martes, 15 de enero de 2013

"LOS MISERABLES": ACARTONAMIENTO Y GRANDILOCUENCIA


 
 
TÍTULO ORIGINAL: Les Misérables DIRECCIÓN: Tom Hooper GUIÓN: William Nicholson (basado en el musical homónimo de Claude-Michel Schönberg, Alain Boublil y Jean-Marc Natel, versión en inglés de Herbret Kretzmer, inspirado a su vez en la novela homónima de Víctor Hugo) MÚSICA: Claude-Michel Schönberg FOTOGRAFÍA: Danny Cohen MONTAJE: Chris Dickens, Melanie Ann Oliver REPARTO: Hugh Jackman, Russell Crowe, Anne Hathaway, Amanda Seyfried, Sacha Baron Cohen, Helena Bonham Carter, Eddie Redmayne


   Hoy entramos en el género más polémico, el que más enfrentamientos ocasiona, el que tiene los defensores más apasionados y los detractores más furibundos, aquel con el que no parecen posibles las medias tintas, aquel que, como el resto, se reduce en muchas ocasiones a tres o cuatro tópicos, a sus mimbres más finos, a su esquema más básico, sin reparar en que los hay de muy diferentes tipo y condición, sin reconocerle evolución ni matices: el musical. Al igual que muchos no reparan (o al menos no parecen hacerlo en sus comentarios) en que no todos los western se parecen y que no es lo mismo Río Bravo (1959) que La diligencia (1939) o que Winchester 73 (1950), aunque tengan elementos comunes, tiende a decirse (con bastante menosprecio) que “visto un musical vistos todos”, aplicando una tabla rasa injusta y reduccionista que iguala El rey y yo (1956) con Hairspray (2007) o Cantando bajo la lluvia (1952) con Cabaret (1972) y a las cuatro entre sí, olvidando también que hay cintas del género que nos ocupa(nos ceñimos al cine a la hora de buscar ejemplos) en las que las canciones, los números de baile, se intercalan con un texto mínimo que puede tener más o menos fortuna cómica, no tienen nada que ver con la acción y son, en realidad, lo importante, el reclamo para el público –de la deliciosa Sombrero de copa (1935)a la magistral Melodías de Broadway 1953 (1953)-, mientras que en otras la parte cantada (como dicen algunos) es fundamental para comprender la trama, no se trata de que “llega uno y a la mínima se pone a cantar”, sino de que las canciones son la vía de expresión de los sentimientos del personaje, aportan datos fundamentales para comprender y seguir la historia narrada.

   Buscando cimientos sólidos que ofreciesen cierta seguridad y supusieran una carta de presentación que pudiese resultar digna y poco populachera a los que despachan así el género (y sin embargo proclaman que la ópera, llena de libretos exacerbadamente melodramáticos que repiten hasta la saciedad sus convenciones, es considerada sublime y elitista, cuando se nutre de cuentos y leyendas, de la tradición más popular, cuando Verdi, Mozart o Puccini gozaron en su momento del aplauso más generalizado), no se sabe si por un cierto complejo o por marcar distancias apareció la idea de transformar en musical una de las novelas más grandes, apasionantes y complejas que haya dado la literatura en todos sus siglos: Los Miserables de Víctor Hugo, concebida como “obra total” en la que nada quedase fuera, en la que la peripecia de los muchos personajes que el autor pone en juego se va interrumpiendo (muy al modo del siglo XIX) para describir los escenarios, la política del momento (tan decisiva en el devenir de la trama y muy prolijamente reflejada), la batalla de Waterloo (rememorada en unas casi 100 páginas con todo lujo de detalles), permitiéndose el novelista todas las digresiones que considerase necesarias para expresar su visión del mundo, con reflexiones religiosas, filosóficas o de índole social. El resultado de esta traslación se convirtió en la obra musical que más tiempo lleva representándose en el West End londinense donde se estrenó en octubre de 1985 –Andrew Lloyd Webber estrenaría su El fantasma de la ópera un año después, aunque ésta ostenta el récord de ser el evento que más ganancias ha producido en el mundo del entretenimiento- y cuyo éxito y popularidad no hace sino aumentar día a día; la idea de adaptarla a la gran pantalla empezó a acariciarse tan sólo tres años después de su primera alzada de telón y el elegido para orquestarla era Alan Parker –si pensamos en la revolución que supuso Fama (1980), en cómo armonizó música e imágenes en The Wall (1982), en la energética The Commitments (1991) o en su magistral Evita (1996) dan ganas de llorar porque no haya sido posible-. Al final, tras tantos años de espera, Los Miserables ha llegado al cine y acaba de ser considerada la mejor película de comedia o musical por la prensa extranjera de Los Ángeles galardonada, por lo tanto, con el Globo de Oro en esa categoría y siendo el título más premiado de la noche.

