miércoles, 30 de enero de 2013

"DJANGO DESENCADENADO": PRISIONERO DE SÍ MISMO


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Django Unchained DIRECCIÓN: Quentin Tarantino GUIÓN: Quentin Tarantino MÚSICA: Elayna Boynton, Luis Enriquez Bacalov FOTOGRAFÍA: Robert Richardson MONTAJE: Fred Raskin REPARTO: Jamie Foxx, Christoph Waltz, Leonardo DiCaprio, Kerry Washington, Samuel L. Jackson


   Siempre resulta difícil definir el éxito y vaticinar su perdurabilidad, pero podríamos convenir en que uno de los rasgos más característicos y que parece garantizar la inmortalidad (al menos, la permanencia en el imaginario colectivo durante bastante tiempo) aparece en el momento en que el apellido del artista se transforma en adjetivo, en categoría, en cualidad que rastreamos en otros, en herencia, en singularidad que algunos anhelan imitar, en definitorio; podemos encontrar múltiples ejemplos en las diferentes ramas del arte (velazqueño, rubensiano, puccinesco, galdosiano), pero sólo con quedarnos en el mundo del cine abundan los autores que se han convertido en tales al ser explicado su estilo con su propio apellido: berlanguiano, buñuelesco, viscontiano, fordiano, hitchcockiano, almodovariano. Uno de los que más intentó imprimir su marchamo desde el inicio de su carrera fue Quentin Tarantino y lo cierto es que alcanzó muy pronto la meta, pues ya desde su segundo largometraje, el abracadabrante y espléndido Pulp Fiction (1994), se empezó a hablar de una manera tarantiniana de hacer cine, no sólo en lo visual sino también en el dibujo de los personajes, en la extraña simbiosis entre violencia y humor, en la construcción de los guiones. Lo curioso y relevante es que Tarantino jamás ha negado ni escondido, todo lo contrario, sus referentes, las fuentes en las que bebe, de dónde viene su inspiración, a qué o a quién quiere homenajear, incluso plagiar, con qué se mimetiza, reconociendo y gustando de todo el cine que ha visto, buceando en los géneros más populares, rescatando del olvido estilos, títulos, actores que en un momento dado llenaron las salas de un público enfervorecido y cómplice, el mismo que ahora le secunda y jalea aunque en muchos casos ni comprenda ni asuma ni conozca los códigos de los que él se apodera y reinventa, llegando a pensar que todo es fruto de la imaginación tarantiniana (¿Lo ven? Teníamos que llegar a este punto).

   Los fans que gustan de sentirse y definirse con el apellido de su director reciben sus trabajos con alharaca, con ruido, con adrenalina disparada, con todo lo que Tarantino derrocha y exige, pensándose en un estatus que no todo el mundo puede ni merece alcanzar, cuando en realidad suelen quedarse en lo más superficial, en lo obvio, haciendo una lectura ramplona de lo que el director de una cinta tan compacta y radiante como Jackie Brown (1997) pone en juego, carcajeándose con sonoridad hueca, ignorando la sutileza y riqueza de matices que se esconde detrás de la escritura tarantiniana, desconociendo el origen, callando ante guiños y chanzas que exigen un conocimiento previo. Los que hace cuatro días aguantaban las risas cuando se les hablaba de las excelencias (dentro del mínimo presupuesto que manejaban) de las películas de serie B (e inferiores) que nos han alegrado tantas tardes de televisión y de programas dobles en el cine, del verdadero y honesto derroche de imaginación, de la absoluta falta de pretensiones, del mero espectáculo y entretenimiento, aquellos que las  tildaban de antiguallas y epítetos aún más despectivos, los mismos que negaban el pan y la sal a artesanos con facilidad para la narración, los que tan sólo aplaudían títulos concretos de alguno de los impulsores de esa forma de hacer cine, unos y otros ahora parecen haberse transformados en adoradores y expertos en el spaghetti western, como antes lo fueron de determinados filmes bélicos o de artes marciales o de los inscritos en la corriente blaxpoitation, según lo señale la brújula evocadora de Tarantino (y, sin embargo, fueron bastantes los que ovacionaron a Robert Rodríguez por la parte que le tocaba en aquel experimento llamado Grindhouse y rebajaron la aportación de Tarantino, cuando, en realidad, el primero siguió demostrando su vano anhelo por ser autor con sello y universo propio mientras que el segundo hizo lo que tocaba, o sea, ir a lo más elemental, ser descacharrante sin ínfulas).

