientras que Isabelle Huppert y
Benoît Magimel veían reconocida su labor en La
pianista y Michael Haneke recibía el Gran Premio del Jurado). Al margen de
estos dimes y diretes, propios de certámenes que, al fin y al cabo, son un
mercado, un escaparate, una feria en que todo el mundo intenta llevarse una
parte del pastel y vender su producto, resulta de toda justicia que Amor batiese a sus contendientes de esta
forma, aunque no pueda evitarse el amargor de ver relegados a los inmensos,
geniales, emocionantes, fabulosos Jean-Louis Trintignant y Emmanuelle Riva,
bazas fundamentales y necesarias para que este filme se eleve hasta lo más
alto.
Resulta bochornoso cómo se está ninguneando y olvidando el nombre del
protagonista de Amor a la hora de
coronar las mejores interpretaciones del año, cuando sólo con dos actores de
semejante calibre, entregados con total honestidad a lo que el guión exige,
despojados de cualquier gestualidad, puede sustentarse este monumento fílmico.
Esperando que al menos en su país se le haga justicia (es la quinta vez que
aspira a un Cesar), el inolvidable intérprete de La escapada (1962), Z (1969),
Vivamente el domingo (1983) o Tres colores: Rojo (1994) se desnuda
como nunca antes en pantalla, doliéndonos hasta más allá de las lágrimas,
rompiéndonos el corazón con su inamovible dignidad, destilando a pequeñas dosis
su incomprensión, su pánico, su estupor ante una enfermedad que anula, que
borra, que sepulta, que es imprevisible, transformando cualquier gesto en una
declaración de amor, impactando en cualquiera de nuestras líneas de flotación
con la precisión del arma más sofisticada, dando una bofetada cuyas secuelas
sufre él y que todos recibimos en nuestra butaca, intentando quitar todos los
velos que cubren y ahogan la personalidad, la persona, que fue la mujer que ama
(el verbo siempre en presente), tragándose la compunción, sintiéndose
inservible porque no puede salvarla. Junto a él, la con toda justicia
glorificada Emmanuelle Riva (aunque muchos de los que la aplauden ignoraban su
existencia, incluso la de su título más señero, Hiroshima, mon amour (1959)) en una de las transformaciones más
tremendas nunca vistas, convirtiendo su rostro en una máscara, sin posibilidad
de reflejar emociones ya que la enfermedad las devora, estremeciendo desde la
nada, desde esos ojos en los que uno presiente a la mujer que fue pugnando por
reaparecer, prisionera de la nada en que ha devenido, receptora de un amor
inconmensurable, el mismo que ella entregaría si pudiese, el que flota en las
trémulas notas de una canción infantil.
Se dice (y es cierto) que hay que estar muy preparado antes de ver esta
película, que aunque la admires desde el primer momento te lo pensarás mucho
antes de repetirla, que se convierte en uno de tus clásicos pero que evitarás
revisarla tantas veces como otros, y en parte uno también siente que eso va a
pasarle, pero a pesar de ser tan descarnada, de anegarnos en la aflicción, de
golpearnos, Amor despierta nuestra
admiración por su sobriedad, por su contención, por su trazado con tiralíneas,
por no complacerse a sí misma, por no evitarnos nada pero por lograrlo a través
del propio espectador, por azuzarle, por agitarle, por mostrar la punta del
iceberg y ser incentivo para que el corazón de cada uno se ponga a latir con
más fuerza y porque, a la postre, lo que nos queda, por encima de lo terrible,
de lo desolador, de lo inhumano, de lo inevitable, de lo inasumible, de lo
frágil, es la tranquilidad, la paz, el cobijo, el alimento que supone encontrar
una persona a la que querer, con la que compartir todo, con la que atenuar lo
negativo, con la que vivir más allá de la muerte y eso, como dijo Lope de Vega,
sólo lo sabe el que lo probó.
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