   Una de las mayores preocupaciones de los autores del libreto fue hacer justicia a Víctor Hugo y en algunos casos tomaron frases literales del original francés que intentaron engarzar con la música y armonizar con desigual fortuna: en determinados momentos, la letra ahoga a los intérpretes, les llena la boca de palabras, la lengua se enreda, es demasiado abigarrada, lo que se traduce en un envaramiento bastante difícil de evitar, en una acumulación de situaciones (ya el prolijo y no siempre armónico prólogo deja claro cuál será el desarrollo posterior); aunque se lucha por la libertad, se cuenta una revolución, hay amores ocultos, otros que parecen condenados a no consumarse, odios, persecuciones, huidas, momentos cómicos, es decir, todos los ingredientes necesarios para un viaje de más de 1.000 páginas, en escena el musical suele resultar demasiado estático, muy forzado, pasando de una cosa a otra sin demasiadas explicaciones, reduciendo a la mínima expresión personajes muy complejos cuya tormenta y tortura interior es difícil sintetizar en una canción (aunque haya quien se lleve las manos a la cabeza ante un comentario similar porque les resulta sacrílego hablar así de una obra que de una forma u otra pertenece a Víctor Hugo –muchos son los mismos que hacen un mohín de desdén ante lo que, como poco, les parece una horterada aunque lo firme George Bernard Shaw y supusiera un merecido y ansiado Oscar para George Cukor, es decir, My Fair Lady (1964)-). Es, por ello, un lujo el reparto reunido para esta adaptación puesto que extraen mil matices de una partitura que no siempre ayuda a que eso sea posible (y para colmo por un director que no parece estar muy por la labor, aunque de eso hablaremos un poco más tarde): Hugh Jackman, un caballero para el que el género no tiene secretos (ojalá alguien se anime a que continúe en esta línea -¿Dónde está Barbra Streisand? ¿Por qué en lugar de convertirse en la comparsa de Seth Rogen –aunque se lo merendará a buen seguro- no dirige Sunset Boulevard con Jackman y Glenn Close?-), crea un Jean Valjean arrebatador, nada engolado, carismático y contundente, el único verdadero contrincante de Daniel Day-Lewis en la próxima entrega de los Oscar; Russell Crowe construye un Javert que logra romper el estatismo y la unidimensional que parece condenado en los diferentes montajes que hayan podido verse (y eso que un jovencísimo Miguel del Arco logró en Madrid en 1992 mucho más que intérpretes más experimentados); Amanda Seyfried queda un tanto arrinconada pero consigue imponerse con su espléndida voz y demostrar aún más el error de casting que supone Eddie Redmayne, el único empeñado en demostrar y lucir su voz, exagerando la(s) nota(s) en cuanto encuentra la ocasión.