   Como ha hecho en sus obras anteriores, Tarantino busca su propio camino, su relectura de un género (o subgénero), siendo fiel a sí mismo, a lo que se espera de él, exacerbando aquellos elementos que ya estaban presentes en el original, aportando su propia imaginería visual, su rimbombancia, si bien es cierto que matizada y asimilada a lo que está contando, rememorando a Sergio Leone, Enzo Barboni, Sergio Corbucci o, ¿por qué no?, Eugenio Martín o Joaquín Luis Romero Marchent y ahí es donde él mismo se enreda en el tejido de Django desencadenado, demasiado tributaria de sus excesos, de su verborrea, de su gusto por el esperpento, por el manierismo, por el disparate, conformando una película cercana a las tres horas cuando debería ser un producto que poder consumir en poco tiempo (y que nadie, aunque pocos podrán hacerlo, traiga a colación El bueno, el feo y el malo (1966) o Hasta que llegó su hora (1968) porque el ritmo buscado por Sergio Leone no tiene nada que ver con el de otros títulos de esta corriente). Es cierto que no se pueden negar, y siempre es un alivio, la agilidad y rapidez con que Tarantino filma, lo enérgico de su estilo, pero, al igual que ya le sucediese en Malditos bastardos (2009), su anterior y exageradamente glorificada cinta, no logra desprenderse del regodeo propio, del trazo grueso, de subrayar lo que ya había subrayado antes, de abundar en lo innecesario, si bien es cierto que en aquella podía olfatearse un tufillo pretencioso y en ésta sólo encontramos el deseo de divertirse salvajemente, sin freno ni medida.

   En un rol que, en realidad, es la mera excusa en torno a la que gira lo verdaderamente importante, Jamie Foxx aporta a Django su fatuidad, su egolatría, su manera de caminar sin pisar, como flotando, rasgo que define su personaje ya en la primera secuencia, seña de identidad de este actor, convencido de su importancia y talento; es un placer y un lujo comprobar como Samuel L. Jackson (inolvidable para siempre gracias a Pulp Fiction) se lo merienda con clase, robando la atención del público en todas sus apariciones, despojándose de su potencia física y alterando el característico timbre de su voz. En la pugna que parece haberse establecido sobre quién merece los galardones por Django desencadenado, diremos que Leonardo DiCaprio está todo lo exagerado y grotesco que el director le exige, a ratos incontroladamente estomagante, absurdamente guiñolesco, pero que ni por esas la Academia le va a recompensar (por otro lado, si le ignoraron por su magnificencia en Revolutionary Road (2008) o su brillantez en Infiltrados (2006), mejor es que también le olviden por su participación aquí, que en Hollywood son muy de premiar las peores interpretaciones de grandes actores); por su parte, Christoph Waltz, el descubrimiento de Malditos bastardos, el protagonista junto a la estupenda Mélanie Laurent de las dos secuencias verdaderamente memorables del filme, actúa aquí con el piloto automático, repitiendo lo que fue tan celebrado y sorpresivo antes, resultando simpático, logrando empatía pero deviniendo en previsible en su creación en demasiados momentos y considerando que un segundo Oscar tan sólo constituiría una repetición del que en su día festejamos.

   Sería deseable que Tarantino se olvidase un poco de lo ya logrado para refrescarse y despertar a su cine de la autocomplacencia, de la mera ocurrencia, de los destellos de ingenio, recuperando su capacidad para entretener, para atrapar, para seguir ampliando el concepto, la realidad, el universo que podemos resumir en un único adjetivo: tarantiniano.          

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