jueves, 24 de enero de 2013

"THE MASTER": SÓLO PARA ENTERADOS


 
 
TÍTULO ORIGINAL: The Master DIRECCIÓN: Paul Thomas Anderson GUIÓN: Paul Thomas Anderson MÚSICA: Jonny Greenwood FOTOGRAFÍA: Mihai Malaimare MONTAJE: Leslie Jones, Peter McNulty REPARTO: Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman, Amy Adams, Laura Dern, Jesse Plemons, Ambyr Childers


   Saben los lectores habituales de este blog que, aunque hago unas críticas muy personales y propias, evito el empleo de la primera persona del singular, pero me permitirán que hoy haga una excepción, ya que debo comenzar por una experiencia personal que viene al pelo para sentar las bases de este escrito: hace pocos días, mediaba en una de esas discusiones propias de las redes sociales en las que empiezas hablando (o peleando, depende del tono) con un amigo y acabas haciéndolo con gente que no sabes quién es, pero que son contactos de tus contactos o de los de tu amigo e incluso contactos de los contactos de los tuyos, entrando en una espiral cada vez más enmarañada según quién puede ir leyendo los comentarios que se van escribiendo; el asunto era la crítica, una andanada en la que se insultaba a las personas que ejercen la misma (aunque luego se intentase matizar que sólo señalaba a los poco o nada profesionales), acusándolas de ponerse por encima de la obra juzgada y de algunas lindezas más (al margen de caer en la descalificación y de exigir siempre el beneplácito para cualquier manifestación artística “por el mero hecho de existir”). Ya se sabe que todas las generalizaciones son injustas, y conviene tener en cuenta que la persona cuyo comentario inició e incendió el debate está en pleno rodaje de un cortometraje (así se comprende mejor su motivación más honda), pero, dejando fuera muchas de las incoherencias que allí quedaron escritas, sí es cierto que (como en tantos aspectos de la profesión) hay que hacer un examen de conciencia para intentar paliar las muchas carencias que tiene la crítica cultural que aparece como tal en los medios de comunicación: en primer lugar, hay que distinguir entre personas que gustan de aquello sobre lo que escriben o cuentan y las verdaderamente expertas, las que tienen un amplio conocimiento sobre la materia tratada y continúan ampliando el mismo; en segundo lugar, no podemos olvidar que en muchas ocasiones el periodista (cruzando los dedos para que realmente lo sea) ha caído en esa sección como podría haberlo hecho en otra y, por lo tanto, se lo toma con un trabajo más, a veces con desgana, otras restándole importancia cuando, sin que la pasión llegue a cegar el entendimiento, hay que concederle la precisa (es un trabajo hacia los demás), confirmando los datos que se vierten; tampoco debe dejarse de lado la parte de verdad que había en el comentario primigenio que dio pie a este exordio, es decir, hay críticos que se erigen en jueces, que se consideran las únicas voces autorizadas, más inteligentes que el resto porque se camuflan en una prosa culterana, agotando el diccionario, manteniendo discursos abstrusos que marcan distancias, regodeándose en su supuesta clarividencia para apreciar las exquisiteces, encumbrando determinadas obras para creerse especiales.

   Y todo esto viene al caso porque The Master ha sido recibida con un entusiasmo irrefrenable por gran parte de la crítica especializada (no sólo en nuestro país), considerándola la mejor heredera de 2001: Una odisea del espacio (1968) por resultar muy críptica, difícilmente traducible a palabras por el grueso del público, compleja, abstracta, por superponer y al mismo tiempo ocultar diferentes niveles de lectura, en resumidas cuentas, por navegar en una ambigüedad que permite sacar las conclusiones que al oráculo le plazcan y mirar por encima del hombro a todo el que le contradiga o no comparta su opinión. La nueva película de Paul Thomas Anderson nació bendecida (nunca mejor dicho), puesto que hablamos de uno de los cineastas más alabados y prestigiados de las dos últimas décadas, aunque tampoco le faltan detractores y no todas sus obras han obtenido el reconocimiento unánime que suele serle habitual; conocedor del terreno que pisa, el director no dudó en mencionar la palabra “Cienciología” a la hora de presentar este trabajo e inmediatamente encontró los aliados adecuados, aquellos que se piensa los únicos capaces de desentrañar los múltiples significados que se esconden en las imágenes de The Master, aquellos que sintonizan a la perfección con el discurso que alienta el guión o, en realidad, con lo que interpretan e incorporan, hablando como si conociesen las motivaciones del artista y convirtiendo estas conclusiones en la única verdad posible, es decir, Anderson recurrió al viejo truco de pretender escándalo y/o polémica y, de esta forma, se garantizó la atención y el aplauso.

