TÍTULO ORIGINAL: Les Misérables
DIRECCIÓN: Tom Hooper GUIÓN: William Nicholson (basado en el musical homónimo
de Claude-Michel Schönberg, Alain Boublil y Jean-Marc Natel, versión en inglés
de Herbret Kretzmer, inspirado a su vez en la novela homónima de Víctor Hugo)
MÚSICA: Claude-Michel Schönberg FOTOGRAFÍA: Danny Cohen MONTAJE: Chris Dickens,
Melanie Ann Oliver REPARTO: Hugh Jackman, Russell Crowe, Anne Hathaway, Amanda
Seyfried, Sacha Baron Cohen, Helena Bonham Carter, Eddie Redmayne
Hoy entramos en el género más polémico, el que más enfrentamientos
ocasiona, el que tiene los defensores más apasionados y los detractores más
furibundos, aquel con el que no parecen posibles las medias tintas, aquel que,
como el resto, se reduce en muchas ocasiones a tres o cuatro tópicos, a sus
mimbres más finos, a su esquema más básico, sin reparar en que los hay de muy
diferentes tipo y condición, sin reconocerle evolución ni matices: el musical. Al
igual que muchos no reparan (o al menos no parecen hacerlo en sus comentarios)
en que no todos los western se parecen y que no es lo mismo Río Bravo (1959) que La diligencia (1939) o que Winchester 73 (1950), aunque tengan
elementos comunes, tiende a decirse (con bastante menosprecio) que “visto un
musical vistos todos”, aplicando una tabla rasa injusta y reduccionista que
iguala El rey y yo (1956) con Hairspray (2007) o Cantando bajo la lluvia (1952) con Cabaret (1972) y a las cuatro entre sí, olvidando también que hay
cintas del género que nos ocupa(nos ceñimos al cine a la hora de buscar ejemplos)
en las que las canciones, los números de baile, se intercalan con un texto
mínimo que puede tener más o menos fortuna cómica, no tienen nada que ver con
la acción y son, en realidad, lo importante, el reclamo para el público –de la
deliciosa Sombrero de copa (1935)a la
magistral Melodías de Broadway 1953 (1953)-,
mientras que en otras la parte cantada (como dicen algunos) es fundamental para
comprender la trama, no se trata de que “llega uno y a la mínima se pone a
cantar”, sino de que las canciones son la vía de expresión de los sentimientos
del personaje, aportan datos fundamentales para comprender y seguir la historia
narrada.
Buscando cimientos sólidos que ofreciesen cierta seguridad y supusieran
una carta de presentación que pudiese resultar digna y poco populachera a los
que despachan así el género (y sin embargo proclaman que la ópera, llena de
libretos exacerbadamente melodramáticos que repiten hasta la saciedad sus
convenciones, es considerada sublime y elitista, cuando se nutre de cuentos y
leyendas, de la tradición más popular, cuando Verdi, Mozart o Puccini gozaron
en su momento del aplauso más generalizado), no se sabe si por un cierto
complejo o por marcar distancias apareció la idea de transformar en musical una
de las novelas más grandes, apasionantes y complejas que haya dado la
literatura en todos sus siglos: Los
Miserables de Víctor Hugo, concebida como “obra total” en la que nada
quedase fuera, en la que la peripecia de los muchos personajes que el autor
pone en juego se va interrumpiendo (muy al modo del siglo XIX) para describir
los escenarios, la política del momento (tan decisiva en el devenir de la trama
y muy prolijamente reflejada), la batalla de Waterloo (rememorada en unas casi
100 páginas con todo lujo de detalles), permitiéndose el novelista todas las
digresiones que considerase necesarias para expresar su visión del mundo, con
reflexiones religiosas, filosóficas o de índole social. El resultado de esta
traslación se convirtió en la obra musical que más tiempo lleva representándose
en el West End londinense donde se estrenó en octubre de 1985 –Andrew Lloyd
Webber estrenaría su El fantasma de la
ópera un año después, aunque ésta ostenta el récord de ser el evento que
más ganancias ha producido en el mundo del entretenimiento- y cuyo éxito y
popularidad no hace sino aumentar día a día; la idea de adaptarla a la gran
pantalla empezó a acariciarse tan sólo tres años después de su primera alzada
de telón y el elegido para orquestarla era Alan Parker –si pensamos en la revolución
que supuso Fama (1980), en cómo
armonizó música e imágenes en The Wall (1982),
en la energética The Commitments (1991)
o en su magistral Evita (1996) dan
ganas de llorar porque no haya sido posible-. Al final, tras tantos años de
espera, Los Miserables ha llegado al
cine y acaba de ser considerada la mejor película de comedia o musical por la
prensa extranjera de Los Ángeles galardonada, por lo tanto, con el Globo de Oro
en esa categoría y siendo el título más premiado de la noche.
