TÍTULO ORIGINAL: The Master DIRECCIÓN: Paul Thomas Anderson GUIÓN: Paul
Thomas Anderson MÚSICA: Jonny Greenwood FOTOGRAFÍA: Mihai Malaimare MONTAJE:
Leslie Jones, Peter McNulty REPARTO: Joaquin Phoenix, Philip Seymour Hoffman,
Amy Adams, Laura Dern, Jesse Plemons, Ambyr Childers
Saben los lectores habituales de este blog que, aunque hago unas críticas
muy personales y propias, evito el empleo de la primera persona del singular,
pero me permitirán que hoy haga una excepción, ya que debo comenzar por una
experiencia personal que viene al pelo para sentar las bases de este escrito:
hace pocos días, mediaba en una de esas discusiones propias de las redes
sociales en las que empiezas hablando (o peleando, depende del tono) con un
amigo y acabas haciéndolo con gente que no sabes quién es, pero que son
contactos de tus contactos o de los de tu amigo e incluso contactos de los
contactos de los tuyos, entrando en una espiral cada vez más enmarañada según
quién puede ir leyendo los comentarios que se van escribiendo; el asunto era la
crítica, una andanada en la que se insultaba a las personas que ejercen la
misma (aunque luego se intentase matizar que sólo señalaba a los poco o nada
profesionales), acusándolas de ponerse por encima de la obra juzgada y de
algunas lindezas más (al margen de caer en la descalificación y de exigir
siempre el beneplácito para cualquier manifestación artística “por el mero
hecho de existir”). Ya se sabe que todas las generalizaciones son injustas, y
conviene tener en cuenta que la persona cuyo comentario inició e incendió el
debate está en pleno rodaje de un cortometraje (así se comprende mejor su
motivación más honda), pero, dejando fuera muchas de las incoherencias que allí
quedaron escritas, sí es cierto que (como en tantos aspectos de la profesión)
hay que hacer un examen de conciencia para intentar paliar las muchas carencias
que tiene la crítica cultural que aparece como tal en los medios de
comunicación: en primer lugar, hay que distinguir entre personas que gustan de
aquello sobre lo que escriben o cuentan y las verdaderamente expertas, las que
tienen un amplio conocimiento sobre la materia tratada y continúan ampliando el
mismo; en segundo lugar, no podemos olvidar que en muchas ocasiones el
periodista (cruzando los dedos para que realmente lo sea) ha caído en esa
sección como podría haberlo hecho en otra y, por lo tanto, se lo toma con un
trabajo más, a veces con desgana, otras restándole importancia cuando, sin que
la pasión llegue a cegar el entendimiento, hay que concederle la precisa (es un
trabajo hacia los demás), confirmando los datos que se vierten; tampoco debe
dejarse de lado la parte de verdad que había en el comentario primigenio que
dio pie a este exordio, es decir, hay críticos que se erigen en jueces, que se
consideran las únicas voces autorizadas, más inteligentes que el resto porque
se camuflan en una prosa culterana, agotando el diccionario, manteniendo
discursos abstrusos que marcan distancias, regodeándose en su supuesta
clarividencia para apreciar las exquisiteces, encumbrando determinadas obras
para creerse especiales.
Y todo esto viene al caso porque The
Master ha sido recibida con un entusiasmo irrefrenable por gran parte de la
crítica especializada (no sólo en nuestro país), considerándola la mejor
heredera de 2001: Una odisea del espacio (1968)
por resultar muy críptica, difícilmente traducible a palabras por el grueso del
público, compleja, abstracta, por superponer y al mismo tiempo ocultar
diferentes niveles de lectura, en resumidas cuentas, por navegar en una
ambigüedad que permite sacar las conclusiones que al oráculo le plazcan y mirar
por encima del hombro a todo el que le contradiga o no comparta su opinión. La
nueva película de Paul Thomas Anderson nació bendecida (nunca mejor dicho),
puesto que hablamos de uno de los cineastas más alabados y prestigiados de las
dos últimas décadas, aunque tampoco le faltan detractores y no todas sus obras
han obtenido el reconocimiento unánime que suele serle habitual; conocedor del
terreno que pisa, el director no dudó en mencionar la palabra “Cienciología” a
la hora de presentar este trabajo e inmediatamente encontró los aliados
adecuados, aquellos que se piensa los únicos capaces de desentrañar los
múltiples significados que se esconden en las imágenes de The Master, aquellos que sintonizan a la perfección con el discurso
que alienta el guión o, en realidad, con lo que interpretan e incorporan,
hablando como si conociesen las motivaciones del artista y convirtiendo estas
conclusiones en la única verdad posible, es decir, Anderson recurrió al viejo
truco de pretender escándalo y/o polémica y, de esta forma, se garantizó la
atención y el aplauso.