   Anne Hathaway merece su propio párrafo, puesto que con apenas unos minutos en pantalla se está convirtiendo con toda justicia en una de las actrices más galardonadas, aunque eso vaya en detrimento de las que suelen ser sus competidoras, la que debería ser imbatible Helen Hunt de Las sesiones y la siempre estupenda Sally Field (ya analizaremos Lincoln con más detenimiento dentro de poco). Convertida en estrella tras Princesa por sorpresa (2001) con un repertorio inagotable de morisquetas que no conseguía eclipsar la categoría de la gran Julie Andrews -miren por dónde, ya que hablamos de musicales-, Hathaway parecía destinada –para suplicio de los espectadores- a repetirlas  hasta la saciedad, sobre todo tras resultar innecesaria –como tanto estrambote con el que engordaron el relato original- en Brokeback Mountain (2005) y ser anodina en El diablo viste de Prada (2006) –no hay excusa por mucho que Meryl Streep desplegase de nuevo su inagotable magisterio-, pero llegó una estimulante cinta como La joven Jane Austen (2007) para revelar que la joven actriz escondía mucho más de lo que pudiera pensarse y demostró que eso no era un espejismo en la fallida La boda de Rachel (2008), en la que estuvo por encima de un guión poco y mal desarrollado, de una dirección lastimosa y a la altura de una impactante Debra Winger. En Los Miserables asume uno de los bombones de la obra, puesto que tiene que interpretar una de las joyas de la corona, una canción que ha pasado al repertorio de grandes estrellas al margen de su inclusión en un musical, pero tiene en su contra que desaparece tras la primera media hora (en la novela de Víctor Hugo su historia ocupa al menos doscientas páginas); sin embargo, Anne Hathaway consigue grabarse con tinta indeleble en la retina, en el ánimo, en el corazón del espectador con su I Dreamed a Dream, rodado en un único plano: su rostro golpeado (no sólo literalmente) por una vida que le niega cualquier posibilidad de ser feliz, enmarcado por la nada, un tanto escorado hacia un lado de la pantalla, sus ojos arrasados por las lágrimas, su cuello que refleja los esfuerzos de esta mujer por obligarse a respirar, su forma de vivir y expresar la letra de la canción, sin ir de gran estrella, de diva, susurrándola a veces, tragando saliva otras, transforman esta secuencia en una de las más inolvidables que puedan verse actualmente en pantalla.

   Y todo ello, a pesar de lo pésimamente que la encuadra Tom Hooper, un director con un Oscar, un director de prestigio, un señor que parece vivir con el complejo de que le acusen de clásico, de esteta, y que exagera todo lo que puede, retuerce los encuadres, abigarra el estilo (y es marca de fábrica porque ya pudimos apreciarlo –y dolernos por ello- en la por otro lado interesante miniserie Elizabeth I (2005) donde, por fortuna, Helen Mirren, Jeremy Irons y Hugh Dancy deshacían el entuerto y en la que podría haber sido la cinta más encantadora del año si no se hubiese empeñado en afearla, es decir, El discurso del rey (2010), que de nuevo salvaban y con creces los actores –Colin Firth y Geoffrey Rush en absoluto estado en gracia-). En esta ocasión parece imbuido del espíritu de Víctor Hugo en el sentido de que quiere que todo resulte grandioso, espectacular, apabullante, y lo que consigue es fatigar al espectador, lograr que éste sea aún más consciente de los errores del libreto, no aligerar lo que ya resulta moroso en la partitura: no es capaz ni de lejos de aportar la frescura y liberación que Robert Wise imprimió a Sonrisas y lágrimas (1965), sacándola del encorsetamiento del escenario para convertir los escenarios naturales en parte fundamental de la historia; no sabe aprovechar lo que no importa que se vea y sepa como decorado al modo en que Robert Wise -¡De nuevo!- y Jerome Robbins articularon su West Side Story (1961); impide que la debutante cinematográfica Samantha Barks se luzca como merece en otra de las grandes canciones del musical –On my Own-; convierte a Helena Bonham Carter y Sacha Baron Cohen –con lo que supo extraerle Tim Burton en Sweeney Todd (2007)- en personajes demasiado grotescos que no provocan las carcajadas y el alivio cómico que deben suponer e incluso cansan sus reapariciones; en definitiva, remueve e indigna que apenas se valorase (e incluso se atacase encarnizadamente) la medida, certera y prodigiosa dirección de Bill Condon en Dreamgirls (2006) o de Rob Marshal en Nine (2009) y sin embargo se esté aplaudiendo en muchos lugares este despropósito que ha llevado a cabo Hooper (debe ser que algunos, empeñados en salvar este musical en concreto como no lo hacen con otros títulos –pero, claro, no proceden de una obra de prestigio-, están dispuestos a abrir la mano).      

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