Una de las mayores preocupaciones de los autores del libreto fue hacer
justicia a Víctor Hugo y en algunos casos tomaron frases literales del original
francés que intentaron engarzar con la música y armonizar con desigual fortuna:
en determinados momentos, la letra ahoga a los intérpretes, les llena la boca
de palabras, la lengua se enreda, es demasiado abigarrada, lo que se traduce en
un envaramiento bastante difícil de evitar, en una acumulación de situaciones
(ya el prolijo y no siempre armónico prólogo deja claro cuál será el desarrollo
posterior); aunque se lucha por la libertad, se cuenta una revolución, hay
amores ocultos, otros que parecen condenados a no consumarse, odios,
persecuciones, huidas, momentos cómicos, es decir, todos los ingredientes
necesarios para un viaje de más de 1.000 páginas, en escena el musical suele
resultar demasiado estático, muy forzado, pasando de una cosa a otra sin
demasiadas explicaciones, reduciendo a la mínima expresión personajes muy
complejos cuya tormenta y tortura interior es difícil sintetizar en una canción
(aunque haya quien se lleve las manos a la cabeza ante un comentario similar
porque les resulta sacrílego hablar así de una obra que de una forma u otra
pertenece a Víctor Hugo –muchos son los mismos que hacen un mohín de desdén
ante lo que, como poco, les parece una horterada aunque lo firme George Bernard
Shaw y supusiera un merecido y ansiado Oscar para George Cukor, es decir, My Fair Lady (1964)-). Es, por ello, un
lujo el reparto reunido para esta adaptación puesto que extraen mil matices de
una partitura que no siempre ayuda a que eso sea posible (y para colmo por un
director que no parece estar muy por la labor, aunque de eso hablaremos un poco
más tarde): Hugh Jackman, un caballero para el que el género no tiene secretos
(ojalá alguien se anime a que continúe en esta línea -¿Dónde está Barbra
Streisand? ¿Por qué en lugar de convertirse en la comparsa de Seth Rogen –aunque
se lo merendará a buen seguro- no dirige Sunset
Boulevard con Jackman y Glenn Close?-), crea un Jean Valjean arrebatador,
nada engolado, carismático y contundente, el único verdadero contrincante de
Daniel Day-Lewis en la próxima entrega de los Oscar; Russell Crowe construye un
Javert que logra romper el estatismo y la unidimensional que parece condenado
en los diferentes montajes que hayan podido verse (y eso que un jovencísimo
Miguel del Arco logró en Madrid en 1992 mucho más que intérpretes más
experimentados); Amanda Seyfried queda un tanto arrinconada pero consigue
imponerse con su espléndida voz y demostrar aún más el error de casting que
supone Eddie Redmayne, el único empeñado en demostrar y lucir su voz,
exagerando la(s) nota(s) en cuanto encuentra la ocasión.