   Según se amplía su filmografía va dejando de ser una sorpresa, pero sigue resultando una decepción cómo un cineasta tan punzante, irónico, extravagante pero diáfano, con gusto para la composición y talento para hacer comprensible lo más insólito, abracadabrante pero honesto, ha devenido en un tramposo con ínfulas, que amaga pero no da, escondido detrás de un estilo elíptico, rimbombante pero hueco como el de Pozos de ambición (2007) o somero y desganado como el de la cinta que ahora nos ocupa, cómo alguien capaz de mantener el pulso narrativo durante más de dos horas y de hacer atractivo e interesante un asunto muy alejado de tus intereses (léase Boogie Nights (1997)) o de dar coherencia, unidad, tensión y hondura a un material que en las manos inadecuadas hubiese supuesto una ralladura desquiciada y desquiciante sin orden ni concierto (léase Magnolia (1999)) ha ido perdiendo fuelle y transformando sus obras en paquidermos que se mueven con lentitud, que apenas avanzan, que se quedan en la superficie o ni siquiera la rozan. En realidad, uno tiene muy claro lo que anida en el subsuelo de esta historia porque reconoce el escenario en que sucede, porque identifica personajes reales (en actitudes, comportamientos, ideas, gustos) y porque admiró las páginas de Elmer Gantry, novela publicada en 1927, uno de los títulos que le valieron el Nobel a Sinclair Lewis, texto que Richard Brooks transformaría en uno de sus filmes más electrizantes, El fuego y la palabra (1960), con unos Burt Lancaster y Jean Simmons brutales e inolvidables; pero la manera en que Paul Thomas Anderson la cuenta convierte The Master en una sucesión de secuencias que no engarzan entre sí, filmadas como a la carrera, sin sentido estético (y no se habla de belleza en sí misma, sino de un mínimo de cuidado en el encuadre), sin verdadera profundidad, sin contenido, sin entidad.

   Philip Seymour Hoffman es un viejo cómplice de Anderson, actor capaz de merendarse al resto del reparto tanto en un rol patético y humillante como el asumido en Boogie Nights como en un personaje hermético y doliente, escalofriante y doloroso, aquel enfermero que, casi desde el hieratismo, plantaba cara a los inmensos Tom Cruise, Julianne Moore y Jason Robards de Magnolia, logrando incluso grabarse en la memoria del espectador en apenas unos minutos en la curiosa aunque fallida Embriagado de amor (2002); cuando él está en escena parece que estamos viendo otra película: dosifica el histrionismo de su rol, pasando de lo volcánico a lo sencillo sin apenas transiciones, amedrenta con su voz, envuelve, conquista, repele, asusta, cautiva, divierte, repugna, en definitiva, regala una interpretación colosal, apabullante, imperecedera, que aún resalta más la afectación, la exageración, el barroquismo desaforado de Joaquin Phoenix, quien provoca fatiga sólo con su primera aparición, caminando encogido, con los brazos doblados hacia dentro, forzando el gesto, llegando a recordar en algunos momentos a uno de los hermanos Calatrava (y eso que no sólo ha demostrado en muchas ocasiones que sabe contenerse en papeles al límite –Gladiator (2000)-, sino que fue capaz de encarnar con emotividad a un personaje que no quiere dejarse atrapar por sus deseos y mantiene su tormento en el interior –Quills (2000)-). Es casi insultante pensar que ambos compartieron la Copa Volpi al mejor actor en el pasado Festival de Venecia o que alguien pueda equipararlos e igualarlos en el elogio cuando, al menos en esta película, están a años luz e incluso podría decirse que siempre, ya que se da la circunstancia de que, como no podía ser de otra manera, Philip Seymour Hoffman obtuvo su Oscar por Capote (2006) superando en la final al otro gran favorito, Joaquin Phoenix encarnando a Johnny Cash en la decepcionante En la cuerda floja (2006), sin duda una de sus mejores creaciones, pero muy inferior a la que ofrecía el que ahora es su compañero dando vida al despeñamiento personal y profesional de Truman Capote mientras daba aliento a una obra maestra como A sangre fría, que marca un antes y un después no sólo en el periodismo sino en la literatura –y a ver si, desde ahora, no vuelve a leerse en ningún lugar que Phoenix ha ganado un Oscar, a no ser que (los Cielos no lo quieran) se alce con el galardón dentro de un mes; debe ser que la nota de prensa que todos copian la escribió alguien que no contrasta, no confirma o directamente no sabe.

   Es una lástima cómo el enorme talento de Amy Adams, en un personaje que mejor escrito y bien desarrollado sería un auténtico bombón, queda desperdiciado, aunque ella encuentre la ocasión para transmitirnos con un par de miradas, con la manera de masticar algunas palabras, con algunos mohines, la compleja personalidad de una mujer que lleva escrita en la cara la fiereza, el fanatismo, el no arredrarse jamás del converso, auténtico sustento y aliento del maestro, verdadero motor de su esposo, infernal para sus opositores, en permanente labor proselitista, pero todo eso, que es lo verdaderamente importante, no despierta el interés de Paul Thomas Anderson, entretenido en escenas hueras, divertimentos propios, convencido de su trascendencia y genialidad.       

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