Según se amplía su filmografía va dejando de ser una sorpresa, pero
sigue resultando una decepción cómo un cineasta tan punzante, irónico,
extravagante pero diáfano, con gusto para la composición y talento para hacer
comprensible lo más insólito, abracadabrante pero honesto, ha devenido en un
tramposo con ínfulas, que amaga pero no da, escondido detrás de un estilo elíptico,
rimbombante pero hueco como el de Pozos
de ambición (2007) o somero y desganado como el de la cinta que ahora nos
ocupa, cómo alguien capaz de mantener el pulso narrativo durante más de dos
horas y de hacer atractivo e interesante un asunto muy alejado de tus intereses
(léase Boogie Nights (1997)) o de dar
coherencia, unidad, tensión y hondura a un material que en las manos inadecuadas
hubiese supuesto una ralladura desquiciada y desquiciante sin orden ni
concierto (léase Magnolia (1999)) ha
ido perdiendo fuelle y transformando sus obras en paquidermos que se mueven con
lentitud, que apenas avanzan, que se quedan en la superficie o ni siquiera la
rozan. En realidad, uno tiene muy claro lo que anida en el subsuelo de esta
historia porque reconoce el escenario en que sucede, porque identifica
personajes reales (en actitudes, comportamientos, ideas, gustos) y porque
admiró las páginas de Elmer Gantry,
novela publicada en 1927, uno de los títulos que le valieron el Nobel a
Sinclair Lewis, texto que Richard Brooks transformaría en uno de sus filmes más
electrizantes, El fuego y la palabra (1960),
con unos Burt Lancaster y Jean Simmons brutales e inolvidables; pero la manera
en que Paul Thomas Anderson la cuenta convierte The Master en una sucesión de secuencias que no engarzan entre sí,
filmadas como a la carrera, sin sentido estético (y no se habla de belleza en
sí misma, sino de un mínimo de cuidado en el encuadre), sin verdadera
profundidad, sin contenido, sin entidad.
Philip Seymour Hoffman es un viejo cómplice de Anderson, actor capaz de
merendarse al resto del reparto tanto en un rol patético y humillante como el
asumido en Boogie Nights como en un
personaje hermético y doliente, escalofriante y doloroso, aquel enfermero que,
casi desde el hieratismo, plantaba cara a los inmensos Tom Cruise, Julianne
Moore y Jason Robards de Magnolia,
logrando incluso grabarse en la memoria del espectador en apenas unos minutos
en la curiosa aunque fallida Embriagado
de amor (2002); cuando él está en escena parece que estamos viendo otra
película: dosifica el histrionismo de su rol, pasando de lo volcánico a lo
sencillo sin apenas transiciones, amedrenta con su voz, envuelve, conquista,
repele, asusta, cautiva, divierte, repugna, en definitiva, regala una
interpretación colosal, apabullante, imperecedera, que aún resalta más la
afectación, la exageración, el barroquismo desaforado de Joaquin Phoenix, quien
provoca fatiga sólo con su primera aparición, caminando encogido, con los
brazos doblados hacia dentro, forzando el gesto, llegando a recordar en algunos momentos a
uno de los hermanos Calatrava (y eso que no sólo ha demostrado en muchas
ocasiones que sabe contenerse en papeles al límite –Gladiator (2000)-, sino que fue capaz de encarnar con emotividad a
un personaje que no quiere dejarse atrapar por sus deseos y mantiene su
tormento en el interior –Quills (2000)-).
Es casi insultante pensar que ambos compartieron la Copa Volpi al mejor actor
en el pasado Festival de Venecia o que alguien pueda equipararlos e igualarlos
en el elogio cuando, al menos en esta película, están a años luz e incluso
podría decirse que siempre, ya que se da la circunstancia de que, como no podía
ser de otra manera, Philip Seymour Hoffman obtuvo su Oscar por Capote (2006) superando en la final al
otro gran favorito, Joaquin Phoenix encarnando a Johnny Cash en la
decepcionante En la cuerda floja (2006),
sin duda una de sus mejores creaciones, pero muy inferior a la que ofrecía el
que ahora es su compañero dando vida al despeñamiento personal y profesional de
Truman Capote mientras daba aliento a una obra maestra como A sangre fría, que marca un antes y un
después no sólo en el periodismo sino en la literatura –y a ver si, desde
ahora, no vuelve a leerse en ningún lugar que Phoenix ha ganado un Oscar, a no
ser que (los Cielos no lo quieran) se alce con el galardón dentro de un mes; debe
ser que la nota de prensa que todos copian la escribió alguien que no
contrasta, no confirma o directamente no sabe.
Es una lástima cómo el enorme talento de Amy Adams, en un personaje que
mejor escrito y bien desarrollado sería un auténtico bombón, queda desperdiciado,
aunque ella encuentre la ocasión para transmitirnos con un par de miradas, con
la manera de masticar algunas palabras, con algunos mohines, la compleja
personalidad de una mujer que lleva escrita en la cara la fiereza, el
fanatismo, el no arredrarse jamás del converso, auténtico sustento y aliento del
maestro, verdadero motor de su esposo, infernal para sus opositores, en
permanente labor proselitista, pero todo eso, que es lo verdaderamente
importante, no despierta el interés de Paul Thomas Anderson, entretenido en
escenas hueras, divertimentos propios, convencido de su trascendencia y
genialidad.
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