Anne Hathaway merece su propio párrafo, puesto que con apenas unos
minutos en pantalla se está convirtiendo con toda justicia en una de las
actrices más galardonadas, aunque eso vaya en detrimento de las que suelen ser
sus competidoras, la que debería ser imbatible Helen Hunt de Las sesiones y la siempre estupenda
Sally Field (ya analizaremos Lincoln con
más detenimiento dentro de poco). Convertida en estrella tras Princesa por sorpresa (2001) con un
repertorio inagotable de morisquetas que no conseguía eclipsar la categoría de
la gran Julie Andrews -miren por dónde, ya que hablamos de musicales-, Hathaway
parecía destinada –para suplicio de los espectadores- a repetirlas hasta la saciedad, sobre todo tras resultar
innecesaria –como tanto estrambote con el que engordaron el relato original- en
Brokeback Mountain (2005) y ser
anodina en El diablo viste de Prada (2006)
–no hay excusa por mucho que Meryl Streep desplegase de nuevo su inagotable
magisterio-, pero llegó una estimulante cinta como La joven Jane Austen (2007) para revelar que la joven actriz
escondía mucho más de lo que pudiera pensarse y demostró que eso no era un
espejismo en la fallida La boda de Rachel
(2008), en la que estuvo por encima de un guión poco y mal desarrollado, de
una dirección lastimosa y a la altura de una impactante Debra Winger. En Los Miserables asume uno de los bombones
de la obra, puesto que tiene que interpretar una de las joyas de la corona, una
canción que ha pasado al repertorio de grandes estrellas al margen de su
inclusión en un musical, pero tiene en su contra que desaparece tras la primera
media hora (en la novela de Víctor Hugo su historia ocupa al menos doscientas
páginas); sin embargo, Anne Hathaway consigue grabarse con tinta indeleble en la
retina, en el ánimo, en el corazón del espectador con su I Dreamed a Dream, rodado en un único plano: su rostro golpeado (no
sólo literalmente) por una vida que le niega cualquier posibilidad de ser
feliz, enmarcado por la nada, un tanto escorado hacia un lado de la pantalla,
sus ojos arrasados por las lágrimas, su cuello que refleja los esfuerzos de
esta mujer por obligarse a respirar, su forma de vivir y expresar la letra de
la canción, sin ir de gran estrella, de diva, susurrándola a veces, tragando
saliva otras, transforman esta secuencia en una de las más inolvidables que
puedan verse actualmente en pantalla.
Y todo ello, a pesar de lo pésimamente que la encuadra Tom Hooper, un
director con un Oscar, un director de prestigio, un señor que parece vivir con
el complejo de que le acusen de clásico, de esteta, y que exagera todo lo que
puede, retuerce los encuadres, abigarra el estilo (y es marca de fábrica porque
ya pudimos apreciarlo –y dolernos por ello- en la por otro lado interesante
miniserie Elizabeth I (2005) donde,
por fortuna, Helen Mirren, Jeremy Irons y Hugh Dancy deshacían el entuerto y en
la que podría haber sido la cinta más encantadora del año si no se hubiese
empeñado en afearla, es decir, El discurso
del rey (2010), que de nuevo salvaban y con creces los actores –Colin Firth
y Geoffrey Rush en absoluto estado en gracia-). En esta ocasión parece imbuido
del espíritu de Víctor Hugo en el sentido de que quiere que todo resulte
grandioso, espectacular, apabullante, y lo que consigue es fatigar al
espectador, lograr que éste sea aún más consciente de los errores del libreto,
no aligerar lo que ya resulta moroso en la partitura: no es capaz ni de lejos
de aportar la frescura y liberación que Robert Wise imprimió a Sonrisas y lágrimas (1965), sacándola
del encorsetamiento del escenario para convertir los escenarios naturales en
parte fundamental de la historia; no sabe aprovechar lo que no importa que se
vea y sepa como decorado al modo en que Robert Wise -¡De nuevo!- y Jerome
Robbins articularon su West Side Story (1961);
impide que la debutante cinematográfica Samantha Barks se luzca como merece en
otra de las grandes canciones del musical –On
my Own-; convierte a Helena Bonham Carter y Sacha Baron Cohen –con lo que
supo extraerle Tim Burton en Sweeney Todd
(2007)- en personajes demasiado grotescos que no provocan las carcajadas y el
alivio cómico que deben suponer e incluso cansan sus reapariciones; en
definitiva, remueve e indigna que apenas se valorase (e incluso se atacase
encarnizadamente) la medida, certera y prodigiosa dirección de Bill Condon en Dreamgirls (2006) o de Rob Marshal en Nine (2009) y sin embargo se esté
aplaudiendo en muchos lugares este despropósito que ha llevado a cabo Hooper
(debe ser que algunos, empeñados en salvar este musical en concreto como no lo
hacen con otros títulos –pero, claro, no proceden de una obra de prestigio-,
están dispuestos a abrir la mano).
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